El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

jueves, 31 de agosto de 2017

Quilotoa

El Quilotoa es el cráter de un volcán activo en los andes ecuatorianos cuyo interior alberga una de las hermosas lagunas que haya creado la naturaleza. El paisaje es realmente maravilloso: el color verde-azulado de sus aguas, los riscos dentelleados que rodean en cráter, junto con la vegetación que se mezcla con el gris de la roca y la tierra amarilla, hacen de la vista de la laguna algo especial. No es raro que el lugar sea objeto de multitud de leyendas y mitos y que atraiga a miles de turistas al año. Llegar hasta el páramo en que se encuentra, asomarse al mirador, dejarse atrapar por la magia y la belleza del paisaje es algo único. Después, descender el kilómetro y medio por la ladera hasta la laguna en el centro del cráter, donde uno, recuperado el aliento puede pasar, acampar, remar un rato en kayak y hacer senderismo si el corazón y los pulmones se lo permiten, es también una experiencia que merece la pena, pues además de estar en un sitio único y mágico está uno totalmente aislado del mundo convencional: hay algo mágico en estos rincones de los andes, lo reconozco. La subida de vuelta al borde cráter, eso sí, sacará el aire y todas las fuerzas a más de uno, pues subir de los 3.500 a los 3.800 metros por un empinado camino de arena durante más de un km. y medio no es para todo el mundo; no en vano los indígenas kichwa que viven del turismo en la laguna, ofrecen a los visitantes la posibilidad de subir a caballo.

Pero si de algo se me antoja el Quilotoa es además de oasis. Nadie llega a repostar ahí, no creo siquiera que sus aguas sean potables, pero en la desolación del páramo, el Quilotoa es un oasis para la vista y el alma. Uno se siente reconfortado realmente cuando llega y contempla el mágico paisaje.

Y es que llegar hasta allí es descorazonador. Después de dejar la bulliciosa ciudad de Latacunga, que, al margen del simpático centro colonial de la ciudad, se antoja como ciudad ruidosa, sucia y desordenada, uno comienza el ascenso hacia el páramo andino. La magia de los nombres en kichwa de los pueblos y parroquias se va tiñendo del amarillo de la escasa vegetación en forma de pasto que puebla estas alturas de la cordillera: altiplanos donde no crece otra cosa que este pasto, oradados por quebradas seas talladas por el viendo y por algún torrente turbio alguna vez al año, un cielo casi siempre plomizo salpicado por casas donde únicamente algún vecino con el rostro curtido parece inquerir al dios del tiempo sobre el significado de la vida en una larga, larga espera.

No me explico cómo alguien puede haber querido ir a vivir a los páramos de esta provincia ecuatoriana de Cotopaxi. Es desolador, descorazonador. Los colores apagados, los rostros ceñudos, los cuerpos pequeños cubiertos de sombreros y ponchos, casi como con miedo de mirar al cielo. La nada y el tiempo eterno esperando ¿qué? Y el frío, el viento helado, las noches heladas, el viento que corta las venas y que invita a escapar porque no hay dónde esconderse de él.

Los tours al Quilotoa son de ida y vuelta en el día. Sólo algunos valientes se atreven a quedarse en algunas de las hosterias que gracias al apoyo de algún proyecto de cooperación internacional al desarrollo se han construido en el pequeño pueblo de una docena de casas que vive al pie del mirador del volcán supongo que exclusivamente atendiendo a las decenas de turistas que cada día llegan hasta allí. Quedarse a dormir implica otra realidad. Una realidad que habla de los mochileros de diversas partes del mundo que han llegado hasta el páramo buscando el mito mágico del Quilotoa, pero también una realidad escrita en lenguas incáicas en los rostros y en los ponchos y en los andares de los kichwas del lugar; una realidad que al principio atrae y después inquieta, convirtiendo las hosterias en un fenómeno sociológico o antropológico más, o en un inquietante misterio para los que se quedan a contar las estrellas sobre el Quilotoa y acaban contando también los minutos.

Es como si años de sometimiento colonial y postcolonial aún tuviesen aprisionados a los indígenas del lugar, como si la fuerza de los andes y el páramo ejerciese una fuerza especial sobre ellos: los proyectos turísticos han ejercido cierto intento de liberación -de conversión al mundo occidental- pero continua la picaresca, el rebusque, el vivir al día que se mezcla entre las nuevas formas adquiridas y una tradición que supongo guardan de puertas a dentro de sus ponchos y que los jóvenes, vestidos con el sincretismo de sombrero de alpaka y ipod ya no entienden.

Cuando a la mañana siguiente la lluvia despierta el cuarto ya frío con las últimas ascuas de la estufa apagadas, y hace que la ropa húmeda se pegue al cuerpo caliente, una inercia lenta le hace a uno levantarse y caminar: hacia afuera, hacia abajo, hacia la carretera y el bus que conduce lejos del páramo, hacia ese lugar donde los colores apagados se teñirán quizá no de color, pero sí por lo menos del ruido y el bullicio de un mundo que con todos sus contrastes nos acompaña y nos rompe esa sensación tan apabullante de soledad y vacío andino.

Volveré al Quilotoa, estoy seguro. Volveré a buscarme en la magia del reflejo en sus aguas en ese lugar idílico, diamante tallado en medio de los andes; y volveré a preguntarme también que esconden esos rostros curtidos escondidos entre sombreros y ponchos: qué anhelan, qué esperan, que buscan en el horizonte vacío del páramo.

domingo, 27 de agosto de 2017

Baños de Agua Santa

El nombre casi lo dice todo. Casi. "Baños, un pedacito de Cielo", reza la publicidad en una compañía de buses, y en otros carteles turísticos, aunque a veces escriban cielo también con minúscula. A mi, eslóganes pseudo-turísticos, pseudo-religiosos a parte, lo que me atraía era la fotografía del enclave montañoso -esa ciudad enclavada en ese imponente valle- y la fama del lugar, y, finalmente, después de pasar como fantasma en bus por sus calles oscuras varias veces, siempre rumbo a otros lugares, me lancé a conocerlo.

Como hombre casi amazónico que soy, decidí hacer el camino a la inversa de aquellos primeros colonos que descendían los ríos hacia el oriente, hacia la amazonía, y comencé a remontarlos, que es lo natural para los que vivimos al este de los Andes. La carretera que lleva del Coca a Tena y de ahí a Puyo muestra el típico paisaje amazónico, que varía levemente según nos acercamos a la sierra, pero el verdadero cambio se produce cuando, dejado atrás esa puerta al oriente que es la casi siempre nublada ciudad de Puyo (tenía que hacer honor a su nombre, Puyo, del kichwa phuyu, nube, nublado) la orografía del terreno cambia totalmente, el río Pastaza y sus afluentes se encajonan -se encañonan- y la carretera se torna una sinuosa y aventurera ruta tallada en la roca andina hasta llegar a Baños, esa ciudad con historia escrita una y mil veces, situada en un angosto valle flanqueado por el imponente volcán Tunguarahua a un lado y el cañón del río Pastaza al otro. Un enclave especial que permite unir virtudes del este y de los andes, de la naturaleza, y de lo divino, como rezan los carteles publicitarios.

Y es que Baños es una pequeña ciudad que vive volcada al turismo: sus calles céntricas -y no tan céntricas- están pobladas casi exclusivamente por agencias de turismo que venden las riquezas naturales del lugar, bares y restaurantes dispuestos a seducir al turista nacional y extranjero, y hoteles y hosterías para todos los gustos, sin olvidar miles de tiendas de artesanías y suvenirs, todas ellas clónicas las unas de las otras, algo que bien merecería un artículo específico en este blog. Pero sigamos paseando por Baños y sus dos "cielos".

Baños. Tunguarahua. El lugar al que acuden cientos, seguramente miles de turistas extranjeros -y nacionales-, a disfrutar de sus caminatas por la montaña, descubriendo impresionantes cascadas y otros enclaves sorprendentes tallados por la mano de la naturaleza, a colgarse de tarabitas y atravesar barrancos y cañones, descender los rápidos de los ríos, o subirse a lo más alto para columpiarse colgado del cielo mientras el Tungurahua, siempre activo asoma amenazante entre las nubes, y, si uno tiene suerte, lanza algún escupitajo.

Baños. De Agua Santa. Lugar donde afloran varias fuentes naturales de aguas termales, para muchos bondad de la mama Tungurahua, para otros, del Cielo y de la Virgen de Baños que protege a los fieles de desgracias y de enfermedades incurables. Por unos y otros, las piscinas de aguas termales están siempre llenas, y la basílica construida con negra piedra volcánica acoge a fieles y deja fiel testimonio de los milagros.

Baños, sin duda un lugar donde uno puede ir y pasar unos días dejándose cuidar de los dos cielos, con mayúsculas y con minúsculas, un lugar donde pasear y descansar y soñar quizá con irse a vivir alguna vez. Y es que, como curioso historiador que soy, no pude sino preguntarme por la vida -y vidas- de esta ciudad mientras paseaba por sus calles. Me intrigaba que la basílica fuese de construcción tan reciente (primera mitad del siglo XX) y me intrigaba también su parque central, bastante remodelado pero que dejaba ver a sus costados algo de su pasado: una casa consistorial con aires de palacio escondiendo en su interior los muros derruidos de una vieja iglesia. Misterios para un turista curioso que por defecto profesional quería saber más, algo más que las calles no contaban.

Fue primero al levantarme el segundo día y salir al pasillo de la hostería donde me encontraba alojado. Ahí, a lo largo del pasillo colgaban cuadros con viejas fotos en blanco y negro de baños: una corrida de toros en el parque central, todavía plaza de polvo y piedra de pueblo entonces, y al lado del municipio, el templo viejo. Imágenes de los primeros puentes, de antiguas cascadas, de procesiones y de desfiles de autoridades. Me fascinaron esas fotos del baños antiguo. Y sin embargo, por fuera, nada. Nadie contaba al turista más que el día a día de la ciudad.

El segundo descubrimiento sucedió al entrar en la basílica. Nada especial o que no me esperara de la misma, salvo un curioso letrero que rezaba "museo" y que añadía: "mantos de la Virgen, arqueología, animales disecados", así todojunto. Después de tragar saliva y pedir perdón a mi musa Clío, compré religiosamente las entrada y entré al museo. Sabía lo que me esperaba: el típico museo decimonónico: una serie de cuartos repletos de los artículos, cachivaches y enseres curiosos que algún coleccionista curioso o ilustrado fue guardando y depositando en un lugar que luego bautizaron como museo. Que a fecha del 2017 todavía existan lugares así, y que se atrevan a seguir llamándolos museos es una aberración, un despropósito a ojos de la ciencia, de la historia, de la museología y de la cultura, pero también un ejemplo de lo mucho que falta todavía por trabajar "con y para la gente, por el respeto que se merecen".
Caminé por el museo sin mucho detalle, temeroso de enfadarme y no prestar atención al que estaba buscando, pero mi ojo crítico que fue guiado, y después de los mantos de la virgen, del cuarto de los horrores -una sala en la que convivían apolillados animales disecados, viejos magnetófonos, gramolas, máquinas de escribir, y juguetes de hojalata-, llegué a la sala de arqueología. Para mi desánimo resultó ser una colección de objetos prehispánicos de la sierra, recogidos por un religioso aficionado a la arqueología y que, contaban por enésima vez las glorias del pasado prehispánico del Ecuador, el poblamiento de América y el resto del discurso al uso, con las falencias al uso y los vacíos habituales, pero nada, nada, de la historia de la ciudad, del pasado colonial o prehispánico de Baños.
Desilusionado, salí al claustro del museo perdiendo la vista entre las columnas y la balaustrada para toparme con fotos en blanco y negro vistiendo disimuladamente las columnas: acá y allá estampas, como las que adornaban las paredes de la hostería, del baños antiguo, de ese baños de principios del siglo XX: romerías, procesiones, fiestas... , el templo viejo "¡destruido por el terremoto de 1926!", la cascada "¡que hizo desaparecer una erupción del volcán Tungurahua!". De pronto todo empezaba a cobrar sentido. No encontré mucho más, pero de regreso a casa y a las autopistas de la información, comencé a revisar las pocas reseñas históricas de Baños que pude hallar para encontrarme con el terrible misterio de su pasado: un pasado borrado una y otra vez por terremotos y erupciones volcánicas.

Y es que Baños es eso: una ciudad tantas veces destruida por las fuerzas de la naturaleza que sus habitantes parecen haber decidido vivir un continuo presente, sin importarles lo que fueron, y conscientes de lo que vendrá: un nueva nueva erupción, una nueva evacuación de la ciudad, una nueva reconstrucción de la vida después en torno a las cenizas y las aguas termales y las saludables virtudes de su clima templado. Ellos viven el día a día, ofrecen las virtudes de su lugar: las aguas, las caminatas, el rafting, las cascadas, las hosterías para descansar, los restaurantes y las artesanías. Algún rato el Tungurahua volverá a toser y vomitar y sus ríos ardientes se lo llevarán todo, borrarán unas cascadas y tallarán otras, y los escombros de los edificios caídos serán barridos y en su lugar se alzarán otros, otros que hablarán de hoy; el ayer quedará relegado a un puñado de fotografías salvadas de la lava para satisfacer a algunos curiosos y adornar algunas paredes.

Baños siempre ha estado ahí, aunque haya pocas huellas de su pasado. Sólo tienen acercarse y sentirla latir...

Cascada "Pailón del Diablo" uno de los actrativos turísticos cercanos a Baños
 Cascada "El Pailón del Diablo" uno de los principales atractivos cercanos a Baños.

36

Dónde se posó la niebla
o fue la nieve, extraña
en tus montañas mágicas
donde sólo unos pueblan
el mito de tus páginas.

Dónde se posó la niebla
para acariciar tus alas
blancas de tul y escarcha
en la casa siempre nueva
a la luz de tus ojos - estrellas.

¿Dónde se posó la niebla?
Ahí donde la luz diáfana
de los soles de rucumamas
hicieron temblar la tierra,
tierra, soles, albas,

amasaron las letras,
agosto sopló las ramas
la raíz buscó el agua
el fuego brilló Daniela,
tu nombre, tu sol, tu alma.

domingo, 20 de agosto de 2017

Morocho (Micrococa # 6)

La puedo ver frente al espejo de su baño, inhalando y exhalando aire, observando como su pecho se hincha y se contrae, analizando los gestos en su rostro y sintiendo cómo se tensan las cuerdas vocales, entrenándose para decir con el tono preciso y la fuerza precisa esa palabra de tres sílabas.

Es como si Carmina Burana o Carmen se paseasen por la calle. Una voz femenina de soprano, empujando un carrito por las calles desiertas del Coca. Cuando todo el mundo duerme, cuando algunos empiezan a lavarse la cara quitándose las legañas, comienza la versión criolla de Aída:
- ¡Morocho!
En realidad nunca he visto a la vendedora de Morocho, pero su voz de cantante de ópera suena todas las mañanas, justo después del bus que hace de redoble, orquesta y apertura de la ópera:
- ¡¡Morocho!!
Es un grito entonado con precisión de ópera, afinado, ensayado, repetido con fuerza y pasión por las calles recién cubiertas de sol. "¡¡Moroocho!!" Y los pájaros callan y salen volando. "¡¡Morooocho!!" y la gente abre ventanas y corre los pestillos de las puertas bajando las escaleras con el pantalón a medio abotonar mientras otros maldicen desde sus camas: "otro día más, al trabajo". Un bus, un repiqueteo de los cristales biselados de mi ventana y una voz: "¡¡Morooooocho!!"

Supongo que algún día dejaré de maldecir y disfrutaré de la voz y del sabor del Morocho recién cocinado y calentito servido bien temprano en estas mañanas tropicales, siempre musicalmente tropicales, saludaré a la vecina del carrito de opera con una reverencia y terminaremos la función juntos con un sabroso brindis al público. O quizá mejor mantenga el misterio y mi imagen mental de la vendedora de ópera criolla, despertador automático del barrio, que hace a unos levantarse de golpe, sobresaltados, que bota a otros de la cama, que le abre el apetito a otros tantos y que, después de mil maldiciones -al morocho, al lunes, al martes y demás días de la semana-, dibuja también sonrisas, letras y ganas de asomarse a la ventana y hacer la segunda voz:
- Mooo mooo ¡¡¡Morooocho!!! ¡Morocho! ¡¡¡Moroooocho!!!

sábado, 19 de agosto de 2017

Vecinas de mierda

No es que fuesen groseras, de esas vecinas que no saludan, que le miran a uno con cara de perro, no. Tampoco es fuesen de esas vecinas continuamente de fiesta, con música alta e invitados todas las noches, ni siquiera eran de esas descuidadas que se dejaban la puerta del portal abierta (alguna vez, de vez en cuando, cometían ese pequeño desliz, algo normal en todos), o que parecían siempre trasnochadas y con cara de cuidarse poco. No, iban siempre bien vestidas, sonrientes, daban los buenos días y siempre estaban dispuestas a ayudar, siempre invitaban a cenar, o a compartir una cerveza. Eran en todos esos sentidos unas vecinas normales. Si uno les miraba a los ojos se enamoraba. Luego un bajaba la vista al piso y el amor desaparecía por los suelos...

Abrías la puerta y comenzaba el concierto: un tintineo de decenas de botellas de cerveza vacías, altas, regordetas, rubias, oscuras, verdes, rodaban por el rellano de la escalera hasta la calle como fichas de dominó colocadas estratégicamente o más bien como bolos tontos sin equilibro. Uno no podía evitar al principio agacharse para recogerlas y evitar que se fueran rodando escalera abajo y se hicieran quizá añicos, después, con el paso del tiempo empezaba a acostumbrarse a ese improvisado timbre de salida y las apartaba con desdén con un pie mientras salía y cerraba la casa para irse a trabajar.

Las botellas en el piso del rellano de la escalera, y en el porche, en el porche las macetas convertidas en improvisados cactus-cenicero, la mesa cubierta de mil salsas resecas y ceniza de mil cigarros, y sobre la maceta más grande y en un rincón de la escalera, varias fundas de basura, pestilentes unas, intrigantes otras, esperando a que algún misterioso ángel alado las bajase hasta la calle. Y cuando uno levantaba la vista después de coger la bolsa de basura ancestral, recalaba en el hermoso paisaje de la ciudad, visto a través de la sensual transparencia de un mar de blusas, bragas y sostenes que se balanceaban continuamente a la lluvia y al sol.

 - ¿Acaso no le da vergüenza?
Sobresaltado, regresé a la realidad. De pronto no había un mar de ropa interior ante mi, y recordé que las vecinas se habían ido. En su lugar, la cara enfadada de la casera me miraba con furia; el resto seguía ahí: las botellas, las fundas de basura, la mesa hecha un asco.
- Señora eso no es mío. - Contesté con desdén. - Pregunte a las vecinas.
- ¡Pero qué dice! ¡Si se fueron hace 15 días! ¡Vaya cara que tiene ud.!
- La mía, mí cara. Toda esa mierda no es mía.
Contesté con tanta sinceridad y tanta seriedad que la casera se quedó mirándome con ojos de incrédula convencida. Continué sin hacerle más caso mi camino, dando los buenos días a alguien que parecía ser el nuevo inquilino.
- Póngase mascarilla y guantes.- le dije con sorna mientras salía a la calle y me perdía en mi día a día.

Regresé a casa ya cuando caía la tarde. Cuando subí las escaleras, algunas polillas revoloteaban divertidas alrededor del farol del porche. Allí, con la puerta de casa abierta de par en par y unos cuantos cartones en la entrada, estaba el nuevo inquilino, sentado sobre una de las sillas plásticas apoyado en la mesa tapizada con salsas, con guantes y una mascarilla recogida en el cuello, tomándose una cerveza en lata. Tenía rostro, no sabría decir bien, entre preocupado, enfadado y cansado. Le saludé con aire indeciso y mientras giraba la llave en la puerta de mi casa, no lo pude resistir y le pregunté:
- ¿Qué tal todo?.
Alzó la mirada me sonrió sarcásticamente. Me di cuentan entonces de que había recogido todo el ejército de botellas vacías en un cartón y lo había bajado hasta la calle junto con las fundas de basura. Por primera vez en meses se veía la totalidad del suelo de porche. Incluso parecía más grande.
Me hizo un ademán invitándome a una cerveza y me senté con él, no sin antes inspeccionar la silla (le habían pasado un trapo por fin) y dejando temeroso mi mochila sobre la mesa. Abrí la lata y bebí un sorbo cerrando los ojos. Cuando los abrí, él me miraba fijamente. Quería decir algo, pero no sabía por donde empezar, así que empecé yo.
- ¿Le vinieron bien los guantes y la mascarilla, no?
Él pegó una sonora carcajada y dejó la cerveza sobre la mesa.
- ¿Sabe? -me dijo-. En realidad no está tan sucio. Han barrido, trapeado. La cocina esta reluciente, la refrigeradora vacía y limpia, no huele mal. Han dejado el baño limpio también, han echado cloro en el inodoro y los cuartos están también más o menos limpios. Sí, hay telas de araña aquí y allá, y hay que limpiar el polvo a los muebles, lavar las cortinas... pero poco más.
- ¡No me diga! -contesté con fingido asombro- y bebí cerveza guardando silencio.
- Sí-. Contestó secamente. Era mi turno y espera un discurso más largo de mi parte así que me enjuagué la boca con cerveza y comencé.

- Sabe, en realidad no eran malas vecinas. En realidad, creo que hasta eran simpáticas. No me relacionaba mucho con ellas, porque creo que no teníamos mucho en común. Al principio me invitaron a alguna cena, a alguna fiesta y acepté, luego cada cual hizo su vida. De esas fiestas hace ya más de un año, y sí, es verdad, recuerdo el apartamento arreglado, limpio. Algún colchó por el piso a veces, para algún huésped, y al mesa de la sala con libros y cuadernos desordenados, pero poco más.
- Un colchó de más si que hay.- Dijo él interrumpiéndome. -Siga, siga.-
- Pues eso, que la casa la vi siempre más o menos limpia. Se ve que eran unas desidiosas de puertas para afuera.
- ¿Y usted nunca limpió, nunca ocupó este porche?
- Al principio, sí. Y alguna vez lo limpié, saqué toda esta mugre y basura. Luego, empecé a hacer más vida fuera de casa, empecé a llegar a casa casi únicamente a dormir y dejé de ocupar el porche. Recuerdo un amigo que me decía hace unos meses que recuperase este espacio para poder volver a sentarnos acá a tomar cerveza, apoyados en la barandilla sin miedo a botar al piso alguna tanga o algún brasier, pero no lo hice. Me seguí mordiendo la lengua esperando a ver si el crecimiento del nivel de basura les hacía reaccionar. Tampoco funcionó. Supongo que debí llamar a sanidad pública, jaja. O a la casera.

Alcé la lata de cerveza y brindé y bebí.
-La casera...- Dijo él.
- La casera.- dije yo- ¿Por cierto, ya se fue? ¿No dijo..., no dijo nada más? La verdad, casi nunca venía por acá, por eso nunca se me ocurrió decirle nada, a parte de que sólo me parecía un pequeño problema doméstico en al vecindad.
- Se fue poco después de llegar. Vio extrañada que la casa estaba limpia, y me entregó las llaves diciéndome que gracias a Dios la casa estaba bien, limpia, el agua funcionaba, y también la luz. Incluso había gas. Y me pidió que hiciese el favor de limpiar la escalera y el porche porque ella no tenía nadie ahora que le pudiese ayudar con eso.
- Bueno, pues ya le ayudo yo. Si me promete mantenerlo limpio, claro.
- No es necesario, - dijo con una sonrisa- Venga.

Se paró con aire enigmático y me invitó a pasar al interior de la casa. Le seguí en silencio, todavía con mi lata de cerveza en la mano, intrigado.

El piso estaba tal cual el lo había descrito: limpio, recogido. En el librero había unas revistas y unos libros desordenados, de esos que uno abandona cuando se va de casa, y yo que soy un coleccionista irredento de publicaciones impresas, me dirigí a inspeccionarlo. Había tomado un libro en mi mano derecha cuando él abrió una de las puertas del mueble contiguo y un ejército de botellas de licor vacías cayó a nuestros pies rodando por la sala. En silencio, continuó caminando por el pequeño departamento abriendo las puertas de los muebles para liberar de su encarcelamiento a los botes de champú vacíos, las gemelas de las botellas de cerveza del exterior, las fundas de basura, la ropa de cama arrebujada en el armario... por doquier el piso del departamento empezó a teñirse de color café botella cerveza (sobre todo) y negro de funda de basura. Yo acababa de contribuir al desastre derramando, boquiabierto, la poca cerveza que aún quedaba en mi lata.
Al entrar en uno de los cuartos vi la cama con un colchón de más (por suerte lo habían colocado encima de la única cama con su respectivo colchón). Mi nuevo vecino se paró con ademán de director de orquesta en el centro del cuarto y alzando un brazo-batuta dio un sonoro taconazo sobre la alfombra redonda que ocupaba el centro del cuarto y a la cual -acababa de darme cuenta- le habían salido jorobas. De pronto, una nube de tierra y polvo antediluviano nos envolvió, extendiéndose por todo el departamento, cubriendo mis labios labios húmedos por la cerveza y mi expresión de pánfilo asombrado y enfadado.
"Vecinas de mierda", pronuncié una vez más para mi interior.

El día del fin del mundo

El día del fin del mundo no se escuchó ningún trueno, nadie corrió despavoridamente por las calles buscando refugio, nadie se arrodilló en oración, nadie buscó siquiera un abrazo, una última cena en familia, un último beso. El día del fin del mundo llegó con la calma estática de la calima, se posó sobre los hombros de las personas, como estatuas inertes, olvidados trastos viejos en un desván sobre los que el polvo cae inexorablemente. El día del fin del mundo nos encontró cruzando la calle, con un ojo en el paso de cebra y nuestra mente en las palabras de los audífonos, nos encontró escribiendo en alguna oficina, bebiendo cafés si aroma, haciendo cola en los bancos, llenando carritos de supermercado, sentados plácidamente en una terraza sorbiendo un jugo; nos encontró juntos en la cama de algún cuarto una vez más, haciendo corazones en la arena y luciendo camisas nuevas en alguna discoteca; nos encontró hirviendo agua sucia en alguna casa de bloque y grietas; nos encontró gritándole a la vecina, maldiciendo nuestra buena-mala suerte, esgrimiendo argumentos políticos ante la televisión, arrojando basura a la calle o paseando por bosque de eucaliptos.

El día del fin del mundo no se escuchó ningún trueno. No tembló la tierra. Ningún perro corrió gimiendo a esconderse debajo de un carro. El día del fin del mundo, el tiempo se paró por dentro y cuando quisimos movernos, no encontramos ni lugar ni tiempo a donde ir. El día del fin del mundo éramos ilusamente felices, absortos y ausentes del tiempo del mundo, el día del fin del mundo. El día del fin del mundo sopló un suave viento que lentamente desmoronó nuestros cuerpos de estatuas silentes de arena, deshaciéndose felices el día del fin del mundo.

Cobardes

"Una protesta no es peligrosa mientras se quede en internet y no salte a las calles". Estas palabras, o unas muy similares, pronunciaba uno de los personajes no tan ficticios de El Informe Lucano II, de Susan George. Una aseveración bien real, en boca de muchos de los que jalan realmente de los hilos.

Hoy, mientras leo los comentarios de personas conocidas y anónimas en el facebook, en los diarios online, en twitter y en otros rincones de la web, leo entre líneas esta afirmación escrita hace unos años por Susan George y me estremezco al darme cuenta de la gigantesca prisión dorada en la nos hemos dejado encerrar, la falsa libertad que nos ha sido trocada por la verdadera libertad, de ese falso concepto de democracia que nos venden como etiqueta de un frasco con una fórmula secreta cuyos verdaderos ingredientes no nos pueden mostrar debido a alguna patente o alguna ley de copyright.

Vivimos en la era de la comunicación. La información es la moneda de cambio al uso. La nueva taquigrafía y los nuevos jeroglíficos de los celulares y las computadoras en nuevo lenguaje universal, y la red, una gran pizarra en blanco donde todo el mundo puede escribir su comentario, su artículo de opinión su protesta pública, sin casi censura alguna, para que todos la lean y puedan a su vez reaccionar de manera similar, en los mismos medios, y con los mismos métodos. La autopista de la red está en constante crecimiento: cada vez se extiende más la red vial, cada vez hay más tráfico, más velocidad: la gente comenta, la gente habla, la gente discute, la gente lee por encima las palabras de otra gente para reaccionar lo más rápido posible a la última palabra escrita, al último video o a la última foto: la velocidad es necesaria, como necesario es que todo el mundo pase unos segundos -sólo unos segundos, sólo los estrictamente necesarios-, para dejar su huella: su visto bueno, su aprobación o su desaprobación (en el fondo da lo mismo, lo que importa son las "visitas") para que el comentario o la publicación de alguien se haga más famoso y goce de unos minutos de gloria (y ya es mucho) en el mundo constantemente cambiante de las redes sociales. Un clic y hemos dejado nuestra huella. Un clic y hemos interactuado. Si ha sido nuestra voz la que se a expresado o no, no importa: no importa si hemos reaccionado al diálogo de la familia en la pantalla mural de aquel Fahrenheit 451, pues como en él, las respuestas ya estaban escritas y nosotros no somos más que marionetas de un teatro de títeres de hilos largos y enredados.

Después de interactuar, de contestar a los comentarios, de replicar nuestra protesta por doquier en la red, nos sentimos conformes. Hemos hecho algo grande. Hemos llegado a más personas que nunca, hemos comenzado algo. Estamos tan seguros de ello, que el resto de formas de comunicación e interacción social quedan totalmente aparta y son abandonadas poco a poco: necesitamos whatsapp y facebook 24 horas, periódicos actualizados al minuto en los cuales podamos dejar nuestra opinión a pie de página en tan sólo unos segundos: son los caminos indispensables para la protesta. Gracias a las nuevas tecnologías, a la red, por fin somos libres y podemos alcanzar a cualquiera en cuestión de segundos y hacer que, esas protestas anónimas se conviertan en causas globales: nuestro eco se repetirá de un confín a otro del planeta, y miles de amigos, seguidores y personas anónimas nos mostrarán su apoyo, nos darán su palmadita en la espalda, se unirán a nuestra protesta. Luego, cerraremos la ventana de nuestro ordenador, bajaremos la tapa del portátil y dormiremos satisfechos de nuestro avance. Mañana saldrá otro sol, mañana cuando el despertador marque las 6:30, o las 7:00, o las 8:000, nos levantaremos y con un clic volveremos a asomarnos a la ventana para ver como progresa nuestro reclamo. En alguna pantalla harán reflejo unos rayos de sol. Un ademán para correr la cortina o un pequeño cambio en el ángulo de la pantalla, un comentario quizá alusivo al sol de la mañana, y todo solucionado.

Me pregunto cuántos serán capaces de plantarle cara ese sol del reflejo, apartar las cortinas, abrir la ventana -esa otra ventana- y mirar más allá. Probablemente sentirán un escalofrío y un sudor frío: las calles desiertas, la incómoda realidad de darse cuenta de que están viviendo un cómodo mundo virtual, de que son terminales humanos conectados por wifi a un terminal informático resultará en el más grande los pánicos: un horrible mareo y sudor frío que les obligará a volver al su cómodo binario.

Pero la realidad está ahí: calles desiertas. Calles en las que nadie grita, o en las que los pocos que gritan son tan pocos que pronto se los tragará el ruido del tráfico aledaño, el smog y las hierbas de las aceras. Calles con gente que protesta por dentro que camina mirando al suelo, que viaja en bus absorto en libros -algunos realmente interesantes- siempre leyendo como autómatas, persiguiendo únicamente ser el campeón del trivial en la conversa o la cena de hoy: ¿A leído ud. a Ortega y Gasset? ¿No? Yo sí. ¿Y a Virigian Woolfe, a leído algún libro? ¿No? Yo si. ¿Y a Nietzche, a Kafka, a Kerouac? ¿Los ha leído? ¿No? Yo sí. Yo puedo recitar de memoria citas de mil autores, ejemplificar con ellas mil argumentos, dejar atónitos y convencidos a todos mis contertulios. Aplausos al final del discurso. Y cuando llegue a casa, cientos de posts en el facebook, cientos de fotos compartidas, likes y aplausos y más aplausos, de gente que estuvo, de gente que no estuvo pero tiene necesidad de hacerse oír.

Y mientras tanto, las calles siguen vacías. Y en alguna administración pública siguen los abusos y la corrupción, alguna empresa transnacional sigue sobornando a algún político a la par que explota y estafa a trabajadores y consumidores, la luz de las farolas del barrio sigue sin alumbrar las calles peligrosas en la noche, en la esquina los jóvenes con celular en la mano fuman y beben mientras miran videos de reaggeton absortos en su única realidad táctil, el transporte público sigue siendo un asco, el río está contaminado, y en alguna parte del planeta siguen las guerras, los atentados, las muertes. Todos están satisfechos. Esta noche el presidente a contestado a través de twitter, ha reaccionado condenando el video que conseguimos hacer viral, alguien se ha sentido incómodo en algún sitio, al menos durante los escasos minutos que le ha llevado escribir la réplica.

Mañana, cuando volvamos a sentirnos indignados, volveremos a mostrar nuestro rostro de queja, y cuando nos digan "haga ud. una queja por escrito y déjala en el buzón", cuando nos inviten a salir a la calle, a exigir y reclamar nuestros derechos, a declararnos en huelga o desobediencia arriesgando nuestro trabajo, nuestra vida acomodada, nuestra buena imagen; nos volveremos a orinar en los pantalones, miraremos al suelo y luego con un gesto de desaire correremos a casa, a la seguridad infalible y certera del internet donde haremos eco de nuestro desaire y nuestra protesta. Tenemos un millón de seguidores que nos harán sentir mejor. Y mañana, sí, mañana volverá a salir el sol. Esperemos que no se vaya la luz.

viernes, 18 de agosto de 2017

Divertimento en francés

Si te duele la cabeza
mírate a los pies:
si los tienes del revés
será que es estrés
o falta de caricias
o de un beso francés;
y si al derecho los ves,
hazles bailar claqué
y con vestido de plumas
buscate un Fred Astaire,
que te lleve a cenar con él,
que te sonría después,
y con reverencia te diga:
"Voulez vous danser,
cette nuit, dans la rivière
avec moi, modemoisselle?"