Así lleva por título una novela de Yevgueni Zamiatin de la década de 1920 que plantea una sociedad totalitaria en un mundo futuro similar al que luego imaginarían Aldous Huxley y George Orwell. En todas esas llamadas distopías el "nosotros" es una voluntad prefabricada e impuesta por unos pocos, esos pocos que están arriba y que ni siquiera alcanzamos a adivinar quienes son.
Aquellas llamadas distopías de ciencia-ficción bebían de una realidad que no era para nada ficticia: lo que veían o lo que llegaba de la Unión Sovietica y lo que vivían en los totalitarimos de ultra derecha de occidente (fascimo, nazismo, franquismo,...) Regímenes con ideologías políticas opuestas y sin embargo actuando de igual modo: una sociedad sin posibilidad de elección, una falsa democracia, una historia y una ciencia y una identidad tergiversadas, modificadas, inventadas y revestidas de un falso rigor científico para imponerlas al pueblo.
"Nosotros" se alzaba como una apisonadora la que había que oponerse, una apisonadora en la que sin saberlo viajaban los ciegos y adoctrinados ciudadanos, envenenados por unos pocos; una máquina monolítica a la que sólo él, el individuo, el héroe inesperado, ese capaz de vivir sin dueños, de dirigir las masas, era capaz de oponerse. Si tenía éxito o no, era secundario. Era El Individuo, los valores verdaderos y humanos, esos con los que todos nos identificamos, resistiéndose a una implacable y espantosa máquina monolítica.
La reacción contra ese terror rojo o ese terror fascista despertó, tras mucha sangre y penurias, en dos frentes. Por un lado, el del pionero norteamericano que construyo el país con la sola fuerza de sus manos, sacando adelante a su familia, y para el que el Estado era un mal menor que aceptar, pues alguien tenía que hacer de policía cuando eran muchos. Por otro el del pueblo Ilustrado, el que entre guillotinas y sangre se construyo a sí mismo, así mismo como gobernante y representante de si mismos, de todos y cada uno de los ciudadanos en igualdad: sin hombres en las alturas o en las sombras, sin imposiciones y sin superhéroes liberadores.
Con el tiempo, la primera receta contra los totalitarismos se ha ido imponiendo: el Estado es un incordio, un pelmazo que impide que al individuo desarrollarse y crecer, demostrar que la ley darwiniana es la única que funciona y que dará un futuro también a la especie humana, esa que por otro lado se las da de "poder controlar las fuerzas de la naturaleza"; y hoy el Estado es eso: Un "mal necesario" que sólo sirve para castigar en función de lo que uno u otro quieran o crean que deber ser castigado. Un producto, casi desecho, del individuo. Él es el que importa.
En nuestra sociedad actual se ha ido borrando poco a poco de la conciencia de las personas las palabras "nosotros" y "nuestro" y se las ha ido sustituyendo por un omnipresente y mayúsculo "yo" "mi", "mío". Nadie o prácticamente nadie mira por el bien común, nadie sabe qué es eso abstracto llamado bien común, su concepción de pueblo es geográfica pero no humana, su concepción de Estado es, bien un ente abstracto, bien un invento de unos jodidos políticos que no hacen más que engordar y fastidiarle a uno. Sí, los políticos no fastidian a los demás, o si lo hacen no importa, lo que sucede es que me fastidia a mí. Y por lo tanto las recetas que se buscan para arreglar al solución van orientadas a arreglar mi problema, procurarme mi futuro y conseguir lo que yo quiero para mi.
Tengo mí casa, con mi coche, tengo mi televisor, y me pago mis vacaciones, y sudo para mi jubilación.Uno debe sacarse sus propias castañas del fuego. El que no lo logra, es porque es un inadaptado, un lastre para especie humana, el perdedor en la ley del más fuerte de Darwin.
Y así, día tras día, Darwinistas empedernidos, como Adam Smith y todos los que le siguen conscientes o no de su acción, los hombres "yo" caminan empujándose y quejándose por no encontrar solución, regocijándose de sus habilidades y de su fuerza cuando están en la cima, y aceptando su inutilidad cuando caen al fondo.
La historia de la humanidad, sin embargo, y a pesar de Darwin, es distinta. A pesar del ego, del instinto depredador de supervivencia, el ser humano aprendió ya hace mucho que no puede realizar este viaje solo. Necesita de otros como él, y para ello debe procurar a otros los mismos espacios de libertad que se procura a sí mismo. Es más, debe enseñar, ayudar, socorrer a otros que no tienen las mismas habilidades que él pero que son igualmente necesarios en esta singular odisea humana.
Desde que el primer homínido pinto sobre unas paredes en las cuevas y enterró a sus difuntos, aprendió a reconocerse en los demás. Aprendió que no podía caminar sólo.
Con el tiempo lo olvidó varias veces. Su ego le ha conquistado en innumerables ocasiones, él tan fuerte y autónomo, hasta que, de nuevo vuelve a reconocerse, en su necesidad y en su carencia, en los demás. Lo hizo en 1789, creo que por última vez. Desde entonces lo ha ido olvidando poco a poco una vez más.
Estos días la gente está incómoda. Llena de rabia contra una clase política y empresarial a la que tachan de corruptos, ladrones, seres viles carentes de humanidad. La gente protesta, pide, busca soluciones y no las encuentra. Quizá sea porque siguen mirándose el ombligo. Porque buscan su alivio como individuos, no como grupo.
Hay llegado el momento de despertar una vez más. De ahogarnos entre lágrimas para tragar levantarnos temblorosos pero firmes, de cortar cabezas si es necesario, de renunciar y abrazarnos si nada. De recordar aquellas pinturas en las cuevas, de reivindicar una vez más ese verdadero nosotros. Cambiar el discurso. Recordar de nuevo que no trabajo para mí, sino para servir a los demás, que las calles, las escuelas, son nuestras -de todos y cada uno de nosotros-, y que de que las cuidemos y las mantengamos limpias de egoísmo dependerá nuestra propia supervivencia. De que uno no trabaja para su jubilación, sino que su contribución sirve para el bienestar de todos, que recibirá algo gracias que todos aportan algo, no sólo él.
La lluvia fría lluvia moja esta noche a todos por igual. Unos la sienten ya en su rostro, otros, por afanarse en cubrirse únicamente a si mismos, temerosos de perder lo suyo, convencidos de que cada uno pierde lo suyo, hacen su propia casa cada vez más pequeña. Al final no tendrán sitio ni para sí mismos y se mojaran igualmente.
No dejen que el falso calor del individualismo, es que venden como receta infalible para la felicidad y el bienestar los bancos, los políticos, las universidades, los comercios, la centelleante televisión el sabelotodo internet, les haga olvidarse de qué necesitan realmente para tener saludo y felicidad: el vecino, ese trabajo donde nos sentimos parte de un grupo, esa escuela en la que nos educan y educamos, esa calle por la que transitamos y dejamos transitar, esa persona anónima que nos mira sonriente al pasar por la acera y que sin pensarlo, de vez en cuando nos coge de la mano y nos ayuda a cruzar la calle.
Salgan ahí fuera y a los falsos que se creen los únicos, a aquellos que hablan de bien individual disfrazado de bien común, grítenles con fuerza ¡NOSOTROS!, no unos pocos, sino yo, y tú, y el vecino, y aquella persona que no conozco al otro lado del mar pero que sé que está ahí, igual que yo. TODOS NOSOTROS. No necesitamos, no queremos a nadie que piense sólo en él, que haga grupos o distinciones; nos queremos a TODOS NOSOTROS, arriba al timón, todos nosotros, sudando en los campos, todos nosotros, aprendiendo en las en las escuelas, todos nosotros, viviendo y muriendo todos nosotros juntos, por y para todos nosotros.
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