Me fuí de Lago rápido, el mismo día que acabé mi trabajo allí, porque los días de espera se me hacían eternos en esa tierra verde, y ahora se me hacen eternos los días de espera en esta ciudad. El tiempo pasa lento para mí y sin embargo la gente corre de un lado para otro por las calles de Quito. Creo que aún arrastro conmigo parte de esa tranquilidad, ese dejarse llevar del día a día, sin prisas, siempre tranquilos y despreocupados, de la gente del oriente. Me paseo tranquilo por las calles de esta ciudad, visito museos e iglesias, y miro el reloj y compruebo que sigo sin conseguir matar el tiempo de una vez por todas.
Cúando llegará el sábado, me digo una y otra vez. Cúando. No es que esté a disgusto aquí, pero algo me incomoda. Quiero partir y no puedo. El día está fijado y me toca esperar a que llegue.
Leo, pienso, paseo, escribo. Espero. Intento distraerme pero no puedo. Estoy varado en tránsito y mi mente no descansa tranquila y no me deja expresar bien mis pensamientos. Y empieza a faltarme la actividad que avandoné en el oriente. Y también alguien con quien compartir las penas y alegrías del día a día, alguien con quien compartir la espera. Es dificil estar sólo y esperando.
The waiting is the hardest part, dice la canción.
Así es. Duro. Dificil. Una prueba más de la vida, supongo. Una lección más que aprender: vive el último minuto a cien, descansa lo estrictamente neceario, y busca compañía. No camines solo.
Para los indígenas el hombre que vive y anda solo es algo inconcedible. El gurpo humano es lo único válido y necesario.
Cúanta sabiduría hay en esos valores ancestrales que nos empeñamos en tapar y olvidar con valores y normas nuevas, constuídas a golpe de cemento y acero. Cada vez estoy más convencido de que hay que volver al jardín, y olvidarnos de todas estas necesidades y comodidades creadas para que el ser humano olvide quién es.
Vive con poco, crea algo propio y compártelo. Sé humilde.
-Cuando muere, todo el mundo tiene que dejar algo detrás, decía mi abuelo. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estarás allí. “No importa lo que hagas –decía-, en tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de ellos tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a cortar el césped y un auténtico jardinero está en el tacto. El cortado de césped igual podría no haber estado allí, el jardinero estará allí para siempre.”
- Ray Bradbury, Fahrenheit 451.
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