Escrito el martes, 26 de noviembre, en Puerto Libre, Sucumbíos, mientras caía la tarde. Transcrito a máquina ahora que vuelvo al ruido de la ciudad y de las redes virtuales.
Anoche en la espesura de la niebla que se pegaba a los edificios del norte de Quito, me embarqué una vez más en un bus rumbo al oriente. La fría y oscura noche ocultaba de mi vista la tortuosa carretera, los pueblos dormidos, casi muertos, a altas horas de la madrugada, los fríos páramos que cruzaría para amanecer en la verde amazonía.
Un viaje para mi ya rutinario, y s in embargo cargado de nuevo de cierto misterio, magia, misticismo, y esa adrenalina que infunde la aventura.
Mi compañero de viaje esta vez fue el libro Viaje al Río Napo (CICAME/ Fundación Alejandro Labaka, 2009) del misionero capuchino Juan Santos Ortiz de Villalba, unas páginas cargadas de nostalgia refundida con la magia del poeta: unos recuerdos de una selva que fue, que ya no es, que de algún modo sigue siendo.
Según pasaba las páginas del libro y acompañaba a sus dos protagonistas en su periplo hacia el oriente hace décadas, yo mismo me veía protagonista de esos mismos paisajes y gentes, y, según discurría por esos mismos parajes, la magia del del relato y de la noche hacía que perdiesen su coetaniedad y se formaran ante mis ojos tal y como eran cuando, hace 50 años, dos jóvenes misioneros arriesgaban sus vidas cruzando los andes, por imposibles carreteras y en imposibles condiciones para llegar a esa amazonía, entonces llena de misterio, entonces aún desconocida en casi su totalidad por los ojos del hombre blanco.
Es sin duda la magia del relato lo que le ha dado de nuevo ese algo misterioso y especial a el viaje de anoche, y es ese relato el que me ha hecho redescubrir en lo común y cotidiano de esta verde selva que hoy en día cada vez pare menos selva y cada vez pierde más su misterio y aventura, la magia, la vida de lucha y de sufrimiento de sus gentes de hoy, que tanto tienen que ver con las de antes: los comedores, los vendedores, las paupérrimas casas de los campesinos, la desesperanza y las ganas incansables de luchar y de vivir de estas gentes desarraigadas trabajando en un pulso eterno con una tierra, una naturaleza que no entienden. Y los rostros, sí, sobre todo los rostros de esos niños: hoy con uniforme, regresando de la escuela, cargando sueños de niños, desvaneciéndose ene sas casas, ese paisaje selvático-humano, esas vidas que les ha tocado vivir que en el fondo tan poco han cambiado en todos estos años; esa mirada, ingenua, cariñosa, llena de esperanza, anhelo de un mundo distinto que quizá nunca sea.
Unos rostros tostados por el sol, unos ojos vivos de brillante negro azabache, un rostro nuevo aún, vivo aún, esperanzado aún, en un mar de verde selva, aún.
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