Tres años, sí, se dice pronto, tres años.
O por lo menos, tres o cuatro intentos. Ya perdí la cuenta.
Ese ha sido el tiempo que me ha tomado lograr la visa de residente acá en Ecuador. No voy relatar acá todo el proceso, no es algo apasionante, más bien desesperante a ratos diría yo, y la demora se debe seguro a una parte de mala suerte y otra parte de sorna burocrática: cambio de leyes, cambio de encargados, papeles que faltan, papeles que no están en los requisitos pero deben estar entre la documentación presentada, papeles que se pierden, días hábiles que no son tan hábiles... Todo un maremagnum, un torbellino de papeles, de idas y venidas, muchas veces sin saber si por fin se había fijado un rumbo definitivo.
Ahora, después de haber conseguido llegar al final, y de ver mi visa plasmada en el pasaporte y la cédula en la billetera, sonrío con cierto alivio y echo la vista atrás intentando recordar todos los vericuetos de este laberinto que por fin tuvo salida.
Debo reconocer, no obstante, que nunca me sentí perdido, o desamparado, o desesperado. Nunca me he sentido emigrante, extraño fuera de mi país. Yo tuve la suerte de venirme "porque me dio la gana", no me echó ninguna crisis, ninguna guerra, ninguna situación angustiosa, de esas que no deberían existir, que obligan a tantas y tantas personas a abandonar su país y comenzar de nuevo la vida en una tierra lejana que no conocen. Aún así, aunque como misionero siempre he tenido la suerte de sentirme arropado, seguro, acompañado, siempre con la familia cercana y presente, con amigos cerca y lejos, y aunque la gente anónima de este país siempre ha sido muy amable, no puedo sino solidarizarme y pensar en toda la pobre gente, acá y allá, en Ecuador, antes -y quizá todavía- en España, en los inmigrantes con y sobre todo sin papeles que lo arriesgan todo, expulsados por la vida, rechazados por esa otra nueva vida, intentando encontrar un lugar donde sembrar sus añoranzas y penas, intentado obtener ese papel que les diga quién son y dónde pueden estar, aunque en su fuero interno lo sepan muy bien, y como muchos no entienda qué es eso de las fronteras en un mundo que tan pronto se hace tan pequeño y hermano como a la vez inabarcable e inhóspito.
¡Qué duro tener que depender de un papel para poder ser!
Hoy más que nunca, miro a través de mi ventana, dejo a mi mente volar más allá de los edificios de esta enorme ciudad, busco a esos ojos que buscan amparo y prometo, con fuerza, en el fondo de mi corazón, no cerrar nunca la puerta de mi casa, de mi alma al desamparado.
No hará falta nunca un papel para entrar en mi casa. Y juntos, de la mano, juntaremos todos los papeles, en un collage que dará color y forma a nuestras vidas, vidas lejanas, vidas de hermanos y hermanas, sin pasaporte, sin sellos, sin fronteras.
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