El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

jueves, 12 de agosto de 2021

La hora de la tarántula

Cuando el reloj marca las siete,
las siete y media pasadas,
ella estira sus ocho patas,
toda de negro se viste,
poco a poco la pared escala,
se cuelga del techo, quieta y callada.
Espera a que se vaya la gente,
uno tras otro a la cama,
luces fuera, es la hora de la tarántula.
 
Un golpe sordo sobre el mantel,
doña tarántula en escena, baila
fox-trot, céili y claqué.
Ni Ginger Rogers, ni Fred Astaire,
nada supera a la señora tarántula:
vítores cantan las salamanquesas,
aplauden las cigarras emocionadas.
Bajo el foco de la libélula
sólo brilla la tarántula.
Baila mientras brilla luna,
hasta que el sol se asoma al alba
y en un pliegue del mantel se acuesta
a dormir cansada y exhausta. 

Cuando te sientes a desayunar,
ten cuidado, no la despiertes,
déjala plácidamente descansar,
que a la noche es la estrella del baile:
la hora de la tarántula.

miércoles, 11 de agosto de 2021

El perrito, la chica guapa, el aguacate y la natación sincronizada

Ese podría ser el resumen de mi semana.

Todo comenzó el lunes, porque todas las semanas, salvo para los que viven en países de la órbita anglosajona o portuguesa, comienzan siempre el lunes. Monday, monday, dice esa famosa canción.

El caso es que el Monday, osea el lunes, yo recibía a un grupito de estudiantes de la U, porque suena más fashion decir la U (niversidad), que venían a hacer prácticas pre-profesionales (decíase pasantías, pero lo de profesionales con el pre delante también está de moda, osea es fashion) al museo. El museo, para aquellos que no conozcan ninguno, es un sitio donde se pueden hacer muchas cosas: puedes aprender sobre historia, arte, ciencia y muchos otros saberes, ciencias y expresiones, puedes conversar sobre todas estas disciplinas y aficiones, puedes jugar, puedes disfrutar de un teatro, puedes escuchar un concierto, ... hoy día puedes hacer infinidad de cosas en un museo, y también hay cosas que NO puedes hacer, como por ejemplo dedicarte a tocar las obras de arte (ya estén vestidas o desnudas) Por suerte nadie manoseó las urnas antropoformas del museo (esa sería otra historia, que involucraba esculturas renacentistas, y que otra vez contaré) No l pasó nada en el museo, no se preocupen, la cosa va de pasantes. Perdón de estudiantes de la U prácticas pre-profesionales.

El caso es que después de que varios estudiantes de la U viniesen a verme U-no a U-no (o U-na a U-na) decidí citarles a T-odos a la vez para no volverme L-oco. Y como estamos en tiempos de C-OVID-19, decidí citarles a todos en la terraza exterior de la biblioteca (para los que no sepan lo que es una biblioteca...) 

Y ahí, a la biblioteca, llegaron casi puntualitos todos los estudiantes (de la U en prácticas pre-profesionales) salvo dos que no llegaron, ni puntuales ni atrasados (se entiende pero por si acaso) Todas llegaron con mascarilla, como bien manda el protocolo, menos una que llegó sonriente y maquillada (hay que causar impresión, en este caso no me atrevo a decir "buena"). Todos por supuesto llegaron con celular, y todos por supuesto no lo soltaron en todo el tiempo. No se si estaban tomando notas, o chateando, o quizá grabando la capacitación, pero celular en mano comenzó la reunión. No me quejo. Yo mismo parezco a veces un moderno inspector Gadget con el celular pegado en una de mis manos como si fuera una extensión más de mi cuerpo.

Estábamos en el interior del museo, en la segunda parte de la reunión cuando note que uno de los celulares "se movía" en manos de su dueña. Pestañeé y entorne la vista y me debí quedar mudo y con cara de tonto, porque ante mis ojos (tengo un cóctel de miopía+hipermetropía+astigmatimo, y soy el más despistado de los despistados) apareció un minúsculo perrito, tan pequeñito que cabía en en las manitas de una estudiante. No, no estoy actualizando el cuento de pulgarcito. Estaba dentro del museo, entre piezas arqueológicas, y lógicamente alguien cargaba un perrito diminuto, un proto-perro, un perro tan chiquito que parecía sacado de una novela de Richard Matheson, si este hubiese escrito El Increíble Perro Menguante. Para mi el espectáculo fue el perro. Para los pasantes, mi cara de bobo y el silencio. No supe qué decirle: ¿salga del museo? ¿busque una mascarilla para perros microbio? ¿qué se le dice a una estudiante que llegan con un perro minúsculo? ¿se le pregunta si muerde, o si tiene dientes? La madre del perro. En fin. Continué con la capacitación y crucé los dedos para que el perrito se quedase en casita en las siguientes ocasiones.

Unos días después, después de la capacitación, después de varios ultimátums, de varios mensajes de pasantes desorganizados por whatsapp, llegaron los primeros pasantes a hacer sus prácticas pre-profesonales al museo. Cuando llegaron me di cuenta de que mi "si no les queda el uniforme de la U., vengan con traje formal" era una sentencia muy vaga. La de la pupuera, el pantalón rasgado y la de la minifalda. Podría ser el título de una película de Almodóvar. Creo que todos los profesores han (hemos) perdido nuestra lucha por el "buen vestir". En nuestra cruzada (al menos la mía) para la eliminación del uniforme, que me parece algo clasista, y que impide la creatividad y el desarrollo personal del estudiante (y del empleado, etc.) hemos abierto la puerta al "cabe cualquier cosa". 

Estaba yo en mi dilema filosófico sobre si es bueno que todos/as lleven un determinado tipo de ropa, si es bueno o no el dichos uniforme, si lo mejor es que les de una credencia del museo a cada una/o, cuando el guardia de seguridad se me acerca y me dice "hay una chica muy guapa en el museo". "¿Y?", le contesté. Puso cara de no saber porqué yo le hacía una pregunta así a una aseveración para la cual la respuesta era para él muy obvia. "O muy fea, qué más da" pensé, pero no lo dije. "Si quiere a la salida le puede invitar a salir", lo que tampoco le dije. Simplemente caminé de nuevo hacia el edificio y miré de reojo al museo para ver cuál era el motivo que hacía que se duplicara la porra que llevaba el guardia. El motivo fue una de las pasantes, una de las que yo había recibido al inicio de la mañana. Me había olvidado que la cultura machista de este país hace que a los ojos de un hombre toda mujer que enseñe un centímetro de piel por encima de la rodilla o por debajo dela glotis es un objeto. "Cuando Dios creo a Adán le dotó de un cerebro y un pene, pero no le dio la sangre suficiente para usar ambas cosas al mismo tiempo", dice un chiste, y la mitad de estos debieron quedarse acá, añado yo.

En fin, dejemos a la chica guapa y al guardia de seguridad. No tenía tiempo para más análisis sociológicos. Yo había prometido a una compañera de trabajo acompañarla a vacunarse contra el COVID. Debería escribir todo un texto sobre esas asistencias mías a los centros de vacunación, y seguramente lo haré, pero de momento, sea como sea, vacúnense, por favor. El caso es que si estás inscrito como gestor cultural en el padrón del Ministerio de Cultura, y aunque hay varios centros de vacunación en la ciudad, te mandan a la ciudad vecina, que está a 45 minutos en bus. Por qué, no lo sé. Nadie lo sabe. Pero era buen plan, ir a almorzar al Sacha, conversar, pasear tranquilamente y regresar al Coca. Total, yo tarde 15 minutos en vacunarme cuando lo hice, ahora no podía ser más. No sobraba tiempo.

Para ir al Sachas hay que tomar un bus. Y para ir al terminal de buses, lo más rápido es tomar un taxi. Tomas un taxi, en cualquier parada, o en medio de la calle alzando el brazo, y zas, en un instante te lleva al terminal, de una. 

- ¿Están de apuro? - dice nuestro taxista.

- No mucho.

- Verán es que ya es hora de almorzar, y yo no se almorzar sin aguacate. Si no están de apuro, ¿no les importa que pase por casa a coger mi aguacate, verdad? Es que me lo dejé en casa y yo no se comer sin aguacate, ¿sí? no tardo es acá a la vuelta.

- No...

No nos lo podíamos creer. El taxista giro a la derecha, dos cuadras después se parqueó en la verdea a la puerta de una casa, y mientras nosotros sorprendidos, aguantando la sonrisa provocada por el realismo mágico de esta ciudad que es como Macondo pero en la selva, el taxista bajo y corrió hacia la casa.

- Dejo las llaves puestas, ¿no se vayan, sí? Ya mismo regreso.

Nunca pensé en robar taxis... lástima que no tengo ni licencia de manejar. Tampoco nos dio siquiera tiempo de reaccionar. Al minuto nuestro taxista-que-come-aguacate, apareció con un hermoso aguacate serrano, lo puso en la bandeja junto al freno de mano y continuó el trayecto hacia el termina, hablándonos de las propiedades únicas del aguacate, de los beneficios de comer un aguacate entero todos los días, incluso proponiéndonos parar por su proveedor personal de aguacate para comprar un aguacate para que nosotros también disfrutásemos hoy de los beneficios de aguacate en nuestro almuerzo.

- Es que nos vamos al Sacha, almorzaremos allá.

- Pues se llevan un aguacate.

No compramos el aguacate. El taxista nos dejo en todo el terminal, en la misma dársena donde paran los buses. Se ve que el aguacate otorga privilegios especiales, justo unos minutos antes de que saliese nuestro bus. Gracias taxita-aguacate.

Unos 50 minutos después llegábamos a Sacha sin aguacate y un taxista (que tampoco tenía aguacate) nos llevó hasta el colegio donde ponen las vacunas, ese que está en un barrio cerquita pero a las fueras, ahí después de los postes de alta tensión, vamos ahicito nomás. No había ningún cartel que dijese vacunación, pero había varios carros parqueados delante de una de las puertas, cerca del coliseo. Algo había dentro. Vamos. Ese "algo", era más o menos media ciudad queriéndose vacunar. Era lago así como las levas forzosas para la Gran Guerra. Hasta había varios militares, con escopetón y mache en funda, vigilando el lugar. No había fila para gestores culturales, ni de ningún gremio: vacunaban a todo el mundo que tuviese cumplido los 16 años en masa.

A mi me mandaron a las gradas. Los acompañantes ya vacunados tenemos ese privilegio. Nos sentamos como patricios romanos y vemos tranquilamente la función de gladiadores en el circo. Desde mi puesto -me tocó sol-, podía ver como se organizaba un espectáculo una de cuyas participantes era mi compañera de trabajo: una columna de filas de unas 5 sillas cada una. Al frente de las sillas, 5 puestos en frente a unos técnicos con computadoras. Cada 9 minutos 5 personas se levantaba sincronizadamente y avanzaban al fila de delante. Era un ejercicio perfectamente programado de nado sincronizado. Qué elegancia, cómo se levantaban, como caminaba rápidamente, sin tropezar hasta la silla de delante, como se sentaban. Hasta el sonido del levantarse y sentarse en las sillas pláticas era armónico. Miré a un lado para ver si alguien marcaba en ritmo con unos tambores como en una galera. Qué espectáculo.

De pronto se me perdió mi amiga. La ultima vez que la vi estaba ya en primera fila, ahora había desaparecido. Resultó que la primera fila era sólo la primera parte, luego había que correr hasta la última fila de la segunda columna y nadar el segundo trecho para poder ganarse un puesto en los puestos con computadoras. Empezaba a arrepentirme de no haberle aceptado un aguacate a nuestro taxista náhuatl. Mientras el ejercito invasor seguía avanzando de fila en fila llegaron más refuerzos, tantos que no había más filas de sillas, y tuvieron que ocupar las primeras gradas. Eso provocó mi desalojo. Un coordinador, de esos importantes, porque llevan una tarjeta VIP colgada del cuello, me grito que me fuera de allí, y esperase en el graderío de enfrente. "Obedece que te dejan sin almuerzo, y no tienes ni aguacate", me dije. Desde mi nueva posición, ahora tras los tipos de las computadoras, no se veía tan bien el espectáculo, peor por lo menos no pegaba el sol. El espectáculo comenzaba a aburrir. Sentarse, levantarse, caminar dos metros, sentarse, levantarse, pinchazo, tarjeta de vacunación, y para casa. Toda una maquinara de vacunación sincronizada.

Y nosotros, sin aguacate. Vacunados, con hambre y sin aguacate. Mi "en 10 minutos te vacunan, almorzamos y regresamos al Coca" se convirtió en un par de horas de espectáculo en el circo romano-selvático. Otro taxi amarillo sin aguacate (debe ser que no están maduros) nos devolvió al centro. "¿Quieren comer?" y giro a la derecha y nos dejo en el Hotel Cicame. Tour surrealista completo. 30 años después siguen pensando que CICAME significa algo en Omagua. No quiero ni pensar qué significará MACCO dentro de otros 30 años. Este es el país donde las siglas acaban cobrando vida. Todo acaba en siglas. Si no hay siglas, no triunfa. Así que si Centro de Investigaciones Culturales de la Amazonía Ecuatoriana, CICAME, puede llegar a significar sol en omagua y dar nombre a un hotel, en este realismo mágico, MACCO puede llegar a significar...

De sol nada. El almuerzo en el Hotel CICAME estuvo pasado por agua. Después de refrescante aguacero, un bus y un taxi (ya no era hora de aguacates) nos regresaron a nuestro museo, ese donde aparecen perritos en miniatura y hay chicas guapas, por fin vacunados contra el COVID y tras un almuerzo omagua en el CICAME (sin aguacate)