La vida en esta región del planeta a
menudo se me asemeja a dos mundos separados por un ancho cuyas
orillas se pueden cruzar, pero nunca unir aunque a menudo parezcan
encajar la una en la otra como si fuesen piezas de un puzle.
Para muchos la otra orilla no existe, o
la miran con desdén, como tierra sin dueño, vacía o que “mejor
estaría vacía”. Para otros es tierra a conquistar o reconquistar
según el bando, y para otros -pocos- son dos piezas de un puzzle que
intentan encajar.
Para el 90% de las personas, la selva
no es más que plantas. Un lugar desconocido, inhóspito, lleno de
mosquitos y peligros donde no hay nada. Ni siquiera son conscientes
de que es de debajo de esa selva que sacan el petróleo. Son muy
pocas las personas que conocen y reconocen que en esa selva viven
también personas, personas que son tan ciudadanos como cualquier
otro ciudadano del país, personas a las que se les ha negado el
derecho a ser individuos y ciudadanos simplemente por vivir de una
manera diferente.
Y para aquellos pocos que lo reconocen,
la convivencia se hace muy complicada. Incluso aquellos que trabajan
con ahinco y esperanza para hacer encajar el puzle no acaban de
entender bien la realidad que enfrentan: las fórmulas, los modelos,
los esquemas organizativos de vida que se aplican en otros lugares
del país no se adaptan a la realidad de una geografía y unas gentes
muy distintas. La reacción ante esto suele ser de enfado con las
gentes, que no quieren hacer un esfuerzo por adaptarse, cuando
debería ser un enfado con uno mismo que no quiere adaptarse a la
realidad. Ese proceso de adaptación debería darse de ambos lados
pero ¿dónde fijar el límite?
Yo mismo tengo claro que esto no es
Quito. Ni siquiera es una zona rural cualquiera del país. Muchos
esquemas y modelos no encajan, por las limitaciones geográficas, y
sobre todo por un modelo de vida y de encarar el mundo muy distinto
al occidental y tan válido como este. Por eso pienso que quizá
nunca nos podremos de acuerdo, nunca conseguiremos que encaje el
puzzle. Al final será la ley del más fuerte, y una de las dos
orillas sucumbirá a la otra, quedando reducida su riqueza original a
unas tenues pinceladas de color sobre los edificios y el trajín
cotidiano. Porque la otra solución, es casi totalmente utópica:
mantener las dos orillas separadas. Utópica porque sólo interesa a
unos pocos, muy pocos, una minoría que aspira a vivir sus días en
ese mundo, ese universo particular que no va más allá de los
límites de la selva, esos límites del mundo, como el abismo donde
antaño acaba el mar.
Los límites del mundo los pone el ser
humano y en este mundo hay muchos otros mundos perfectamente
definidos. Sigo pensando que la coexistencia de todos ellos es
posible siempre y cuando partamos del respeto a los otros. No niego
el espíritu de aventura, de crecimiento, de ir más allá de lo
desconocido, pues es parte intrínseca del alma humana, pero ello no
implica la destrucción del otro, sino todo lo contrario: la
admiración y el respeto ante otras formas de organizar el universo y
el universo particular que es nuestra vida.
Seguiré pues, haciendo campaña para
que se deje solos y tranquilos a unos, en sus bohíos en medio de la
selva, como seguiré respetando y sonriendo ante algunas costumbres
locales, aunque desordenen los horarios, no encuentren justificación
en la burocracia y nos parezca que son un atraso que va en contra del
progreso del país y del bienestar de unas “pobres gentes que no
saben lo que hacen porque no han recibido educación”.
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