Las grietas en la vereda de cemento semejaban una rayuela caprichosa y enredada. Vestida con el calentador y la sudadera gris, con la mochila del colegio a sus espaldas, saltaba intentando completar el intrincado juego de la vereda, sin saltarse ninguna de las reglas que la maestra les había enseñado en la mañana.
Se escuchó un chirrido acompañado del sonido de unas puertas hidráulicas al abrirse. De pronto, una luz blanca iluminó la vereda y la marquesina de la parada del bus.
-¡Apúrese!
Azorada, interrumpió su juego y subió al bus siguiendo a su madre. Se sentó en la carcasa de la caja de cambios, cerca del conductor y dirigió una mirada perdida al interior del bus mientras su madre comenzaba el discurso de todas las tardes, de todas las noches, de todos los días y a continuación pasaba por los asientos ofreciendo su producto, recogiendo algunas monedas.
Para ella era ya algo normal: cargar su lunchera todos los días, almorzar la fría comida a la salida del colegio sentada en las gradas de la cancha cubierta, mientras decía adiós a sus compañeros y esperaba a que llegase el bus. Mamá aparecía entonces, gritando uno de sus "apúrese", cogiéndola de un brazo y ayudándola a recoger rápidamente su lunchera y coger su mochila. Ella apuraba el último bocado mientras esperaban a que llegase el siguiente bus. Transcurría entonces en un viaje frenético y lento a la vez a través de distintas calles de la ciudad, acompañando a mamá, a veces ayudándola a cargar la funda de las agujas y los hilos de coser de colores, o a recoger las monedas entre la gente, cuando el bus estaba lleno y había suerte con las ventas. Subirse a un bus, hacer la venta, recoger monedas, bajar en la siguiente parada, o en una buena esquina, y esperar, escuchar a mamá conversar las mismas frases sobre lo poco que se vende con los mismos vendedores, y subirse de nuevo a otro bus, y bajarse de nuevo unas manzanas más lejos, recorriendo la ciudad intentando ganar la carrera al sol, hasta que una vez más caía la noche y, perdida un día más la carrera, arañaban las monedas de los últimos buses camino de casa.
Así eran todas y cada una de las tardes de su semana, de lunes a viernes, a veces también el fin de semana, cuando papá hacía horas extra o su hermano mayor había quedado con sus amigos y se iba toda la tarde. Ella fruncía el ceño entonces, y aceptaba a regañadientes las palabras de su madre:
- Ya sabe que no puede quedarse sola en casa, no es seguro. Vamos, apúrese.
No se lo reprochaba a su hermano. Había días -era imposible saber cuáles-, en los que su hermano salía antes del trabajo, y pasaba por el colegio, y con una sonrisa en la cara decía "hola enana", le cogía de la mano y se echaba su mochila al hombro o se la intentaba poner mientras ella le pegaba con cariño y le gritaba "¡que me la rompes, bruto!", y juntos de la mano corrían hasta el parque, subían a los columpios, se tumbaban un rato a observar las nubes moverse, las hojas en los árboles bailando sobre ellos, hasta que el decía ¡vamos! y comenzaba una carrera hasta la esquina donde para el bus. Algunos días, si había suerte y sobraba alguna moneda, compartían un choclo con queso, sentados en el bus, camino de casa, donde su hermano se sentaría con ella, ayudándola a hacer los deberes, con un ojo en el cuaderno y otro en la pantalla del televisor, mirando una de esas estúpidas películas de peleas que ella no entendía.
Pero hoy no había sido uno de esos días mágicos con sorpresa a la salida del colegio. Hoy era un día más, común y corriente. Un brusco frenazo la saco de sus pensamientos.
-¡Apúrese hijita!
Mamá bajaba del bus jalándola de un brazo. En la parada, junto a ellas bajan o subían personas que vestían elegante, con traje, con hermosas faldas y chaquetas, bien vestidas y arregladas, conversando por sus celulares, soltando alguna que otra palabra rápida entre sí, algún adiós o hasta mañana pronunciado casi al viento. La enorme plaza estaba desierta, flanqueada por altos e imponentes edificios a un costado y por dos amplias avenidas a los otros, a través de las cuales desfilaba un frenético mar de luces de autos, perdiéndose en la inmensa oscuridad de la ciudad que se extendía a lo lejos. El cielo negro de la ciudad nunca dejaba ver las estrellas, que ella sólo conocía por los libros del colegio, y la luz amarilla de las farolas impregnaba de cierto aire especial la plaza.
"¿Será así la luz de las estrellas, centelleante y diáfana, amarilla y fría como la de las farolas?", se preguntaba mientras giraba sobre si misma dando vueltas por la plaza, con los brazos abiertos intentando atrapar la luz y las sombras de las farolas.
Mamá se había sentado bajo la marquesina del bus y conversaba con otro vendedor mientras la observaba de reojo. Mareada pero divertida por su mareo, se dejó caer suavemente contra el poste de una de las farolas y dejó que la suave brisa le apartase el pelo de la cara. Respiró hondo y dejó salir el aire sin ganas. Aquella era la última parada. El próximo bus les llevaría a casa, subiendo el cerro, dando tumbos por las calles mal adoquinas de un barrio que nadie planificó, que era ciudad sin serlo.
Aunque estaba cansada de su trajín de buses y vendedores, y pasajeros empujándose, subiendo, bajando, siempre parada, agarrada de una fría barra de metal toda la tarde, el pensamiento del pronto retorno a casa tampoco la descansaba y animaba. Poco la esperaba en casa: algo de cena, y el cansancio, el cansancio de todos los días.
No conocía otras vidas, no sabía cómo vivirían sus compañeras de colegio, pero no podía preguntarse porqué ellas no acompañaban a su madre en el bus todas las tardes, y se iban directos a casa; o quizá sí lo hacían, sí acompañaban a sus padres y madres en sus trabajos, quizá... Quizá en algún lugar la vida sí era como en los libros del colegio, sí debía ser así. O como en los cuentos que leía en el colegio o en alguna de esas películas sin peleas que su hermano traía a casa cuando se acordaba de ella.
Observaba desde lejos a esas gentes bien vestidas esperando el bus, desapareciendo en el interior de buses iluminados por resplandecientes luces blancas. Sí seguro que ellos vivían como vivía la gente en los libros del colegio y en la televisión, en casa con paredes pintadas de lindos colores, de suaves suelos con alfombras o brillantes baldosas, en grandes y cómodas y mullidas camas, arropados con suaves cobijas, dulcemente, sin temor de que el viento se colase por las rendijas de la venta o por algún vidrio roto trayendo sueños de gripe.
Quería verse en los ojos y en la piel de esa gente, cambiar su vida por la de ellos quizá, sí, o no. Siempre dudaba. Si observaba detenidamente las caras de esas personas, debajo de las risas, del maquillaje, de los relucientes celulares, podía ver la misma cara de cansancio y de desánimo que tenía ella misma todos los días. ¿Cómo podía ser?
Con la rabia de la incomprensión alzó su cara al aire, y desafiante al viento y al mundo, echó a correr por la plaza, atrapando luces y sombras, persiguiendo vívidas polillas y centelleantes luciérnagas que rodeándola, la hacía mezclarse con las rápidas luces de los autos, que brillaban ahora como las estrellas de la vía láctea, aún con más fuerza que en los libros, y ella, envuelta en polvo de estrellas y hadas, con alas suaves y frágiles de polilla, volaba alto, bien alto, más alto que las luces de las farolas, más alto que los edificios de la ciudad, y atravesaba el negro cielo, hacía un lugar donde no había cuestas pedregosas en las calles, no había charcos ni frías lluvias de invierno, donde las casas eran todas sencillas, pequeñas y sencillas, pero la comida siempre sabrosa y siempre caliente, y donde las mamás llevaban a sus hijas al parque, donde no había gentes elegantes y tristes esperando el bus, y en el cielo siempre brillaba una enorme luna rodeada de estrellas.
Camino de casa se quedó adormecida en el traqueteo del bus. Somnolienta y cansada, comió sin ganas la cena y se sentó en la mesa, iluminada por un diáfano foco y la luz del televisor al fondo, a hacer los deberes. Los números del cuaderno de matemáticas se le hacían hoy más fríos e incomprensibles que nunca. Su mano comenzó a dibujar mágicas polillas que caían desde las divisiones de dos cifras, centelleando en un mundo distinto, en el que no importan los números y todo se multiplica como los panes y los peces.
Mamá la encontró dormida sobre la mesa. Con una mirada tierna y triste a la vez, le sacó con suavidad el lápiz de entre los dedos, cerró el cuaderno de matemáticas y la llevó a la cama, arropándola bien y dejándole la sudadera del chándal puesta: esta noche iba a hacer frío.
1 comentario:
Gracias por éste cuento
de navidad
que no solo es cuento
sino realidad ...
Gracias por transformar en palabras tu observación tan nítida...
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