Nunca estuve en un internado. Nunca fui interno y nunca antes me había tocado hacerme cargo de uno, o para ser más exactos, nunca me había tocado trabajar en uno.
Desde diciembre soy el encargado de la residencia de varones aquí en este colegio-internado. Es un trabajo agotador, de gran responsabilidad, aunque uno a menudo se olvide de ambas cosas. Cuando pasan ya más de 7 días sin estar al tanto de los estudiantes, me siento vacío, y después de 3 semanas aguantándoles, estoy deseando que se marchen ya para sus casas y me dejen descansar, me liberen de la tensión de dormir con un ojo abierto y otro cerrado.
A veces, cuando estoy tranquilo y pensativo, me asusto al darme cuenta de la enorme responsabilidad que es, y me pregunto qué pasaría si pasase tal o cual cosa más o menos grave, luego me asombro al ver que soy perfectamente capaz de salir adelante en las situaciones malas, de resolver entuertos y de enfrentarme con retos. Nada mejor que poner al límite esta compleja máquina humana para que ella de su respuesta más aproximada, que no es perfecta como la de una computadora, pero que sin duda es mejor.
Mi principal quebradero de cabeza en el internado es conseguir pensar y actuar más rápido que los estudiantes, lo cual es bastante complicado porque son bien vivos. Se las saben todas y se cuelan por todas las rendijas. Sobre todo me preocupan aquellos que no temen al castigo y que no se dan cuenta y reflexionan agachando la cabeza cuando les pillas haciendo lo incorrecto, en estos casos me siento desarmado y sin salida. Supongo que la vida nos va dando estrategias.
Por ejemplo, el trabajo en el internado me ha servido para darme cuenta de que unas normas estrictas aunque flexibles y acatadas por todos, son necesarias. O dejas las cosas claras desde el principio o la vida es un desorden. Eso no quiere decir que haya que actuar como un sargento, pues también me he dado cuenta que ese tipo de disciplina no funciona porque invita a que el individuo no piense ni reflexione y sólo actúe correctamente cuando tiene el machete sobre la cabeza y el sargento gritándole en el oído. En cuanto ambos desaparecen, vuelva a actuar mal.
Encontrar el equilibrio entre la amenaza y el consejo, entre la disciplina férrea y una mayor laxitud es complicado, muy complicado.
Así que, haciendo equilibrios, enfadándome, y teniendo paciencia, harta paciencia -algo que por suerte me sobra- voy viviendo día a día, aprendiendo y enseñando a la vez.
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