Hace tiempo descubrí por internet los reportajes fotográficos de una joven ukraniana (creo) que viaja en moto sacando fotos de Chernobil y las demás ciudades y pueblos fantasmas cercanos a esta ciudad de la antigua Unión Soviética donde la gente tuvo que salir a la fuerza por uno de tantos errores del ser humano. Tan a la fuerza que la vida en Chernobil se paró de pronto: la noria de la feria ya no gira, pero está ahí, con sus colores apagándose tras el óxido del tiempo, su cestillos meciéndose al viento y detrás, la silueta de unos edificios a través de cuyas ventanas ya no mira nadie, y donde el polvo cubre fotos y objetos personales que sus habitantes, en una huida despavorida de un terror invisible dejaron sin quererlo olvidados en unas casas a las que nunca ni ellos ni sus nietos, podrán volver.
Veo esas fotos de la zona contaminada y me entra un sudor frío. Pero también me aborda la curiosidad sin límites. Nos hemos excluido a nosotros mismos de este planeta. Hemos abierto la caja de Pandora y en nuestra codicia hemos perdido varios kilómetros cuadrados. Ya no quedan para nadie. ¿nadie? No, nadie, el fantasmas oculto acaba lentamente, sin avisar, con toda la vida... Y sin embargo, la hierba crece en Chernobil, crece verde, con un verde que no se ve en todos los campos, crece dando color al bosque rural, a los árboles sin hojas, crecen plantas y arbustos tragándose poco a poco los edificios, dotando de nueva vida una tierra inhóspita donde de pronto se mueven unas ramas, se escucha una huida apresurada, un aullido después. Un ciervo sale corriendo, escapando de unos lobos, amos y señores de este bosque urbano que retorna a sus orígenes esta vez protegido del ser humano por la propia avaricia de este. ¿No sabe el lobo que ese fantasma invisible le está matando poco a poco? ¿es su vida tan breve y simple que no alcanza a sentir y sufrir su acción? ¿Y los árboles y la hierba, cómo pueden crecer verdes y frondosos en una zona donde todo lo que decide quedarse acaba muriendo?
Me fascina y me apasiona ese frío pisaje de Ukrania. Me pierdo por sus calles intentando desvelar el misterio que guarda estas casas sin hombres, ese mundo hecho por el hombre, destruido y abandonado por el hombre,... y renacido de sí mismo.
Hace unos días, mientras transitaba en coche por las calles de un nuevo barrio en la "zona de expansión" de mi ciudad, y veía las calles desiertas de gente y tráfico, los bajos de los edificios todavía de ladrillo sin arreglar, sin grafittis siquiera, las ventas con las persianas bajadas o subidas, con algún descolorido cartel de "se vende" o "se alquilan", pero sin ninguna luz en su interior; las imágenes de las calles de Chernobil volvían una vez más a mi mente. Sentía el frío de aquel valle de Ukrania en mis huesos, ahora aún con más fuerza, acentuado por el frío de esta meseta del norte de España un mes de diciembre, aunque igual hubiese sido en julio: las casas vacías, las calles desiertas, la ciudad muda cerrada antes de nacer una vez más por la estupidez humana, por un fantasmas que en este caso no recorrer invisible las calles como en Chernobil matando poco a poco a sus habitantes; el fantasma esta vez el fantasma duerme caliente en una casa bien guardada, y aprieta bajo su puño las llaves de las ciudades. No ha habido fallo técnico, no ha habido descuido. Está todo planificado. Reina la codicia humana, es el nuevo fantasmas envenenado que puebla las ciudades y una vez más, parte de esta tierra queda perdida para los hombres por culpa de ellos mismos.
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