Estudiar historia resulta interesante y curioso. Dice ¿y para qué te sirve eso? Claro, en esta sociedad, en la que lo único que importa -según dicen- es tener un buen trabajo (léase trabajo fijo, y que tenga buen sueldo) para poder comprar un coche y un piso, (y apalancarse, y engoradar, y llegar a ser un confromista más si lo lo eres ya, y pensar en ti y en tu prole de niños florero -¡hay que mono es!, ala niño, dejame en paz, mira que cosa tan bonita, te-le-vi-sor, ¿a que te gusta eh?, pues ala quédate aquí y no molestes-, olvidándote del mundo que te rodea,...
Claro, en este mundo, una materia (no voy a entrar en disquisiciones de ciencia, cuasi-ciencia,...) como la historia no vale para nada.
Vale para mucho. Sobre todo, y en contra de esos que piensan que estudiar historia es crear enciclopedias andantes para Saber y Ganar o cualquiera de esos concursos, sirve para crear una conciencia crítica en el ciudadano, y hacer que participe en los diferentes aspectos de la vida, comprometiéndose con unos valores determinados, pero a su vez abierto a nuevas posibilidades.
La historia nos muestra a menudo, cómo, con el tiempo, la constancia, la dedicación, las posturas más enfrentadas se moldean, se suavizan, todos ceden un poco de terreno y consiguen vivir en más o menos armonia. Por eso, recuerdos como el que mi tía encontró en un cajón, y que yo os cuelgo ahora aquí, nos provocan cierta sonrisa.
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