Hay un tipo de personas en este mundo, que como una lacra social, como una pandemia que cruza mares y océanos llegando hasta los rincones más recónditos del planeta, se dedican a contaminar con sus palabras y sus actos la vida tranquila de la gente. Son perores que las arenillas o las coloradillas, que te pican en los tobillos y en las manos y transmiten una enfermedad peor que el paludismo. Son unos moscos grandes y gordos que transmite la terrible enfermedad de la verborrea, siembran egoísmo y cizaña entre las gentes de bien.
Siempre están ahí, chupando del frasco, hablando por hablar y dar sensación de que hacen algo en beneficio del prójimo, aunque en el fondo sea en beneficio de ellos mismos y de los abejorros a los que guardan el palacio, aquellos que les dan cuerda y una posición cómoda para que no chillen como chilla el vulgo.
Son especialmente más voraces cada 4 años, cuando, como una plaga de langosta, lo inundan todo con sus eslóganes, sus músicas, sus mil y un papeles de colores. En el bus, el comercio de la esquina, en las antes limpias fachadas de los edificios, en los postes de la luz e incluso en las aparentemente ilustres casas de los simpatizantes. Por todas partes van sembrando semillas, esperando que alguna germine en la mente de alguna persona de bien.
Están ciegos por su avaricia y su egoísmo; cazadores desaprensivos, se cuelan por cualquier resquicio e invaden la vida privada de las personas, interrumpen programas de televisión y radio, estropean sencillas fiestas populares y tradicionales con sus discursos envenenados.
¿Y todo para qué? Para vivir ellos cómodamente otros cuatro años, mientras la gente ve como los moscos les chupan poco a poco la sangre hasta dejarlos en un pellejo seco botado en alguna cuneta.
¡Como me gustaría coger un enorme matamoscas y aplastarlos a todos! ¡¡¡Plas!!
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