Hacía ya bastantes años que tenía ganas de conocer Quintanilla de los Oteros, el pueblo de uno de mis abuelos. Por fin, este jueves tuve la oportunidad de parar a concerlo, o al menos lo que queda de él. Por que, la principal razón por la cual no habíamos parado antes en Quintanilla es que "ahí ya no hay nada".
Mejor dicho nadie. No manejo fechas, pero hace ya por lo menos 20 años (o más) que no hay ningún vecino en el pueblo, apenas el pastor, que aguanta allí, en medio de la nada, rodeado que casas de barro huecas y vacías, invierno tras invierno. El pueblo es hoy día un cementerio sin almas, un montón de casas cerradas, derruidas; apenas alguna se mantiene en pié y arreglada gracias a algún niño ya adulto al quien la nostalgia le ha devuelto a su pueblo.
Porque, de Quintanilla, como de otros tantos pueblos agrícolas, la gente se fue marchando, a buscar fortuna en tierras lejanas o la comodidad de ciudades o pueblos próximos más grandes. Y cuando el hambre de tierras pasó, estas quedaron yermas, olivdadas junto al trillo y la vieja casa de labradores.
Tras años de escuchar relatos, de mi abuela, de algunos de mis tíos, que iban allí de críos a pasar los veranos, relatos cálidos y llenos de ternura sobre cálidos días trillando, sobre los juegos en el frontón (del que ya no queda ni un solo adobe) a la salida de la iglesia,... me he quedado un poco perplejo al comprobar como el tiempo ha hecho que el pueblo parezca aún más pequeño de lo que alguna vez fue, y ha vuelto a convertir en polvo aquel barro que un día unas manos convirtieron en adobes y tapiales de casas. Según paseo por las calles aún de tierra vienen a mi mente imágenes de polvorientos pueblos del tercer mundo, con casas semiderruídas, y según pienso en el pasado de este pueblo, no puedo sino recordar aquella triste canción de Serrat... Colgado de un barranco, duerme mi pueblo blanco...
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