No es que fuesen groseras, de esas vecinas que no saludan, que le miran a uno con cara de perro, no. Tampoco es fuesen de esas vecinas continuamente de fiesta, con música alta e invitados todas las noches, ni siquiera eran de esas descuidadas que se dejaban la puerta del portal abierta (alguna vez, de vez en cuando, cometían ese pequeño desliz, algo normal en todos), o que parecían siempre trasnochadas y con cara de cuidarse poco. No, iban siempre bien vestidas, sonrientes, daban los buenos días y siempre estaban dispuestas a ayudar, siempre invitaban a cenar, o a compartir una cerveza. Eran en todos esos sentidos unas vecinas normales. Si uno les miraba a los ojos se enamoraba. Luego un bajaba la vista al piso y el amor desaparecía por los suelos...
Abrías la puerta y comenzaba el concierto: un tintineo de decenas de botellas de cerveza vacías, altas, regordetas, rubias, oscuras, verdes, rodaban por el rellano de la escalera hasta la calle como fichas de dominó colocadas estratégicamente o más bien como bolos tontos sin equilibro. Uno no podía evitar al principio agacharse para recogerlas y evitar que se fueran rodando escalera abajo y se hicieran quizá añicos, después, con el paso del tiempo empezaba a acostumbrarse a ese improvisado timbre de salida y las apartaba con desdén con un pie mientras salía y cerraba la casa para irse a trabajar.
Las botellas en el piso del rellano de la escalera, y en el porche, en el porche las macetas convertidas en improvisados cactus-cenicero, la mesa cubierta de mil salsas resecas y ceniza de mil cigarros, y sobre la maceta más grande y en un rincón de la escalera, varias fundas de basura, pestilentes unas, intrigantes otras, esperando a que algún misterioso ángel alado las bajase hasta la calle. Y cuando uno levantaba la vista después de coger la bolsa de basura ancestral, recalaba en el hermoso paisaje de la ciudad, visto a través de la sensual transparencia de un mar de blusas, bragas y sostenes que se balanceaban continuamente a la lluvia y al sol.
- ¿Acaso no le da vergüenza?
Sobresaltado, regresé a la realidad. De pronto no había un mar de ropa interior ante mi, y recordé que las vecinas se habían ido. En su lugar, la cara enfadada de la casera me miraba con furia; el resto seguía ahí: las botellas, las fundas de basura, la mesa hecha un asco.
- Señora eso no es mío. - Contesté con desdén. - Pregunte a las vecinas.
- ¡Pero qué dice! ¡Si se fueron hace 15 días! ¡Vaya cara que tiene ud.!
- La mía, mí cara. Toda esa mierda no es mía.
Contesté con tanta sinceridad y tanta seriedad que la casera se quedó mirándome con ojos de incrédula convencida. Continué sin hacerle más caso mi camino, dando los buenos días a alguien que parecía ser el nuevo inquilino.
- Póngase mascarilla y guantes.- le dije con sorna mientras salía a la calle y me perdía en mi día a día.
Regresé a casa ya cuando caía la tarde. Cuando subí las escaleras, algunas polillas revoloteaban divertidas alrededor del farol del porche. Allí, con la puerta de casa abierta de par en par y unos cuantos cartones en la entrada, estaba el nuevo inquilino, sentado sobre una de las sillas plásticas apoyado en la mesa tapizada con salsas, con guantes y una mascarilla recogida en el cuello, tomándose una cerveza en lata. Tenía rostro, no sabría decir bien, entre preocupado, enfadado y cansado. Le saludé con aire indeciso y mientras giraba la llave en la puerta de mi casa, no lo pude resistir y le pregunté:
- ¿Qué tal todo?.
Alzó la mirada me sonrió sarcásticamente. Me di cuentan entonces de que había recogido todo el ejército de botellas vacías en un cartón y lo había bajado hasta la calle junto con las fundas de basura. Por primera vez en meses se veía la totalidad del suelo de porche. Incluso parecía más grande.
Me hizo un ademán invitándome a una cerveza y me senté con él, no sin antes inspeccionar la silla (le habían pasado un trapo por fin) y dejando temeroso mi mochila sobre la mesa. Abrí la lata y bebí un sorbo cerrando los ojos. Cuando los abrí, él me miraba fijamente. Quería decir algo, pero no sabía por donde empezar, así que empecé yo.
- ¿Le vinieron bien los guantes y la mascarilla, no?
Él pegó una sonora carcajada y dejó la cerveza sobre la mesa.
- ¿Sabe? -me dijo-. En realidad no está tan sucio. Han barrido, trapeado. La cocina esta reluciente, la refrigeradora vacía y limpia, no huele mal. Han dejado el baño limpio también, han echado cloro en el inodoro y los cuartos están también más o menos limpios. Sí, hay telas de araña aquí y allá, y hay que limpiar el polvo a los muebles, lavar las cortinas... pero poco más.
- ¡No me diga! -contesté con fingido asombro- y bebí cerveza guardando silencio.
- Sí-. Contestó secamente. Era mi turno y espera un discurso más largo de mi parte así que me enjuagué la boca con cerveza y comencé.
- Sabe, en realidad no eran malas vecinas. En realidad, creo que hasta eran simpáticas. No me relacionaba mucho con ellas, porque creo que no teníamos mucho en común. Al principio me invitaron a alguna cena, a alguna fiesta y acepté, luego cada cual hizo su vida. De esas fiestas hace ya más de un año, y sí, es verdad, recuerdo el apartamento arreglado, limpio. Algún colchó por el piso a veces, para algún huésped, y al mesa de la sala con libros y cuadernos desordenados, pero poco más.
- Un colchó de más si que hay.- Dijo él interrumpiéndome. -Siga, siga.-
- Pues eso, que la casa la vi siempre más o menos limpia. Se ve que eran unas desidiosas de puertas para afuera.
- ¿Y usted nunca limpió, nunca ocupó este porche?
- Al principio, sí. Y alguna vez lo limpié, saqué toda esta mugre y basura. Luego, empecé a hacer más vida fuera de casa, empecé a llegar a casa casi únicamente a dormir y dejé de ocupar el porche. Recuerdo un amigo que me decía hace unos meses que recuperase este espacio para poder volver a sentarnos acá a tomar cerveza, apoyados en la barandilla sin miedo a botar al piso alguna tanga o algún brasier, pero no lo hice. Me seguí mordiendo la lengua esperando a ver si el crecimiento del nivel de basura les hacía reaccionar. Tampoco funcionó. Supongo que debí llamar a sanidad pública, jaja. O a la casera.
Alcé la lata de cerveza y brindé y bebí.
-La casera...- Dijo él.
- La casera.- dije yo- ¿Por cierto, ya se fue? ¿No dijo..., no dijo nada más? La verdad, casi nunca venía por acá, por eso nunca se me ocurrió decirle nada, a parte de que sólo me parecía un pequeño problema doméstico en al vecindad.
- Se fue poco después de llegar. Vio extrañada que la casa estaba limpia, y me entregó las llaves diciéndome que gracias a Dios la casa estaba bien, limpia, el agua funcionaba, y también la luz. Incluso había gas. Y me pidió que hiciese el favor de limpiar la escalera y el porche porque ella no tenía nadie ahora que le pudiese ayudar con eso.
- Bueno, pues ya le ayudo yo. Si me promete mantenerlo limpio, claro.
- No es necesario, - dijo con una sonrisa- Venga.
Se paró con aire enigmático y me invitó a pasar al interior de la casa. Le seguí en silencio, todavía con mi lata de cerveza en la mano, intrigado.
El piso estaba tal cual el lo había descrito: limpio, recogido. En el librero había unas revistas y unos libros desordenados, de esos que uno abandona cuando se va de casa, y yo que soy un coleccionista irredento de publicaciones impresas, me dirigí a inspeccionarlo. Había tomado un libro en mi mano derecha cuando él abrió una de las puertas del mueble contiguo y un ejército de botellas de licor vacías cayó a nuestros pies rodando por la sala. En silencio, continuó caminando por el pequeño departamento abriendo las puertas de los muebles para liberar de su encarcelamiento a los botes de champú vacíos, las gemelas de las botellas de cerveza del exterior, las fundas de basura, la ropa de cama arrebujada en el armario... por doquier el piso del departamento empezó a teñirse de color café botella cerveza (sobre todo) y negro de funda de basura. Yo acababa de contribuir al desastre derramando, boquiabierto, la poca cerveza que aún quedaba en mi lata.
Al entrar en uno de los cuartos vi la cama con un colchón de más (por suerte lo habían colocado encima de la única cama con su respectivo colchón). Mi nuevo vecino se paró con ademán de director de orquesta en el centro del cuarto y alzando un brazo-batuta dio un sonoro taconazo sobre la alfombra redonda que ocupaba el centro del cuarto y a la cual -acababa de darme cuenta- le habían salido jorobas. De pronto, una nube de tierra y polvo antediluviano nos envolvió, extendiéndose por todo el departamento, cubriendo mis labios labios húmedos por la cerveza y mi expresión de pánfilo asombrado y enfadado.
"Vecinas de mierda", pronuncié una vez más para mi interior.
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