El fresco de la mañana despierta mi rostro lavándolo con la húmeda de la lluvia caída a noche. Camino apurado sorteando charcos por una ciudad que aún no despierta hasta el terminal del aeropuerto, donde unos taxistas aburridos esperan sin mucho éxito los primeros clientes de una mañana de sábado.
El terminal está casi vacio, somos pocos los que este sábado nos disponemos a tomar un bus que nos llevará a la aeropuerto, en lo que fue otro pueblo y que ahora llaman "afueras" de la ciudad. Recuerdo todavía cuando los aviones surcaban el cielo por encima de las casas del barrio, despertándonos a las 6:30 de la mañana con el rugir de sus motores, haciendo temblar los cristales de la ventana en una matutina competencia con las campanas de la iglesia vecina. Hoy las camapanas llaman solas a misa, los otros pájaros levantaron su vuelo.
Puertas adentro, todos los aeropuertos, incluso sus "terminales urbanos" son iguales. Las mismas azafatas, los mismos recepcionistas de sonrisa y reverencia eterna, los mismos guardias de seguridad que intentan pasar desapercibidos, la misma cafetería prefabricada con precios "para turistas". El bus, un impoluto bus último modelo, diseñado para hacer el viaje de 90 minutos hasta el aeropuerto lo más placentero posible: suaves asientos aterciopelados con cinturón de seguridad y suficiente espacio entre fila y fila para estirar las piertas, televisor, conexión wi-fi gratuita. Todo está servido para que el pasajero no se entere del viaje.
Poco después de arrancar, un video nos explica las inmejorables medidas de seguridad del medio de transporte, nos indica todas las comodidades a nuestra disposición y no deja con una cadena infinita de imágenes turísticas de un pais construido a base de photoshop: los rincones más bellos, las gentes más felices, aseadas, amigables que uno pueda imaginarse. Por unos minutos mi mente se pierde en los paisajes del video. Sin mucho interés, consulto la hora en mi reloj -apenas han pasado 15 minutos-, el viaje se me hace eterno, no se bie por qué. Leo el letero en el respaldo del asiento de adelante con las claves de la wi-fi y pienso en sacar mi tablet del bolsillo y escapar de este aburrido mundo sobre ruedas, pero mi mirada curiosa se escapa por la ventana. Hemos dejado las calles del norte de la ciudad y el bus avanza por las afueras de la ciudad. Son ya las 8:30 y la gente comienza a hacer presencia en las aceras, esperando los primeros buses urbanos o interurbanos, calentando el estómago con café o colada caliente, acercándose a los madrugadores puestos callejeros donde esperan también empanadas recién fritas. Poco a poco se van levantado persianas de los comercios, poco a poco la calle se puebla de gente de todo tipo y condición que, sin pausa pero sin prisa comienza su sábado: unos pasean al perro, otros esperan el bus que les lleve al trabajo, otros tantean el aire esperando "hacer un buen sábado".
Toda esta gente multicolor, envuelta en sudaderas, en uniformes de colegio que no encajan en un sábado, en descoloridos uniformes, en trajes que quieren causar mejor impresión o que desfilan por obligaciónes laborales, en gorros sinténticos, sudaderas, en apretadas camisas de manga corta; actores en movimiento del cuadro de una ciudad descuidada, de casas construidas sin orden ni gusto arquitectónico... Estampas vivas de un pueblo que busca su identidad buscando sus diferencias y similitudes en la material y efímera cultura foránea que se le escapa como un sueño palpable y a la vez inalcanzable.
Mientras el bus avanza y recorre estas calles a través de las interminables afueras de la ciudad, tengo la sensación de ir por un canal paralelo del tiempo espacio, la realidad del bus está a cientos de años luz de esa otra que veo a través de mis cristales, que bien podrían ser pantallas murales de un cinema tridimensional. Ésta es uno más de los ejemplos de la absurda realidad que vivimos: en otros lugares, el traslado hacia aeropuertos, hacia barrios "elitistas" o hacia los peatonales y perfectos casos urbanos se hace con los ojos vendados: rápidos metros, calles y campos yermos, que nada dice al viajero, ser viviente en una falsa realidad; falsa por incompleta, pues no contempla en su horizonte las otras realidades de este mundo.
Aquí, en la frontera, esas dos realidades se cruzan, intercambian miradas, sonidos, olores. Nos recuerdan ese Mundo Feliz que vivimos, cuestionándolo desde sus cimientos, dejándonos una tenue marca en nuestra conciencia, como una semilla que en la mayoría de los casos no germinará.
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