El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

domingo, 29 de abril de 2007

En un pueblo sin nombre. Octava Parte.

"Caminanos todo el tiempo en silencio hasta la entrada de la fábrica. Víctor no me miraba, caminaba sin pausa, con la vista al frente y paso uniforme como un soldado. Yo no estaba seguro de que hacer, si seguir o si dar media vuelta y huir. Continué caminando a su lado, nervioso, mirando de vez en cuando a Víctor, impasible, como si se hubiese olvidado de que yo caminaba a su lado.
Al llegar a la fábrica, Víctor se detuvo unos segundos frente a la puerta y esta se abrió, mejor dicho, el portero abrió la puerta metálica sin que Víctor llamase, si ni si quiera abrir la mirilla de la puerta.
Dentro, el interior de la fábrica estaba en penumbras, a penas iluminado por la luz que se colaba a través de los sucios vidrios de la pate superior. Un gran número de personas del pueblo trabajaban ociosas de un lado para otro en torno a la gran maquinaría de la fábrica de abonos químicos. Víctor me invitó a acompañarle hasta la oficina. Subimos a la plataforma que rodea todo el perímetro interior de la fábrica y, caminado hacia la puerta de la oficina pude ver con mayor claridad a todos los trabajadores, parecía realmene ocupados, pero no podría decir exáctamente en qué. Nunca entre en la fábrica y vi en que consistía el trabajo, pero me daba la sensación que los de ahí abajo eran merons actores intentando dar el pego por trabajadores de una factoría o cadena de trabajo. Me di cuenta entonces de que faltaba algo, algo característico que se advierte ya cuando sales del pueblo camino de la fábrica: el olor. El fuerte olor a abonos y productos químicos había desaparecido.
Entramos en la oficina, allí nos esperaban varias personas. Pude reconocer al propietario de la fábrica y al jefe del sindicato de trabajadores. ¿Esos dos juntos y sonrientes? Algo no encajaba. Alguien cerró la puerta a nuestras espaldas según entramos. Me dí media vuelta. La secretaria del director de la fábrica y ese obrero fuerte y enorme, que bebía cerveza todas las tardes a las 8 en el pub de la plaza, y que tenía siempre tan mala leche estaban allí.
El dueño de la fábrica echó una larga mirada a Víctor y luejo fijó sus ojos en mí. Extendió su mano y me ofreció un extraño objeto ovoide del tamaño de un caramelo, con una especie de pelillos o púas alrededor. No parecía algo sintético, artificial, pero tampoco se parecía a ningún comestible u otro tipo de objeto que yo haya visto antes. De pronto, las púas de la bola se agitaron y se oyó un leve siseo.
-Cógela y cierra la mano con fuerza- Dijo el dueño de la fábrica.- A penas serán unos segundos.
Victor agarró mi brazo y me apretó la muñeca para que abriese la palma. Me dí cuenta entonces de lo tonto e iluso que había sido, que tonto, que tonto, había sido al seguirle el juego a Víctor pensando en que podría hacer algo yo sólo.

Tenía que salir de ahí. Tiré con fuerza del brazo, Víctor cayó la suelo, intenté alcanzár la puerta pero el obrero mastodonte se avalanzó sobre mi derribándome y aprisionándome con sus robustos abrazos, yo me revolvía, pero no conseguía liberarme. Conseguí meter la mano el bolsillo de mi pantalón y a duras penas saque la linterna y le enfoque directamente al rostro. El obrero emitió un horrible chillido, pude ver sus ojos de un amarillo intenso, y de pronto cayo a un lado temblando. Me levanté y salí rapidamente de la oficina, con el corazón latiendome a cien por hora y con la frente empapada por un sudor helado.
Me quede parado con las espaldas contra la puerta de la oficina. Afuera, todos los trabajadores habían dejado sus puestos y se movían hacia mi. Armado con mi linterna, avancé corriendo hacia el final de la plataforma, ellos subían ya por las escaleras impidéndome el paso, alguien me agarró del tobillo y caí al suelo. Logré le vantarme, corrí hacia el otro extremo de la fábrica, me asomé a la barandilla de la plataforma, no podía saltar, demasiada altura. Desde allí pude ver el final de la cadena de trabajo, justo antes del envasado..., lo que salía de aquellas máquinas no eran abonos químicos, eran... ¡semillas! Al final de la plataforma veía la puerta del cuarto de controles, corrí hacia ella en un acto de desesperación, un obrero de traje azúl y gorra azul calada me agarró del brazo , desgarrándome la chaqueta y arañándome el brazo. Sentí un horrible escozor, pero logré entrar en el cuarto de mandos y cerrar la puerta con llave.
Les oía golpear la puerta y oía un pequeño murmullo al otro lado. Tenía que pensar algo rápido. El cuarto estaba vacío. Las paredes rodeadas de cables, paláncas e interruptores. Empecé a conectarlos todos, alguno tenía que ser el de las luces del interior de la fábrica. Cada vez golpeaban más fuerte, puede ver como se iba abollando la puerta metálica. Por fin acerté y se encendieron todos los focos de la nave, en el mismo instante, al unísono, todos los trabajadores emitieron un horrible chillido, que no acababa. Abrí la puerta y pude ver afuera a todos los trabajadores corriendo desaforadamente de un lado para otro, cubriéndose los ojos con las manos, algunos tirados por el suelo retorciéndose, cayendo desde la plataforma a la planta baja. Me abrí paso entre ellos corriendo y logré salír de la fábrica.
Corrí todo lo que pude de vuelta al pueblo. El brazo arañado cada vez me dolía más, me entraban mareos, me desplomé contra la cerca de una de las primeras casas. Traté de levantarme y seguir adelante pero se me nublaba la vista, el brazo me ardía. Me precipité dentro de la casa, tenía que encontrar algo, alcohol o algún medicamento. Llegue como pude a un cuarto de baño, en el armario encontre alcohol y aspirinas y algo más en un botiquín. Me ardía la cabeza y el brazo dolía terriblemente, tragué varias aspirinas y me rocie el brazo con alcohol, el dolor de los arañazos fue horrible y me desplomé contra la taza del váter.
No se si fue por el arañazo o por el fuerte golpe en la cabeza pero quedé inconsciente varias horas. Cuando recuperé el conocimiento, mi reloj de pulsera marcaba las siete y media de la tarde pasadas. Estaba aturdido pero pronto recordé qué había pasado y donde estaba. Salí con cautela a la calle. Seguía desierta. Había perdido todo el día prácticamente. Mi única esperanza era encontrar a alguno de vosotros vivos, así que caminé hacia el centro del pueblo, derecho a casa de Jose. Sin embargo, me fue imposible llegar allí. En la calles que iban desde la carretera de la fábrica al centro, había varias pesonas quietas, de guardia, esperando seguramente a que yo pasase. Estaban ocultos en portales, apoyados disimuladamente contra una farola fumando, pero esperaban, sí. Di un gran rodeo para llegar hasta casa de Jose, pero no pude acercarme, en cada ventana, en cada portal, alguien asomaba, inocentemente, pero con inteciones ocultas.
Tuve que dar todo un rodeo al pueblo para llegar a mi calle por la parte de atrás, pero fue lo mismo, vigilaban mi portal. El brazo me seguía doliendo aunque menos, había hecho un improvisado vendaje pero tenía que cambiarlo. Tenía que entrar en casa. Desenfundé la linterna, y me lanzé corriendo hacia el portal, derribando a la persona que montaba guardia en él, cegandola. Me quede helado. Era mi padre. "No, ya no es tu padre" me dije a mi mismo, y subi corriendo las escaleras, cerrando la puerta con llave.
Comprobé que el piso estaba vacío, fuí al baño, me cambié el vendaje y me senté en mi cuarto, abatido, pensando en qué podía hacer. Decidí refugiarme en el cine. Parecía el lugar más seguro para esperaros, pues aún confiaba en que alguno de vosotros llegase "vivo". Cogí todos los comestibles que pude meter en la mochila, junto con todos los medicamentos, gasas y demás equipo del botiquín y me dispuse a cruzar hasta el cine. Oía ruido en el piso de arriba, oía ruido en la escalera. De pronto, llamaron a la puerta. Miré por la ventana, la calle estaba tomada por varias personas. Era imposible cruzar hasta el cine.
- Abre, Toño, se que estás ahí- La voz de mi madre gritaba desde el otro lado de la puerta- ¿No lo entiendes? Sólo queremos ayudarte, hijo, luego todo será mucho más facil y agradable, ya lo verás.

Empezaron a dar golpes y forzar la puerta. Estaba atrapado. Parecía la última batala de mi vida. Colque una cómoda y los otros muebles que pude mover contra la puerta. Parecía resistir. No podía hacer otra cosa. No podía derrotar a todos con una linterna, si salía estaba muerto seguro, decidí esperar. "Venid a buscarme si realemente me quereis, aqui estoy, soy todo vuestro" pensé. Me se senté en una silla en el pasillo mirando a la puerta de entrada y esperé.

De pronto los ruidos cesaron. Me dí cuenta de que el piso había quedado completamente a oscuras. Se había hecho ya denoche. Todo estaba tranquilo, en silencio. Miré por la ventana. No se veía mucho, todas las farolas estaban apagadas, sólo la lúz de la luna iluminaba la calle, que había vuelto a quedar desierta. Me dispuse a cruzar al cine. Dejé la puerta habierta, con un cartón duro en la cerradura para que pudiérais entrar. Había decidido usar un viejo truco que el proyeccionista del cine y yo usábamos cuando era menor de edad y no me dejaban entrar a ver alguna película. El me avisaba cuando no había moros en la costa, o cuando podía hacer un pase privado extra, haciendo reflejos con un espejo desde la marquesina del cine hacia mi la ventana de mi cuarto. Quizá mañana los viéseis.
Salí a la calle. Miré a los lados, intentando discernir algo entre la oscuridad. De pronto, dos pentrantes puntos amarillos se encedieron en un extremo, y otros dos en una ventana del edificio, y otros dos en otra ventana, y dos más. Empezaron a moverse. Empezaron a salir a la cale y a acercarse a mi. Eran unas extrañas sombras negras con brillantes ojos de un amarillo intenso que flotaban en el aire. Me precipité contra la puerta del cine, entré. De repente, una de esas cosas habrió los ojos, ¡había una dentro del cine! Encendí la linterna, la "cosa" se avalanzó sobre mí, me empujó contra el cristal de la puerta, yo le enfoqué con la luz a los ojos. Aquello era la cosa más horrible que había visto. La más aterradora de todas las criaturas que haya salido alguna vez de la mente un escritor de terror. Emitió un chillido y retrocedió, la acorralé contra una esquina, no soportaba la luz, la fui haciedo retroceder hasta el cuadro de mandos y encendí todas las luces del cine. Aquel horrible bicho se retorció, y se desintegro con un horrible chillido.

Cerré todas las puertas del cine. Encendí todas y cada una de las luces, registré todos y cada uno de los rincones del cine, y una vez que estuve seguro de que yo era la única cosa que habitaba en su interior, y de que ninguna de esas cosas de ahí fuera podrían entrar, puse en marcha el proyector y me dejé caer sobre una butaca.

1 comentario:

Mario dijo...

Bueno, acorralado otra vez. A ver cómo sale de ésta. Hasta pronto.