El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

sábado, 8 de septiembre de 2018

Fahreheit 451 2018

Ojalá esta entrada fuese una reseña nueva del libro de Ray Bradbury o de la pobre nueva adaptación cinematográfica hecha hace unos meses.
No es así. Este breve artículo habla de libros que arden, libros, arte, cultura que sigue ardiendo -literalmente- este 2018.

Hace cuántos, ¿60 años, 65? que Bradbury escribió esa novela distópica sobre un futuro sin libros en el que los bomberos se dedicaban a quemar libros y perseguir a los lectores. Era 1953, eran los años de la terrible caza de brujas liderada por el senador McCarthy en Estados Unidos, y el joven escritor de Illinoils alzaba la voz de poeta vestido de novela de ciencia ficción para advertir sobre los peligros de una sociedad que sucumbe a si misma autocensurada y prohibida por una parte de ella: bomberos que queman libros, estados que persiguen a ciudadanos por diferencias políticas; acciones directas contra las que todos alzamos ahora el dedo y la voz. Y otras veces, acciones silenciosas.
En 1993, con motivo del 40 aniversario de su novela, Bradbury escribía un postfacio en el que decía: No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol lo inundan todo a través de la Televisión, no se necesitan personas que prendan fuego a los libros y persigan al lector. Si la enseñanza primaria se disuelve a través de las grietas y de la ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo lo sabrá o a quién le importará?

Hoy, mientras veo las dantescas imágenes del museo Nacional de Río de Janeiro, y busco explicaciones, causas de esa tragedia, como policía, o como lector que aún no quiere aceptar lo sucedido, la novela de Ray Bradbury, y sus palabras en aquel aniversario de 1993 resuenan con fuerza en mis  oídos, veo las páginas pasar, las oigo crepitar al compás de unas llamas que no deberían estar ahí, que nadie vio llegar, que nadie vio encender, y que quizá, si quizá, encendimos todos.

No se hasta dónde son hechos probados, pero ya hay voces que hablan de falta de recursos e inversión como una de las causas del terrible incendio que ha acabado en cuestión de horas con gran parte del legado histórico, cultural y bibliográfico de Brasil y de la humanidad -sí, eran innumerables las obras de arte y objetos de otros países y culturas conservados en el museo de Río-, voces que hablan de un Estado que no invierte lo suficiente en cultura, en arte, en educación. Un Estado que tiene a sus ciudadanos bien distraídos hablando de graves problemas como crisis económicas, corrupción, violencia local, o terrorismo, que deja las riendas del país en manos de grandes corporaciones internacionales que embelesan las personas con sueños de riqueza y consumo, con reallities, novelas y sueños de protagonismo.

Veo hoy al Jefe de Bomberos Beatty bajo el rostro de los recortes en cultura, en arte, como también en salud o en educación. Una sutil pero eficaz manera de ir quemando libros "sin que nadie se entere", una manera subliminal de sumisión del pueblo, de los ciudadanos, que poco a poco olvidan y sólo aprenden aquello que otros quieren que aprendan. Una sutil y silenciosa manera de reescribir la historia, de re-dirigir la sociedad hacia un modelo donde sólo unos pocos conocen esa verdad, que poco a poco se torna en misterio, más tarde en mito, y después en una ficción para niños pequeños, hasta llegar al momento en que nadie, ni siquiera ellos, sepan dónde empezó todo.

Sólo interesa el presente. Y del presente, sólo el control del presente. Unos pocos mirando a través de la lente del Gran Hermano; cientos, miles, millones, moviéndose de manera uniforme, al son de una única canción compuesta para producir ese lento y orquestado movimiento.

Me pregunto si algún día quemarán la novela de Orwell, para que nadie ya sienta miedo -para mi es un ejemplo de literatura de terror-, ni rabia, ni satisfacción. Y quizá quemen a de Bradbury también. Quien sabe.

Alejandría en 48 a.C., el museo de historia de Irak bombardeado en la última y todavía latente guerra, las imágenes de los talibanes disparando a las estatuas de Buda en Afganistan, el incendio del Museo Nacional de Río de Janeiro y cientos ejemplos más, algunos muy, muy silencios, a través de la TV, de las escuelas, del sonido cortante y rápido de una firma sobre un papel en algún frío ministerio.

El sonido de la selva al temblar bajo el avance del petróleo. Se acerca Fahrenheit 451. Siento las llamas al pasar las páginas del libro y el fuego rodea mi rostro mientras camino por las salas silenciosas de mi museo, acá en la selva y miro los rostros tranquilos y sonrientes de los omaguas. Yo les recordaré. ¿Y ustedes? ¿Alguién algún día me creerá cuando hable de ellos? ¿O seré sin más un loco prisionero en un panóptico, hablando de vasijas y libros y cuadros que devoró el tiempo y el olvido?

Los hombres libro eran hombres libres.
Recuerden.

domingo, 2 de septiembre de 2018

Descerebrao

Descerebrado.
Sí, así te digo. Mira que me haces decir malas palabras. Claro que tú tienes la culpa por enseñármelas. Bueno, está bien, la mitad de la culpa. Reconozco que por filiación cultural ya sabía unas cuantas.

Pero una cosa no quita la otra. Qué ganas de gritarte descerebrado. ¿A quién, a ver, a quién voy a joder yo la paciencia ahora? ¿A esta silla vacía? Mira que eres: Te levantaste, te subiste a ese carro tuyo que suena como maracas desafinadas y ala, pie en el acelerador y autopista al cielo, pasando por delante de los milicos claro, que hay que guardar el protocolo.

En mi mente te veo estos días sonreír, feliz, interpretando esta última astracanada tuya. Y sonrío y parece que aún te veo ahí, siempre en tus trece, siempre pendiente de todos los demás, en el fondo más que de ti mismo (aunque como buen vasco no lo quieras reconocer) Modestia a parte, lo se. También me enseñaste eso: a intentar desaparecer de todas las fotos y todos los premios. Las buenas obras se hacen por que se sienten por dentro, y no hace falta nada más.

Bendita silla vacía. No soporto verla ahí, vacía a mi lado. Al final, con tu venia claro, me voy a sentar en ella. Y voy a gritar en la cocina que vuelvan a poner carne oye, porque ha sido irte tú y se han puesto a servir todo el pollo y el pescado del que te has librado todos estos años. Manda... no, no me vas a hacer decir más malas palabras. Esperemos no más que no cambien muchas más cosas, aunque en esta casa de locos como tú la llamabas, vete a saber.

No está tu carro, nadie insulta al gato famélico en la puerta del  comedor, la silla vacía,el periódico esperando que alguien lo lea... No me quiero poner sentimental, tampoco, pero si me siento un poco huérfano oye. ¿A quién voy a contar yo ahora los pormenores de la vida íntima de este museo y esta ciudad varada entre tres ríos? ¿A quién voy a mentar para poner orden a propios y extraños, y quién me va a pegar unos cariñosos jalones de orejas -o unos puyazos-?

Que se te echa de menos, reverendo. Y que sí, que sé que tengo que dejar de ser tan malo (bueno sólo un poco, sí) y que haga lo que haga, siempre estarás ahí arriba, sentado en un sillón, mirándonos sonriente y susurrándome:
- "Descerebrado".