Es viernes y son las 12 y media de la noche. No tengo demasiado sueño, pero tampoco me decidía bien por qué hacer. ¿Acabar de ver el Hombre de Mimbre? ¿Seguir leyendo Metrópolis, o comenzar el Quijote? Últimamente me cuesta mucho decidirme ha hacer algo. Mejor dicho, llevo ya así muchos meses. Tardo en decidirme ha hacer algo, y cuando lo hago, suelo dejarlo a medias y nunca encuentro el momento oportuno para acabarlo. Todo me da pereza y el trabajo que implica cada acción se me hace muy duro. Tengo por esta bitácora virtual dos o tres historias esperando un final, pero parece que no me decido a acabarlas. No veo las cosas claras en la cabeza, no siento ese impulso interior para continuar, o para empezar. El único remedio es obligarme, obligarme a sentarme y teclear, a ver la película entera y luchar contra un cansancio que parece autoinducido, aunque a veces se me hace también muy duro sacar adelante esa obligación impuesta por mi mismo.
En este rato de indecisión, volví a merodear por los bites de este viejo ordenador, ahora relegado a un cuarto vacío de una casa fría y vacía en un pueblo que cada vez se me antoja más pequeño y aburrido, y encontré fotos de años pasados, iluminadas por sonrisas y siluetas de etapas más optimistas de mi vida, quizá más soñadoras o distantes de este mundo real en el que pienso y pienso día a día.
No se. Me repito esas palabras una y otra vez. No se. Quizá sopeso mucho las cosas, pero tengo la sensación de que hasta ahora no las sopesaba a penas. Quizá sea necesario un poco más de decisión, de “no pensar” otra vez, quizá no. No se. Me da la sensación de que esa es la única manera de salir, de cambiar de desconectar, olvidarme de todos mis pensamientos presentes y dejar que otros pensamientos llenen mi cabeza y me hagan escapar de la realidad aunque sea sólo unos instantes.
No hago si no construir historias, mundos ficticios, pensamientos de blanco sobre negro, para intentar soñar y levar anclas dejando la realidad atrás, algunos acaban en este blog, otros, los más personales, los menos ficticios, siguen rodando en mi cabeza sin atreverse a salir por los dedos o por la boca. Historias que me parecen más un reflejo de mi vida actual, de la realidad, que fantasías para volar lejos. Ni siquiera las fantasías de otros, las que veo y leo, consiguen hacerme volar para siempre, funcionan un momento, pero el sueño se desvanece poco después, devolviéndome de vuelta a esta absurda realidad, e incluso a veces no son lo suficientemente fuertes como para envolverme en una nube en la que construir castillos y reinos imposibles.
Siento que debo salir, y construir esos sueños con experiencias, con anécdotas de un día a día en movimiento, como hacia antes. Y sin embargo, me asomo, miro a lo que voy a encontrarme, a aquello que antes no veía o desconocía, y no paro de preguntarme ¿Merece la pena? ¿Merece la pena sacrificarse, luchar, moverse, vivir, en este mundo tan maltrecho? Es difícil contestar a esa pregunta cuando la sociedad, la gene que te rodea, el mundo en general, se mueve, en una dirección totalmente diferente a la que sientes, cuando los actos globales persiguen fines totalmente diferentes a los tuyos y no parece quedar espacio para otras opciones. Cuando no encuentra uno un reflejo en sus gustos, sus ambiciones, sus metas, entonces se pregunta ¿Merece la pena, merece la pena salir, y comenzar a caminar, abriendo camino en la espesura, trazando sendas nuevas, desafiando las autopistas y los caminos cuadriculados? ¿Qué otra opción queda, esconderse –imposible- o quizás, saltar?
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