En las esquinas, aparentemente inadvertidas, aparecen otras figuras nocturnas. Actrices de una una triste película que pasan todas y cada una de las noches del año, en las mismas calles, a la misma hora. La historia es siempre la misma, el final, el mismo triste final de todas las noches. Rostros pálidos, con demasiado carmín y sombra de ojos. Ropa que quiere estar a la moda sin estarlo, que quiere enseñar unos cuerpos marcados sin enseñarlos, unas miradas diáfanas como la luz amarillenta de las farolas.
El bus continúa avanzando lentamente por esas calles cuyo paisaje urbano ha cambiado completamente con la llegada de la noche. Otra ciudad se revela. Unos secretos íntimos gritados a voces se pasean mudos por las calles o esperan en las esquinas. Intento retener esos rostros en mi mente, intento ver más allá de los sucios cristales del bus, más allá de esos ojos enmarcados en sucio rímel. ¿Cómo puede una vida llegar a esos extremos? ¿Qué sentirán esa vidas, esas almas que un día soñaron, como todas, una vida tranquila, un lugar cálido, y que en algún recodo del camino lo perdieron, lo vieron desvanecerse en un sucio charco?
Atrapadas, ahora en el frío vientre, rudo y cruel de una gran ciudad, sus ojos perdidos me hablan de una resignación medio aceptada: el bus se va. Ellas no tienen billete, lo perdieron hace mucho en el arriesgado juego de dados del destino. Una vez más, una noche más, lanzan los dados al aire e interpretan la tragedia, esperando un final distinto que nunca llega.
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