La serpiente se extiende negra sobre la tierra, discurre por los caminos, medio oculta entre los árboles, absorbiendo con su garra el aliento, llevándose poco a poco la sangre , la vida de la gente, convirtiendo la tierra antes llena de vida, en un paisaje yermo, de vidas vacías, cuyo cascarón se vuelve viejo y enjuto prematuramente, se enferma, y muere.
65 millones de años atrás, el Rey se paseaba entre árboles inmensos, tan altos que rozaban con sus copas las estrellas y hundían sus laberínticas raíces en las entrañas de la tierra; rodeado de una selva de vegetación exuberante, camina exhalando vapor y hundiendo sus pies en la brea, incauto, sin saber que un día caerá pesado como plomo y él y el suelo serán uno, y la tierra le tragará y absorberá su sangre para guardarla, negra y espesa en sus entrañas.
Y llegaron nuevos reyes. Y dieron vida a la serpiente con sus manos, y le abrieron camino. Un camino profundo desde las entrañas de la tierra, para poco a poco succionar la sangre del Rey, sangre de vida, sangre negra y espesa de muerte, con la que comprar y fabricar sueños efímeros con los que sentirse Reyes sobre la tierra enjuta y cada vez más seca, mientras sus pulmones se les vuelven negros y ellos –obstinados y firmes- maldicen el aire mientras acarician a la serpiente, incansable, desfilando, entregándoles sangre espesa y oscura, día tras día, noche tras noche, sin descanso.
Hijos de reyes. Hijos de reyes que un día fueron hermosos, recuerda y maldicen al padre que corría libre sobre la tierra, libre y “feliz”, iluso y egoísta, arañando y arrancando sin ningún escrúpulo la vida de las entrañas de la Madre, creyendo que no deben volver nada a cambio. Ahora ellos viven en mundos grises, caretas fantasmales cubren su rostro, sus pies arrastran suciedad y enfermedad, refugian sus mentes en sueños construidos con ceros y unos que les hacen olvidar lo que fueron y lo que son: fantasmas, vagabundos, unos pocos orgullosos y mezquinos que se creen Reyes sobre la tierra.
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