"Tamya era la lluvia, y Tzanda el trueno, y Killa la Luna, y Kuyllur las estrellas. Inti el Sol. Nuestros nombres nos daban vida, igual que la lluvia y el sol y la luna y el rayo dan vida a la tierra: lavan los árboles de impurezas y hacen que crezcan fuertes y den nuevos frutos, iluminan nuestras noches y mueven las aguas de los ríos para que crezcan y fertilicen nuestras tierras; nos avivan con violencia para que crezcamos fuertes y libres de miedo, nos calientan, secan nuestro cuerpo y le hacen madurar a fuego lento.
Todo lo que nos rodea tiene nombre. Hay que aprender a escuchar para averiguarlo; e igualmente nosotros tenemos un nombre, uno que no está escrito en ningún papel, no es el nombre que nos pusieron nuestros padres. Ese nombre es el que nos da la vida, el que nos hunde los pies en la tierra para que el barro nos forme y firmes y fuertes. Si olvidamos ese nombre, olvidamos nuestra tierra, nuestras raíces, nuestro origen ¿qué somos, que nos queda? Somos entonces como un tronco seco que no siente ya el sol y la lluvia, unas ramas secas que se lleva el viento, y, desarraigados y secos, desaparecemos arrastrados sin rumbo por el viento.
No olvidéis vuestros nombres: escuchad a la tierra, caminad sintiéndola latir en vuestro interior, cabalgad al viento, no os dejéis llevar por el como hojas secas."
El anciano maestro se levantó y caminó lentamente hacia afuera de la escuela. Un viento fresco hablando de lluvias próximas acarició los rostros morenos de los niños y niñas, apartándoles el pelo de sus ojos vivos y grandes, penetrando dentro de su cuerpo, hinchándoles el pecho, haciendo que las palabras del maestro resonasen aún con más fuerza en su interior.
La lluvia, colándose por las goteras de la vieja escuela, comenzó a caer lavándoles el rostro, volviéndoles de nuevo al barro.
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