El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

sábado, 19 de agosto de 2017

El día del fin del mundo

El día del fin del mundo no se escuchó ningún trueno, nadie corrió despavoridamente por las calles buscando refugio, nadie se arrodilló en oración, nadie buscó siquiera un abrazo, una última cena en familia, un último beso. El día del fin del mundo llegó con la calma estática de la calima, se posó sobre los hombros de las personas, como estatuas inertes, olvidados trastos viejos en un desván sobre los que el polvo cae inexorablemente. El día del fin del mundo nos encontró cruzando la calle, con un ojo en el paso de cebra y nuestra mente en las palabras de los audífonos, nos encontró escribiendo en alguna oficina, bebiendo cafés si aroma, haciendo cola en los bancos, llenando carritos de supermercado, sentados plácidamente en una terraza sorbiendo un jugo; nos encontró juntos en la cama de algún cuarto una vez más, haciendo corazones en la arena y luciendo camisas nuevas en alguna discoteca; nos encontró hirviendo agua sucia en alguna casa de bloque y grietas; nos encontró gritándole a la vecina, maldiciendo nuestra buena-mala suerte, esgrimiendo argumentos políticos ante la televisión, arrojando basura a la calle o paseando por bosque de eucaliptos.

El día del fin del mundo no se escuchó ningún trueno. No tembló la tierra. Ningún perro corrió gimiendo a esconderse debajo de un carro. El día del fin del mundo, el tiempo se paró por dentro y cuando quisimos movernos, no encontramos ni lugar ni tiempo a donde ir. El día del fin del mundo éramos ilusamente felices, absortos y ausentes del tiempo del mundo, el día del fin del mundo. El día del fin del mundo sopló un suave viento que lentamente desmoronó nuestros cuerpos de estatuas silentes de arena, deshaciéndose felices el día del fin del mundo.

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