El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

domingo, 15 de marzo de 2020

La enfermedad

El supermercado estaba lleno de personas para ser un domingo por la mañana. La liberación del mercado había acabo con el día de descanso de cajeros y empleados de muchas tiendas, bajo la excusa de que "es el fin de semana cuando las personas que trabajan" tienen tiempo de ir de compras. Este domingo,  además, la enfermedad que avanza silenciosa e invisible, saltado de una persona a otra, seguramente ha empujado a mucho otros a comprar para "abastecerse" hasta que pase la crisis, o a comprar algo "antes de que los demás acaben con todo".

Yo no pertenezco a ninguno de los dos grupos, incluso me propongo no comprar nada los domingos. Pertenezco a ese grupo de "antropólogos urbanos" que disfrutan observando ciertos hábitos de los demás ciudadanos -sin darse cuenta de que cae en los mismos hábitos él mismo-, y que como yo, ha regresado a la ciudad y se ha encontrado con la nevera vacía, por el hábito de no organizarse el día a día y dedicarse a "la antropología" entre otros menesteres. Dicho de otro modo, si quería cenar algo en el día en el que no se podía salir de casa, tenía que ir de compras, aunque fuese domingo.

Después de todo lo que escuché iba preparado para conformarme con cualquier cosa que las demás personas hubiesen dejado en los estantes: durante 3 días llegaban noticias, rumores de que la gente había entrado en pánico y había comprado compulsivamente productos para llenar su despensa hasta que llegase el fin del mundo: imágenes de supermercados con las estanterías vacías, con personas saliendo empujando carritos de compra cargados a rebosar, inundaban varias redes sociales.
Para mi sorpresa, el supermercado estaba perfectamente abastecido, había "casi de todo", como sucede "casi todos los días" en este pueblo que "casi es una ciudad", perdida en un extremo remoto del país.
Mi lista de compras era breve. Me he acostumbrado a darme una vuelta cada dos o tres días y comprar lo necesario para el momento. Es una forma de pasear, un hábito social para interactuar con las personas y no encerrarse en casa después de salir del trabajo, una pequeña delicia de la vida que sólo se puede dar en pueblos pequeños, o ciudades pequeñas si vives en el centro. Con mi cesta ya llena, recorrí los pasillos del establecimiento en busca de todas esos productos que se suponía que no debían estar: pañuelos, jabón, gel, lácteos, carne, verduras. Para mi asombro, todo estaba en su sitio y con los precios habituales. Todo menos el gel antibacteríal -ya había días que desaparecía de las tiendas minutos de haber sido reabastecidas las tiendas- y... atún.
Sí, atún en lata. Latas individuales de atún en conserva, en aceite de girasol sobre todo, pero también -en menor medida-, en agua o en aceite de oliva.
¿Por qué atún? me quedé un rato absorto mirando ese estante. Cuando varios meses antes se desabastecieron las tiendas por el paro nacional, fue el atún y las galletas dietéticas lo único que nunca faltó en los comercios de alimentación. ¿Qué sucedía ahora? ¿Había coincidido la inminente enfermedad con una oferta del precio de atún? No parecía probable. ¿Entonces? Se acercó un empleado del supermercado y le pregunté:
 - Disculpe, ¿no queda atún?
 - Eso es lo que queda -respondió señalado la docena de latas de atún en aceite de oliva que quedaban en el estante?
- ¿No hay en agua o aceite de girasol?
- No, se agotó.
- ¿Y sólo de esa marca rara?
- Es la marca blanca del supermercado, señor. Es buena.
- Ya, gracias.

Caminé pensativo hacia la caja. "Se agotó el atún". Eché la vista atrás. No había revisado si había comida para gatos, pero estoy seguro de que había de sobra. Pagué mi cuenta y, caminé a casa, con mi funda reutilizable más cargada de lo común, con un sólo pensamiento: ¿Tengo atún en casa? Sí, sí había. Pero ¿cuánto? En mi cabeza empezaba a formularse una hipótesis sobre el misterioso desaparecimiento del atún de cada tienda. Es vedad que no había recorrido los demás supermercados y tiendas de ultramarinos, pero la respuesta era OBVIA también en ellas se había agotado el atún.
 - "Los gatos son inmunes a la enfermedad"
Las palabras de mi hermana en una conversación de los días anteriores, resonaron en mi cabeza. Apuré el paso a casa.

Al entrar al departamento dejé la cesta de compras en el piso y caminé de manera automática hasta la despensa. Tenía cinco latas de atún. Cinco.
- "A los gatos les gusta el atún".
Todos habíamos escuchado esas palabras cuando éramos niños.
- "A los gatos les gusta el atún"
Esas palabras resonaban en mi cabeza, hasta podía escuchar el maullido del gato y el sonido del abrelatas abriendo una lata de atún, la caricia del gato con el rabo tieso y la caricia en mis piernas, el golpe seco de la lata abierta contra el cuenco de comida del gato y el sonido de la lata vacía al caer en la basura.

No tengo gato. Lo tuve, cuando vivía con mis padres. Muchas veces he pensado en adoptar uno -me encantan los felinos- pero no acabo de decidirme. No se por qué. Coloqué la compra en su sitio y me senté en el sofá acariciando el cojín como si estuviese acariciado a un gato.
"Los gatos son inmunes a la enfermedad. A los gatos les gusta el atún".
¡Eso es!
Me puse en pié con los ojos bien abiertos y caminé hacia la despensa, nervioso y cauto. Abrí la puerta mirando de reojo a la ventana como si algún vecino me estuviese espiando. Tenía cinco latas de atún, cinco preciadas latas de atún. Cinco latas de atún, nuevas, cerradas, todavía en su cartón original de tres unidades. Saqué una con cuidado y la miré sonriente mientras le daba vueltas entre mis dedos. Era perfecta. un cilindro chato, con una anilla para destaparlo jalando de ella por una de sus bases. "Atún en aceite de girasol" se leía en la etiqueta. Caducidad 2027. Estaba incluso dentro de la fecha de consumo. Era tan perfecta, el diseño, la tipografía, el pedazo de atún fotografiado junto a una flor de girasol... qué sutil, qué diseño exquisito. Mis dedos empezaron a acariciar la anilla queriendo jalar de ella.
"No" -me dije a mi mismo. "Aún no tienes la enfermedad. Guárdala por si llega ese fatídico momento".
Tenía razón, pensé. Si la abría tendría que consumirla entera, pues no se pueden guardar latas abiertas. Pero... ¿y si no es un antídoto, y si, además de antídoto es una vacuna, un elemento único para aumentar las defensas contra la enfermedad?
"No, no, guárdala"
"No le hagas caso, ábrela".
¡Qué indecisión! ¡Qué hacer! Podía preguntar al vecino... ¡No! Si se entera de que tienes atún, y el no tiene, o aunque tenga, te lo querrá quitar, seguro. No, no le puedes preguntar. ¡En internet! Abrí la computadora y tecleé atún enfermedad silenciosa. El navegador empezó a dar vueltas sin arrojar ningún resultado de búsqueda. ¡Vamos! ¡A la mierda! Cerré la tapa del computador de un manotazo.

Tenía cinco latas de atún. Cinco perfectas latas de atún. Tomé una de ellas. La miré como si le estuviera pidiendo perdón y comencé a jalar de la anilla. La lata se fue abriendo lentamente, casi si hacer ruido. "Clac". La tapa se soltó completamente del cuerpo de la lata. Busqué un tenedor y mire los enigmáticos dibujos que conformaban los lomos de atún enlatados en aceite de girasol. Pinché un pedazo y lo metí en la boca. Podía sentir la textura del atún, del aceite en mi lengua, en mis dientes, saborearlo y tragarlo. Poco a poco, bocado a bocado, me comí toda la lata, hasta no dejar una sola miga de atún, como si de huevas de caviar se tratase.

Me dio pena tirar la lata vacía a la basura. Aún me pasaba la lengua por los labios cuando volví a mirar en la despensa. Cuatro latas de atún. Habrá que racionarlas... 

2 comentarios:

Unknown dijo...

Muchas gracias Alvarito, por ese tema tan actual narrado con pleno humor y que al mismo tiempo nos lleva a reflexionar.
Abrazos!

Unknown dijo...

Bien logrado!