El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

jueves, 31 de agosto de 2017

Quilotoa

El Quilotoa es el cráter de un volcán activo en los andes ecuatorianos cuyo interior alberga una de las hermosas lagunas que haya creado la naturaleza. El paisaje es realmente maravilloso: el color verde-azulado de sus aguas, los riscos dentelleados que rodean en cráter, junto con la vegetación que se mezcla con el gris de la roca y la tierra amarilla, hacen de la vista de la laguna algo especial. No es raro que el lugar sea objeto de multitud de leyendas y mitos y que atraiga a miles de turistas al año. Llegar hasta el páramo en que se encuentra, asomarse al mirador, dejarse atrapar por la magia y la belleza del paisaje es algo único. Después, descender el kilómetro y medio por la ladera hasta la laguna en el centro del cráter, donde uno, recuperado el aliento puede pasar, acampar, remar un rato en kayak y hacer senderismo si el corazón y los pulmones se lo permiten, es también una experiencia que merece la pena, pues además de estar en un sitio único y mágico está uno totalmente aislado del mundo convencional: hay algo mágico en estos rincones de los andes, lo reconozco. La subida de vuelta al borde cráter, eso sí, sacará el aire y todas las fuerzas a más de uno, pues subir de los 3.500 a los 3.800 metros por un empinado camino de arena durante más de un km. y medio no es para todo el mundo; no en vano los indígenas kichwa que viven del turismo en la laguna, ofrecen a los visitantes la posibilidad de subir a caballo.

Pero si de algo se me antoja el Quilotoa es además de oasis. Nadie llega a repostar ahí, no creo siquiera que sus aguas sean potables, pero en la desolación del páramo, el Quilotoa es un oasis para la vista y el alma. Uno se siente reconfortado realmente cuando llega y contempla el mágico paisaje.

Y es que llegar hasta allí es descorazonador. Después de dejar la bulliciosa ciudad de Latacunga, que, al margen del simpático centro colonial de la ciudad, se antoja como ciudad ruidosa, sucia y desordenada, uno comienza el ascenso hacia el páramo andino. La magia de los nombres en kichwa de los pueblos y parroquias se va tiñendo del amarillo de la escasa vegetación en forma de pasto que puebla estas alturas de la cordillera: altiplanos donde no crece otra cosa que este pasto, oradados por quebradas seas talladas por el viendo y por algún torrente turbio alguna vez al año, un cielo casi siempre plomizo salpicado por casas donde únicamente algún vecino con el rostro curtido parece inquerir al dios del tiempo sobre el significado de la vida en una larga, larga espera.

No me explico cómo alguien puede haber querido ir a vivir a los páramos de esta provincia ecuatoriana de Cotopaxi. Es desolador, descorazonador. Los colores apagados, los rostros ceñudos, los cuerpos pequeños cubiertos de sombreros y ponchos, casi como con miedo de mirar al cielo. La nada y el tiempo eterno esperando ¿qué? Y el frío, el viento helado, las noches heladas, el viento que corta las venas y que invita a escapar porque no hay dónde esconderse de él.

Los tours al Quilotoa son de ida y vuelta en el día. Sólo algunos valientes se atreven a quedarse en algunas de las hosterias que gracias al apoyo de algún proyecto de cooperación internacional al desarrollo se han construido en el pequeño pueblo de una docena de casas que vive al pie del mirador del volcán supongo que exclusivamente atendiendo a las decenas de turistas que cada día llegan hasta allí. Quedarse a dormir implica otra realidad. Una realidad que habla de los mochileros de diversas partes del mundo que han llegado hasta el páramo buscando el mito mágico del Quilotoa, pero también una realidad escrita en lenguas incáicas en los rostros y en los ponchos y en los andares de los kichwas del lugar; una realidad que al principio atrae y después inquieta, convirtiendo las hosterias en un fenómeno sociológico o antropológico más, o en un inquietante misterio para los que se quedan a contar las estrellas sobre el Quilotoa y acaban contando también los minutos.

Es como si años de sometimiento colonial y postcolonial aún tuviesen aprisionados a los indígenas del lugar, como si la fuerza de los andes y el páramo ejerciese una fuerza especial sobre ellos: los proyectos turísticos han ejercido cierto intento de liberación -de conversión al mundo occidental- pero continua la picaresca, el rebusque, el vivir al día que se mezcla entre las nuevas formas adquiridas y una tradición que supongo guardan de puertas a dentro de sus ponchos y que los jóvenes, vestidos con el sincretismo de sombrero de alpaka y ipod ya no entienden.

Cuando a la mañana siguiente la lluvia despierta el cuarto ya frío con las últimas ascuas de la estufa apagadas, y hace que la ropa húmeda se pegue al cuerpo caliente, una inercia lenta le hace a uno levantarse y caminar: hacia afuera, hacia abajo, hacia la carretera y el bus que conduce lejos del páramo, hacia ese lugar donde los colores apagados se teñirán quizá no de color, pero sí por lo menos del ruido y el bullicio de un mundo que con todos sus contrastes nos acompaña y nos rompe esa sensación tan apabullante de soledad y vacío andino.

Volveré al Quilotoa, estoy seguro. Volveré a buscarme en la magia del reflejo en sus aguas en ese lugar idílico, diamante tallado en medio de los andes; y volveré a preguntarme también que esconden esos rostros curtidos escondidos entre sombreros y ponchos: qué anhelan, qué esperan, que buscan en el horizonte vacío del páramo.

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