El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

martes, 6 de agosto de 2013

Río abajo - Nuevo rocafuerte

El puerto no tiene olas, salvo cuando algún otro bote pasa a gran velocidad alterando las aparentemente apacibles aguas del río, que ancho y sin prisas ve al pasar a decenas de personas paseando por el malecón, disfrutando del frescor del río y los árboles, de jugos de frutas exóticas servidos en exóticos puestos; turistas y niños que dan de comer papas fritas a los monos; vendedores de artesanías indígenas y comidas varías.
Un puerto fluvial. Coca es quizá una de las últimas ciudades que vive pendiente de un río, arteria que la comunica con recónditos lugares selva a dentro: mágicos unos, oscuros otros. El río Napo sigue transcurriendo como una autopista natural entre la selva, más sabia, más "ecológica" que las negras carreteras de asfalto que poco a poco le quieren ganar terreno a la selva en este siglo de la velocidad. Llegar a Coca es, en cierto modo, llegar a un balcón que mira atento e impasible a una selva lejana, cambiante, llena de retos y de añoranzas.

Hace ya años que Coca quedó definitivamente unida a la civilización por carreteras (hasta no hace mucho aún sin la negra capa de asfalto) y por un aeropuerto. Decenas de buses recorren hoy las vías Coca-Quito y varios vuelos diarios hacen que las 7 horas de bus parezcan tortuosamente insufribles frente a los escasos 30 minutos del vuelo. ¿Y más allá de Coca?
Ahí es donde todavía comienza la aventura. La selva, si bien ya no es virgen, sigue resistiéndose en estos lugares a recibir a los visitantes con los brazos abiertos: hay que introducirse en ella lentamente, en barcos a través de ríos, con paso lento y cauto observando bien donde se pone el pie, apartando suavemente las ramas de árboles que pueden esconder secretos. Es parte de la aventura de la vida y del aprender con ella.

De todos modos, viajar por el río Napo, no es ya la aventura de un Orellana o un Lope de Aguirre, ni siquiera de los caucheros del siglo XIX, o de tantos misioneros que han surcado sus aguas en los siglos precedentes al nuestro. Ni siquiera tiene el novelesco ambiente de un río perdido en la espesura de la selva por el que circular hacia el corazón de las tinieblas. Todo se tiñe en estos tiempos, de las lenta velocidad de las gentes del lugar, del regateo de pasajes y la desesperación del extranjero que ve impasible como le dicen "no hay" y le convocan a otra madrugada el día siguiente, o como gentes "vivas" se saltan pasarelas, filas, y turnos para subir al barco.
A las 6 de la mañana, el embarcadero empieza a llenarse de personas, que, compitiendo con los pájaros, empiezan con su bullicio a despertar la mañana: pasajeros cargados de bultos y más bultos, desde bolsas de mano pasando por cartones repletos de enseres, cocinas de gas, colchones, motores, y cualquier otro moderno enser que la selva no les provee ni tampoco sus humanas manos; también comerciantes dispuestos a cargar artículos de primera necesidad y alimentos frescos y enlatados que luego despacharán al doble de precio allá donde sólo el río llega; turistas y viajeros con la mochila al hombro y la cámara de fotos colgando del cuello; trabajadores vestidos de azul vaquero (uniforme no oficial de las compañías petroleras) y cientos de vendedores ambulantes que brinca a dentro y afuera del barco vendiendo calientes desayunos, el recién llegado periódico de la mañana o aquella cosa que al viajero se le olvidó comprar ayer o que nunca pensó comprar hasta que la labia de un habilidoso vendedor, ávido por hacer los primeros dólares del día, logró convencerle de que no debía partir sin tan preciado objeto.

El barco, sin horario fijo, parte cuando se llena. Los pocos turistas que van en él, temen que se hunda por sobrepeso. Entre personas y carga no hay donde clavar un alfiler. El destino, Nuevo Rocafuerte, el último puerto fluvial de Ecuador, río abajo, en esa siempre imaginaria frontera con Perú. Diez lentas horas por un río que carga en su vientre vidas repletas de sueños, aventura, penas, frustraciones y ansias de riqueza y dinero.
La primera mitad del viaje transcurre sin parada alguna. El barco o barcaza avanza poco a poco, vadeando los bancos de arena, los enormes troncos que bajan arrastrados por la corriente, ocultos como un enorme iceberg, y las olas levantadas por aquellos con más prisa viajando volando sobre el agua en deslizadores. Acompañando en la travesía río abajo, van también barcazas y remolcadores cargados de contenedores, vehículos y materiales para las distintas explotaciones petroleras que pueblan ambas orillas del río durante sus primeros 150 kilómetros río abajo desde Coca. La tranquilizad y paz del río se ve alterada por un intermitente fluir de estas modernas ballenas de metal, y por los metálicos muelles de los campamentos y pozos petroleros, algunos de ellos tocados por la flameante corona de los "mecheros" que noche y día queman gas sin descanso.

A medio camino el barco se detiene en Pañacocha, un hasta ahora pequeño pueblo que parece vivir de los barcos y los hambrientos pasajeros que se detienen en él a diario y que el gobierno ha decidido convertir en una "ciudad del milenio" colocando en una situación quizá un tanto inverosímil los últimos adelantos de la tecnología en medio de la selva. De Pañacocha para abajo, durante los otros 150 kilómetros que restan para llegar a Nuevo Rocafuerte, el río se torna más tradicional y más puro. Ya no hay explotaciones petroleras, y las riveras se ven jalonadas de pequeños pueblos y chakras (caseríos para el foráneo) que conservan aún su arquitectura de madera y paja, además de pueblos más grandes cuyo estatus lo marca la escuela y cancha cubierta de deportes y algún que otro edificio de cemento. El barco, se detiene para dejar pasajeros y mercancías en playas e improvisados puertos tallados a golpe de pie en las laderas del río.

A Nuevo Rocafuerte se llega en el mejor de los casos con la última hora de sol: el tiempo suficiente para dar una primera mirada a este tranquilo pueblo y secar un poco las ropas después del aguacero que refrescó, quizá demasiado, las cansadas horas del viaje en barco. Nuevo Rocafuerte es en si dos docenas de casas, distribuidas en dos adoquinadas calles paralelas, flanqueadas en un extremo por la misión y la hoy abandonada pista de aterrizaje -realizada hace años por la misión-, y en otro por el hospital, también de la misión; en medio, la casa de la marina militar y el edificio del municipio, hoy medio sin uso por ciertas peculiaridades políticas ecuatorianas demasiado largas para explicarlas aquí. En sí, el pueblo no parece tener mucho especial, y además, se le notan los años: un agradable paseo por el río un tanto abandonado y descuidado; es cuando pasan las primeras horas y uno se deja llevar por el fluir del inmenso río Napo (mide casi 2 km. de ancho en este lugar) que la magia del pueblo se refleja: no hay otros ruidos que los insectos, monos y pájaros de la selva y el lejano ronroneo de algún bote a motor. En Nuevo rocafuerte no hay tráfico, no hay automóviles,  no existe el bullicio de la música y de las calles repletas de gente de las ciudades. La gente parece vivir tranquila, ajena al ruido y a las tensiones y prisas del resto de la sociedad.

Una hora más río abajo, ya en Perú, el pueblo de Cabo Pantoja muestra una vida similar a la de Nuevo Rocafuerte, si acaso más viva y más tranquila. En Cabo Pantoja ni siquiera hay calles para un posible tránsito de vehículos, en su lugar el pueblo, sembrado en una colina a orillas del Napo, está recorrido por sinuosas veredas de cemento a cuyos lados se reparten sencillas casas de campesinos. El pueblo es también parada de los enormes barcos que bajan hasta Iquitos, la gran ciudad peruana de la selva amazónica, situada unos 4 días río abajo, ya en el Amazonas.

Aunque en Nuevo Rocafuerte llega la televisión satelital, hay señal de celular e internet, aunque los más rápidos deslizadores son capaces de cubrir los 300 km. de río que lo separan de Coca en unas 4 horas, aunque el pueblo se encuentra en la entrada del Parque Yasuní, que quizá será a futuro el principal parte natural-atractivo turístico de la amazonía ecuatoriana, hoy todavía sigue siendo un pequeño lugar, allá en la selva, donde la vida corre a un ritmo distinto, donde las gentes miran al río, que día a día se lleva sus penas y les devuelve su alegría, donde nadie parece querer ser más grande que este ancho y largo río, verdadero dios de estas tierras y esta gente.

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