El día amaneció completamente primaveral. El cielo, casi completamente despejado, mostraba un sol radiante, con unos rayos rejuvenecidos que calentaban agradablemente la mañana. Las flores del jardín parecían sonreír llenas de alegría ante el nuevo sol, pájaros cantando desde los árboles daban los buenos días y revoloteaban por doquier. La chaqueta quedaba abandonada encima de la cama, y con una camisa fresca, sin nada más sobre los hombros, salía de casa contento, sintiendo ese frescor de mayo en el pecho mientra el cálido sol le calentaba los huesos.
A las 11 de la mañana el frescor de la mañana se había evaporado completamente, derrotado ante un sol de cien fuegos que convertía el asfalto de la ciudad en una verdadera parrilla, aumentando aún más la sensación térmica. La marquesina de hierro y cinc de la parada del bus restallaba sobre las cabezas de los viajeros que intentaban esconderse del sol justiciero del recién llegado mes de agosto, indecisos a la hora de subirse a un bus que se les antojaba como un horno en dirección al infierno, buscando en la infinitud de la larga avenida ese viento fresco o la singular estampa del sudoroso vendedor de agua y colas heladas.
Unas horas más tarde, hacia las 2 de la tarde, unas negras nubes, asomándose en el horizonte, amenazaban con poner un rápido fin al breve verano. La profecía no se equivocó. Como si se avecinase un apocalipsis, la ciudad se oscureció de pronto bajo un cielo negro y un viento enfurecido comenzó a soplar, arrancando las perennes hojas de los árboles, acallando pájaros e insectos, y enloqueciendo el tráfico y haciendo a la gente correr por las calles intentando llegar a salvo a casa o a algún lugar resguardado.
En pocos minutos, una fría y despiadada lluvia caía sobre la ciudad, arañando la piel de los desprevenidos, golpeando como si se tratase de metralla los techos de cinc y las azoteas de las casas, formando rápidos turbiones en las calles que arrastraban papeles y hojas y basuras hacia alcantarillas anegadas.
La tempestad a penas duró 2 horas. Pasado el aguacero, la ciudad permanecía en silencio, temerosa de retomar ritmo de su latir diario, entumecida bajo un cielo gris, recorrida por un aire frío, viendo caer frías gotas de agua de lluvia desde las hojas de los pocos árboles, desde las cornisas y los carcomidos canalones, al mismo tiempo que caía la noche, como un apagón programado, sumiendo a la ciudad en una fría y repentina oscuridad de invierno. La gente, salía de sus trabajos escondiendo el rostro entre las solapas de unas chaquetas que apenas lograban engañar al frío, caminando presurosa hacia el calor de un bus o de su cercano hogar, pensando en un té caliente, deseosos de volver a sentir sobre su cuerpo el suave calor de un jersey de lana de alpaca.
Así de loco es el clima a 2.800 metros de altura, en el norte de esta ciudad de Quito, un mes de diciembre.
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