El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

domingo, 4 de noviembre de 2018

El museo

Se abrieron las puertas y penetraron en un mundo distinto: extraño y a la vez familiar. En algún tiempo, siglos atrás, hombres como ellos habían transitado por estos lugares, y habían tallado el mundo anclados en el tiempo perennes fragmentos del pasado. De pronto, no podían decir con claridad como habían llegado hasta allí, hasta aquel lugar y aquel tiempo, la vida más allá de la puerta de vidrio se les hacía tan diáfana y lejana como la luz que brillaba lejos a través del cristal.

Caminaban despacio, en silencio, absortos y maravillados, a la vez que precavidos y cautos, algunos incluso con miedo, como aquellos cazadores de dinosaurios caminando por el sendero del tiempo de aquel cuento de Ray Bradbury, vigilando que sus pies no pisase ninguna frágil mariposa del pasado. Movidos por hilos mágicos que halaban misteriosamente de ellos, sus brazos se estiraban hasta tocar con las yemas de los dedos el frágil vidrio que les separaba de aquellos frágiles objetos del pasado, el frio del vidrio era como una chispa eléctrica y el reflejo de su rostro contra el crista se fusionaba con el objeto en el interior trayendo sensaciones nuevas que viajaban por el sistema nervioso, recorriéndoles la columna dorsal con un escalofrío y activado áreas del cerebro hasta entonces muertas. El roce del cordón de terciopelo rojo sobre las piernas les llenaba de emoción: saltar al pasado, regresar a él, u observarlo en la distancia del tiempo, absorbiendo por los poros antiguas enseñanzas, antiguas vidas, antiguos acordes de otros tiempos y otras danzas.

Iban siguiendo el sendero, repasando el aire con los dedos, como leyendo un antiguo código morse escrito en él, recogiendo imágenes y colores en la retina de sus ojos, ahora llena de reflejos de luz, repitiendo en los labios extrañas palabras que de pronto se volvían familiares, guiados por la cadencia sonora, como la de las olas de mar, que les empujaba por el camino misterioso a lo largo del túnel de tiempo: cada curva, cada esquina, cada rincón escondía alguna otra maravilla ignota, recién desenterrada del olvido del tiempo y suspendida ahí, perenne, para hablarles del tiempo que fue, y del tiempo que ellos labrarán también. Cada alto en el camino, cada historia contada entre las cerámicas, las piedras, los ídolos y los huesos, las pinturas mágicas en movimiento, les transportaba al calor de hogueras que ardieron muchas lunas atrás bajo la luz de esas estrellas que aún hoy seguían brillando en las noches como únicos testigos vivos de aquel tiempo.

Y de pronto, allí estaba. Les miraba con sus grandes ojos labrados y pintados de colores de la selva, su rostro tranquilo, paciente y en calma, esperando a que se hiciese el silencio, a que todas las partes de la selva, seres vivos y seres inertes, se alineasen en armonía con el otro mundo. Entonces habló. Con un sutil movimiento el vidrio se abrió y unas manos sabias y delicadas, fuertes y conocedoras del misterio también, acariciaron la suave cerámica de aquel ser de ojos intensos y rostro tranquilo, alzando la cabeza y dejando ver el interior: polvo, huesos, tiempo. Aún latiendo, aún irradiando esa energía que todo lo une, la danza tribal que nos hace iguales, el tiempo que permanece.

Uno tras uno, todos los viajeros se asomaron al interior, respirando, sintiendo, unos con los ojos cerrados, otros acercando sus manos sin tocarlo, como se acercan a una llama ardiendo, otros contemplándolo en largos segundos, sintiendo como su pecho subía y bajaba, en calma, en armonía; todos absorbiendo casi por ósmosis un regalo que les cambiaría para siempre: muchos no lo sabrían entonces, algunos lo olvidarían justo hasta el momento en que los espíritus viniesen por ellos, pero en todos quedaría grabado, igual que la pintura en aquellos huesos.
La cabeza volvió entonces lentamente a su sitio, el vidrio se cerró delante de ella, dando aún más luz y vida a aquellos ojos que decían con fuerza: "Recuerden".

El aire húmedo y caliente en la orilla del río les apartaba con suavidad el cabello despertando unos ojos que miraban más allá de la playa del río, hacia las aguas que fluían tranquilas, cargando en ellas pescadores, viajeros, sonidos de peces y aves, reflejos plateados de sol, y tiempo.

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