Cuando el reloj marca las siete,
las siete y media pasadas,
ella estira sus ocho patas,
toda de negro se viste,
poco a poco la pared escala,
se cuelga del techo, quieta y callada.
Espera a que se vaya la gente,
uno tras otro a la cama,
luces fuera, es la hora de la tarántula.
Un golpe sordo sobre el mantel,
doña tarántula en escena, baila
fox-trot, céili y claqué.
Ni Ginger Rogers, ni Fred Astaire,
nada supera a la señora tarántula:
vítores cantan las salamanquesas,
aplauden las cigarras emocionadas.
Bajo el foco de la libélula
sólo brilla la tarántula.
Baila mientras brilla luna,
hasta que el sol se asoma al alba
y en un pliegue del mantel se acuesta
a dormir cansada y exhausta.
Cuando te sientes a desayunar,
ten cuidado, no la despiertes,
déjala plácidamente descansar,
que a la noche es la estrella del baile:
la hora de la tarántula.
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