Ese gran comienzo, que tuvo lugar hace millones de años en una estepa africana, quizá en Olduwai, nos separó definitivamente de la cadencia evolutiva del resto de especies. El ADN empezó a saltar en nuestro interior, y a la par de los cambios en nuestra fisionomía, empezamos a cambiar también por dentro. Necesitábamos del otro, como en la vieja manada, pero también nos sentíamos omnipotentes, capaces de hacerlo todo solos. Queríamos avanzar más deprisa, pero no éramos capaces de abandonar al herido o al anciano, luchábamos por lograr que caminara con nosotros aquel menos capaz.
Durante siglos, milenios, modificamos la tierra, hicimos de ella y del resto de animales nuestra voluntad, unas veces con éxito, otras fracasando, a veces arrepintiéndonos de grandes errores y barbaridades cometidas en el pasado por nuestros iguales, otras, ciegos aún repitiendo los mismos errores, pero aprendiendo siempre. Y en ese aprender, nos enfrentamos entre nosotros mismos, discutimos por el camino a seguir, discutimos y peleamos hasta la muerte, hasta que las lágrimas una vez más nos recordaron que por mucho que peleásemos no lograríamos nada solos: necesitamos el grupo, es parte de nuestra humanidad.
Como también lo es el desacuerdo, el enfrentamiento, el odio y las divisiones sembradas por nosotros mismos. Cuando nos pusimos sobre dos patas aquél amanecer africano hace ya millones de años, se nos entregó el más frágil, valioso, y peligroso de los regalos: la humanidad, la esencia del ser humano. Algo capaz de llevarnos al infinito, y de hacernos desaparecer de la faz de esta tierra en unos segundos. Algo que todavía hoy estamos aprendiendo a manejar, como niños pequeños, ansiosos, inconscientes de que un paso mal dado puede ser nuestro fin.
Jugamos, sí, continuamos jugando con ese don de humanidad, impreciso, inexacto, manejable y manipulable según la voluntad de cada uno de nosotros, cautivos siempre de nuestra propia razón de ser.
Humanos, de Pablo Guerrero. Incluido en su LP (Alas, Alas, 1994)
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