El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

domingo, 29 de marzo de 2020

El despertar

La ciudad estaba tranquila. En las calles vacías, el sol del verano eterno tenía las las paredes de las casas de un cálido color amarillo. La suave brisa cargaba olores del bosque, del río, de pólenes libados por los insectos y cargados por colibríes en su veloz y sutil vuelo. Algunas mariposas se detenían unos instantes en las rejas de las ventanas, en las telas mosquiteras o en las puertas de madera de las casas.

Todo estaba en silencio. De vez en cuando el sonido lejano de una sirena o del parlante de un policía quería romper la paz en el ambiente, pero no lo conseguía. Don Antonio miró el reloj y lo acomodó en la muñeca. La correa de cuero gastada y sudada siempre le producía una ligera molestia sobre la piel, incluso ahora, después de tantos años mirando la esfera de aquel reloj que su padre le regaló cuando cumplió los 18 años y partió hacia el cuartel.
"Todavía hay tiempo", pensó y se acercó al fogón para servirse una taza más de té. La tetera muda ya, aún humeaba.
"¿Cuándo comenzó todo esto?" se preguntó Don Antonio queriendo recopilar todos los hechos. No hacia tanto tiempo, no. Unos quince días más o menos. Recordó el titular del último diario impreso que llegó a la ciudad <>. Recordó las primeras declaraciones tranquilizadoras del Presidente al pueblo, las medidas de emergencia después. El corte de carreteras, el toque de queda, la restricción del tráfico de vehículos y el reparto de mascarillas y botiquines sanitarios de emergencia en las familias. Recordó las filas en los comercios, y las cartillas de racionamiento para evitar aglomeraciones y altercados: al final nunca hicieron falta, la gente muerta de miedo, se encerró en sus casas para salir sólo unos minutos al día, mirando de reojo, con la cabeza gacha ocultando el rostro tras una mascarilla y un sobrero, o gorra, o paraguas para protegerse del sol; sólo para buscar comida o agua o alguna medicina y volver rápidamente al casa sin apenas haber cruzado una sola palabra con los otros (pocos) transeúntes.
El virus había convertido a las personas en dependientes de un sistema de redes virtuales de Internet, de reuniones a través de una pantalla, de opiniones y comentarios que no iban más allá de esa pantalla. Muchos pasaban el día hablando con sus familiares lejanos, otros leían una y otra vez las noticias, contando al minuto la evolución de la propagación del virus, siempre pidiendo que nunca llamase a sus puertas. Otros revisaban las vidas que muchas personas, conocidas o anónimas, publicaban en Internet, sin apenas vivir las suyas mismas.Y más allá, al fondo del barrio, en las calles más bajas y humildes, donde la conexión a ese mundo virtual era todavía un lujo inalcanzable para muchas personas, sus inquilinos actuaba igual que los dependientes de las pantallas y la realidad virtual: callados y casi sin moverse se miraban los unos a los otros, intercambiando gestos, leyendo los rostros de los demás, abriendo lentamente la boca pero sin llegar a pronunciar una sola palabra: los ancianos desbastaban y pulía poco a poco un viejo madero, las mujeres barrían por las rendijas la tierra que entraba por las misas rendijas, los niños alzaban inventadas pelotas de papel, o dibujaban cuadros abstractos sobre las maderas del piso, pero nadie, nadie decía nada.

Aquel silencio acaba enfermando a Don Antonio. Al principio dio gracias por ello: era como si la ciudad hubiese vuelto en el tiempo a aquel pequeño pueblo a orillas de un río, de cuando él era pequeño, de cuando se podían escuchar los pájaros y, si uno prestaba atención, hasta el fluir de las aguas del río. Un tiempo pasado en que el viendo contaba historias y traía misterios y sueños en las noches, y llevaba a los jóvenes lejos: adentro, a la selva, o hacia fuera, hacia otras tierras donde buscar fortuna. Sin embargo, pasa una semana, ese silencio empezó a hacerse muy pesado, casi insoportable. Estaba bien que desapareciese el ruido del trafico, los estridentes parlantes gigantes gritando canciones en las puertas de los comercios, el ejército de vendedores parlanchines engatusando a todos con sus engaños; pero, ¿por qué habían desaparecido las tertulias en las puertas de las casas, las conversaciones camino del trabajo o en la parada del bus, las risas y algarabía de los niños en los patios de las escuelas y en los parques, o el simple "hola" o "buenas tardes" en la entrada de cualquier comercio? ¿Dónde se habían ido los cónclaves de vecinos reunidos contra el gobierno o el consistorio bajo las sombras de árboles en el parque? ¿Dónde las voces de los tres o cuatro poetas, escritores, críticos de andar por casa de literatura y arte que poblaban para sí mismos la biblioteca o el teatro?
Don Antonio apuró su té y volvió a mirar el reloj. "Aún hay tiempo, vamos", pensó para si mismo. Caminó hacia el zaguán, se puso su gastada americana, se quitó el polvo acumulado en la solapas, se acomodó su sombrero y abrió la puerta de la casa.

El sol le hizo guiñar los ojos. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la claridad y pudo ver la calle desierta, las mariposas blancas revoloteando a su alrededor. Salió, cerró la puerta firmemente, echó llave y se quedó quieto unos segundos palpándose el bolsillo derecho de la americana. Respiró profundo y tranquilo. Por un segundo que se le lo olvidaba en casa, pero ahí estaba, bien resguardado en su bolsillo.
Echó a caminar con paso raudo hacia la calle mayor. No había nadie por la calle, y nadie le miraba a través de los visillos. Estaban todos demasiado ocupados en sus realidades. No obstante apuró un poco más el paso. No quería que la policía le detuviese de camino. Faltaban apenas media hora para que comenzase el toque de queda y la tarde que recién empezaba quedase clausurada y censurada. Se dio cuenta que no se había colocado su mascarilla. Sin detenerse, la sacó del bolsillo de su pantalón y se la puso. No había que correr riesgos: no podía contagiar a nadie y nadie le podía contagiar nada, pues no había nadie en la calle, pero no quería que la policía le detuviese por no llevar la bendita mascarilla.
Cuando embocó la calle mayor ya estaba sudando. Odiaba la mascarilla, le costaba respirar con ella puesta, incluso parecía que le ahogaba. El paisaje no cambió mucho delante de él. La calle mayor también estaba desierta, los comercios cerrados, las aceras limpias -nunca las había visto así- de papeles y basura. Incluso habían vuelto los pájaros a los árboles de la calle ahora vacía de autos y contaminación. Cuatro cuadras al fondo pudo ver su destino: allí, entre los árboles, las casas, se perfilaba la torre de los bomberos.

En una ciudad construida tan rápido, una ciudad antigua y a la vez tan nueva, la torre de bomberos era lo más alto de la ciudad. No había edificios de más de tres pisos, y las iglesias, pensadas para albergar a un pequeño barrio no lucían espadañas que pudieran ser competencia de la torre de vigilancia contra incendios. Ésta era majestuosa, se la podía ver desde cualquier punto de la cuidad, y lo más importante, se la podía oír.
Cuando llego al edificio miro hacia arriba: la torre parecía aún más alta. Recuperó el aliento, se acomodó el sombrero y miró el reloj: le quedaban 10 minutos de libertada. Como lo suponía la puerta del garaje estaba abierta. Entro con paso firme. El perro guardián, sobresaltado, le ladró un "hola" y se puso en su camino.
 - ¡Rufo!, grito Don Antonio.
 Rufo bajo la guardia y se acercó a Don Antonio, oliéndole la mano derecha.
- Rufo, ¿Cómo has estado? ¿Todo bien eh? Buen chico, buen chico. -Don Antonio, quitándose la mascarilla, miraba con cariño al perro mientras le acariciaba la cabeza y el lomo. Era una suerte, que, después de tantos años de haber dejado el servicio, aún le recordase.

Se despidió del Rufo con un gesto pidiéndole que estuviese callado y caminó hacia las escaleras de la torre. La escalera de caracol serpenteaba hacia el cielo. Comenzó a subir agarrándose con una mano a  pasamanos de la pared: un pie, luego otro pie, un escalón, y otro, y otro, otro más. Tuvo que apoyarse contra la pared cuando llego arriba. Sudaba del esfuerzo y de los nervios, estaba incluso un poco mareado. A través de los balcones abiertos de la torre se podía ver toda la ciudad, silente y dormida en las cuatro direcciones.
Don Antonio recuperó sus fuerzas y caminó hacia el sistema de megafonía. Una pátina de polvo cubría el micrófono y la consola. Hacía años que nadie subía hasta allí. Un botón hacía sonar la sirena, el otro abría el micrófono. No se acordaba. "Maldición", dijo para sí. Estaba muy nervioso. Habría que echarlo a suertes. Titubeó unos instantes con el dedo y apretó uno de los botones. Una pequeña distorsión le dijo que había acertado, y que el micrófono todavía funcionaba. Tomó el micrófono con su mano izquierda y apretó el botó para hablar. El micro chilló como si lo despertasen del sueño de los justos. Una bandada de palomas salieron volando hacia el parque. Don Antonio ajustó el volumen y se sentó. Se sentía como el padre de familia de Amarcord subido al campanario de la iglesia con la gramola. Había que despertar a la ciudad. Ya era tiempo. De su bolsillo derecho sacó un ajado libro de bolsillo, lo abrió en el el primer capítulo y comenzó a leer con voz firme y tranquila:
"Sostiene Pereira que le conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía ..."

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