Para una chica cuyo nombre nunca supe...
Eran las dos de la tarde de un viernes. Él esperaba al tren, de pié sobre el andén, cargado con el equipaje necesario para un fin de semana. Era un joven alto y delgado, estaba pensativo y serio, llevaba ya semanas en la ciudad, y ésta, a pesar del calor repentino de principios de junio, se había convertido en un lugar frío en el que resultaba difícil encontrar compañía. Un lugar lleno de miles de personas, todas absortas en su vida diaria, corriendo de aquí para allá sin pararse siquiera a mirar a un extraño. Y lo peor, él se sentía como una de ellas. Quizá le sentase bien cambiar de aires y pasar un par de días en el pueblo.
No quiso esperar más tiempo y se decidió por el tren de las dos y diez, un cercanías que paraba en todas y cada una de las estaciones y apeaderos desperdigados a lo largo de la vía. Cuando el tren entró en la estación, subió y buscó un asiento confortable, con la butaca de enfrente libre para poder estirar las piernas colocar en ella sus pertenencias bien a la vista. La gente, no mucha, como ya era habitual en el tren últimamente, fue ocupando asientos aquí y allá, desperdigados por el vagón.
Poco antes de la salida subió ella. Era una muchacha de unos veinte años, de semblante agradable, con una carpeta y un bono de viajes en la mano, una estudiante de regreso a su pueblo tras las clases, como todos los días. El tren no estaba medio lleno, pero las prisas, el temor de perder el tren, la hicieron sentarse junto a él.
-¿Está libre este asiento?
Él oculto tras un periódico, a penas acertó a decir, -¿Qué? Sí, sí.
Apenas le vio la cara. Escondido tras el periódico, no se atrevió a levantar la vista, la imagen de la muchacha pasó por el rabillo de su ojo izquierdo mientras ella se sentaba y se acomodaba.
El tren partió. Él realmente no leía el periódico, pasaba las páginas, lo ojeaba rápidamente fijándose en esté o aquel titular, deteniéndose un poco más aquí o allá, y mirando de vez en cuando un poco más a la izquierda para ver si ella seguía aún allí, sin atreverse a levantar la cabeza y decir un "¿A donde vas?" "Hace calor, ¿eh?" Ni un simple hola, una cortesía. Ella estaba sentada con las manos cruzas, mirando al frente, contando los minutos esperando a que la silueta del revisor asomase por la puerta del vagón y rompiesen la tensión con "Billete, por favor". De vez en cuando miraba hacia la derecha, hacia la ventana y ese joven del periódico que disimuladamente apartaba la vista cuando ella se movía.
El revisor llegó y derribó el muro infranqueable del periódico, picó los billetes y continuo su interminable paseo por el tren. Él, el ahora con el periódico sobre las rodillas mira al frente, como ella, intentando vislumbra algo en el azul de la butaca, esperando a que algo que nunca llega le diese pie a seguir una conversación que no sabía cómo empezar.
Cuando se quiso dar cuenta, el tren llegaba a su primera parada y ella se marchaba con un tímido "hasta luego" que él no se atrevió a devolver mientras la veía levantarse y bajar del tren.
Unos minutos después, el tren se deslizaba raudo de nuevo sobre las vías. La tensión del aire había desaparecido, y el estaba ahora solo, mirando fijamente la butaca en la que se había sentado ella, pensando "Por qué, por qué siempre pasa lo mismo. Por qué esta timidez, por qué no me salen las palabras de la boca, por qué no me encuentro con alguien más atrevido que yo, que empiece algo que luego ninguno de los dos queramos parar, por qué, por qué, por qué..."
De repente hacía algo más de frío en el tren, que seguía su camino hacia delante, vacío, inerte, frío, como la ciudad a los ojos de él, precipitándose hacia un futuro inseguro, en el que él intentaba encontrar la calma que tranquilizase a su corazón pensando "la próxima vez será"...
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