El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

martes, 7 de junio de 2016

Ángeles

Sábado. Era sábado. No se bien cómo comenzó el día. Todo es como niebla en mi cabeza hasta la hora del despertar de la siesta. Quizá fuese culpa de mi catarro, quizá mi apoltronamiento genético, ese que me hace pegarme al sofá, sin hacer nada, sin hablar, sin leer, "pensando en quién sabe qué, sin enloquecer", como dice Makaroff en una de sus canciones, hasta que alguien perturba mi desconexión y me sacude el polvo y me devuelve a la vida.

El caso es que el sábado, una vez más, empezaron a sonar las campanas de mis ángeles, una vez más. Fueran mensajes en el celular, golpes en la puerta o quizá llamadas anónimas, todas acaban siendo ángeles cruzados en mi camino hacerme dudar y echar a caminar.

De la siesta me sacó el primero, cargando su mochila de misionero, con hambre de compartir las desdichas de la semana y sed de un café, que me recordó que yo había dejado un café en deuda la noche pasada. Dos mensajes de texto después, despedía a mi Ángel mochilero, me cambiaba de camisa y caminaba por las por alguna razón festivas calles de la ciudad a pagar mi deuda en forma de café, cerveza, o simple compañía. Nunca se sabe. No si por medio está mi amiga Vanessa. Lo más fácil es que te la encuentres en un banco sentada golpeando la pantalla de su celular, y luego te arrastre en un mar de conversaciones hasta llegar al parque donde, como no podía ser en una ciudad tropical como esta, se cierra un festiva gastronómico con salsa en voz de un tipo con terno y camisa horrorosa y aprendiz de bailarina como acompañante.

El paso por el parque era para recoger a otra amiga (o rescatarla de la terrible fiesta) y ver que hacer en su lugar. Lo mejor en estos casos es agarrarse una cerveza, pero en estas ciudades tan puritanas donde un cantante cuarentón tiene como bailarinas a niñas de colegio, no se puede tomar en la calle, ni abren los bares antes de las 7 de la tarde, la gente normal como cierto trío de amigos intentando sacarle partido a una tarde de sábado no encuentra otra cosa que hacer que deambular bajo el sol de la ciudad para acabar comprando un Six-pack en la tienda del chino y acabar bebiendo cerveza y conversando de la vida en casa de alguien, mientras pasan las horas baja el calor de la tarde y el teléfono suena. "¿Con quién tengo el gusto?" "No se si es gusto pero soy Lissandro".

Lissandro. De pronto recuerdas que alguien te dijo en algún día pasado que el Lissan estaba de vuelta o de paso por el país. El Lissan, ese que aparece y desaparece, montando en bicicleta, dejando notas de despedida debajo de una piedra y que de pronto llama, después de ¿cuanto? ¿3 años? y te saluda como si fuese ayer la última vez que le viste y tú de pronto le contestas con la misma naturalidad y despides a tus dos amigas con un beso, las dejas compuestas -no sabes si con novio o no- y olvidas todos los otros planes y acabas en una parrillada con el Lissan y amigos, conversando como si el tiempo no hubiese pasado nunca. No sabes cómo has llegado hasta la parrillada, ni siquiera de dónde salieron el otro resto de amigos que te miran extrañados, al ver la sencillez y despreocupación de la conversación, pues parece el encuentro de cualquier sábado por la noche y no el de dos amigos que no se ven desde hace fu.

Y la cena se alarga y la noche pasa. Te acuerdas de pronto de la promesa de las caiprinhas y las cervezas after-hours pero las cambias por unas horas de sueño y la madrugada del domingo, que comenzará sin rumbo entre el museo y el zoológico y un plato típico y un paseo por el río y una sesión de plantas medicinales autóctonas con limpia y foto turística incorporada (tienes que pedirle a Lissan que destruya esa foto, no te olvides) y mientras recuerdas viejas anécdotas y ríes y construyes otras nuevas, pasa el día y el Lissan y los amigos se suben al carro y se despiden, sin reverencias, si adioses, sin saludos al viento. "Hasta luego. En cualquier rato volverá a sonar el teléfono".

El sol cae entre los árboles y da color a mi rostro que de pronto a cobrado vida y a recuperado la paz y la armonía. "Vamos por un helado".

Mi último ángel. Llevo todo el día molestándola como si fuera un colegial y ella a mí. Le miro a la cara. Me sonríe despreocupada. "¿O prefieres coca-cola?" "Las dos cosas", le digo, y nos sentamos en la vereda, a la sombra de algún árbol, tomando cola hablando de la vida hasta que el sol baja y yo le cierro la sombrilla y ella me empuja a la calle y nos perdemos por la ciudad, buscando un helado, un banco en un parque, una conversación, un abrazo.
"Gracias por la tarde, por el helado, por el domingo, por..." Por estar. Sí, por estar, aquí, ahora. Lo pienso pero no lo digo. Cada uno lanza sus últimos dardos cariñosos, dejando la partida preparada para otro día.

La noche es cálida. Serena. Se cierran los últimos comercios. No es tarde pero mañana es lunes. No busco la luna, sé bien que tampoco va a llover. Y en casa, no espero más que tumbarme en la cama y mirar al techo, ese en el que se dibujan todos los ángeles y decirle: gracias.

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