El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

domingo, 30 de julio de 2017

Ruido

Estoy sentado en un comedor cualquiera, en una esquina cualquiera de una ciudad ecuatoriana. El comedor es un espacio simpático, ni muy grande ni muy pequeño, con una serie de mesas decoradas con fotos de platos combinados y estampas de la cultura local, todo ello decorado con estridentes colores, letras con filos y sombra y efectos 3D salidos de la mente de algún pseudo-diseñador de alguna imprenta -léase local de gigantografías- local. Siento la borrachera que tanta imagen voluptuosa provoca en mi y dedico levantarla vista y observar el resto del local: al fondo la cocina separada por un mostrador que hace las veces de caja; en el otro extremo la calle con su tráfico, transeúntes, bullicio y calor. Me quedo unos instantes observando la vereda, escuchando los sonidos que entran a través del local sin puertas ni ventanas: apenas dos persianas metálicas que se enrollan todos los días a las 8 o 9 de la mañana y vuelven a estirar su protectora pereza 12 horas después. En una esquina, situado discretamente hay un enorme parlante negro gritando sobre su firme pedestal a los viandantes. No grita nada específico, sólo tiene música: salsa, cumbia, reaggetón, música chicha. El volumen es tal que se escucha desde una cuadra o dos: es el anuncio de "estamos abiertos, venga a disfrutar nuestros platos", es la competencia feroz contra el local de enfrente que hace poco o más o menos lo mismo.

Respiro, miro mi celular y me pregunto por qué entré en un comedor con semejante contaminación sonora en la puerta. El volumen es tal que, a pesar de estar orientado el parlante hacia la calle, penetra también en el interior y se mezcla con el zumbido de un ruidoso ventilado -parece más un motor fuera borda reconvertido en ventilador- y el de la televisión, donde un trajeado presentador de noticias se desgañita por hacerse oír.
Cuando me sirven la sopa, le pido al camarero que por favor baje el volumen. Lo apaga completamente. Bendición. Pero no tardan las protestas y reclamos de otros comensales que quieren ¿oír? ¿ver? las noticias. Con semejantes ruidos es imposible escuchar qué dice el tipo del noticiero de televisión, salvo que uno ponga toda su atención en él, cosa que nadie hace: nadie el local mira al televisor ni le presta atención, todo están absortos en su sopas, sus segundos platos, su celular, la conversa con sus compañeros de mesa o el flirteo de turno con la compañera de oficina. Nadie presta atención al televisor ¿y entonces, porqué el reclamo me pregunto? Me respondo yo mismo: por el ruido, necesitan ruido. Ruido en la pantalla de televisión, ruido en el ventilador, ruido en el parlante de la entrada, ruido en el estridente letrero luminosos que corona la entrada del comedor, ruido en la decoración de las mesas y las paredes.

Vienen a mi mente imágenes de mis días pasados en este pequeño y gritón país: la imagen de los adolescentes del internado, llegando sudados después de hacer deporte, encendiendo la radio y la televisión y la llave de las duchas, todo-a-la-vez; la hermosa cafetería del museo, con sus cristales y perfiles de limpio aluminio asomándose a un hermosos paisaje sobre el río, cubiertos en parte por gigantografías de helados y postres, por luces led de colores chispeando tarde y noche; la música de la bailoterapia, saliendo de un parlante gigante, moviendo a propios extraños en tres o cuatro cuadras a la redonda, metiéndose en el cine, en la cafetería, en la biblioteca, cruzando la otra orilla para hacer bailar también a quién sabe quién en qué sabe qué casas. Los buses con música a todo volumen y vendedores ambulantes gritando, las rancheras casi disco-móvil, los jóvenes en la orilla del río espantando los zancudos a golpe de reaggeton, con sus cajas de música portátiles...

Alguien podría pensar que éste es un país musical. Para nada. Ecuador tiene su cultura musical, su tradición, sí, rica e interesante como todas, e incluso fuera de la música folklórica y tradicional, hay jóvenes con propuestas musicales bien interesantes, pero no es esta música la que inunda calles, comedores, buses y mercados. La música que inunda estos lugares no es música, o mejor dicho a nadie le importa si es música o no, si es esta música o aquella: se trata de hacer ruido, de hacerse oír, de hacerse sentir: parece un grito desesperado a la vez que cotidiano para gritar al mundo "¡aquí estoy yo, el mejor, el más sabroso, el más grande!" En un país eminentemente fonético como decía Velasco Ibarra, un país donde nadie lee -ni los libros ni la señales y letreros de la calle, ni las cartas de los comedores-, pero un país donde todos hablan y se hace oír, el ruido: sonoro y visual, parece una seña genética de identidad: ruido más ruido, dos veces ruido, y si podemos hacer tres veces ruido mejor. "Verá licenciado si yo apago el parlante de la cafetería no entra nadie, porque piensan que está cerrado". De nada sirve un letrero de abierto/ cerrado, un horario en la puerta. Tienen que oírlo de viva voz, escucharlo "sin querer queriendo" y seguir haciendo ruido.

Me pregunto dónde nacerá, de dónde vendrá esta necesidad de los ecuatorianos de competir entre sí mismos por ser los más bulliciosos, los más ruidos, del barrio. ¿Será por ser un país tan chiquito que tiene gritar para hacerse oír en esta latinoamérica? ¿Gritaban y hacían bulla sus primeros pobladores allá en la época prehispánica, o es una costumbre mal importada de una linea deformada de técnicas de márketing capitalista y cultura de los mass media? No lo sé. Ecuador es ese país de contrates, donde las empresas que nunca quiebran, a parte de la cervecería nacional, son las que venden parlantes -cuanto más grandes mejor, equipos de sonido, micrófonos, amplificadores, televisores de no sé cuantísimas pulgadas, full HD, motos y carros gigantes y ruidosos, y litros de tinta de inyección y metros de lona para imprimir diseños estridentes echos con cursillos de 8 horas de photoshop y publisher.
En el otro extremo del país, ni al norte ni al sur, ni al este ni al oeste, sino "en el otro extremo", la quietud de los páramos, de los nevados con el aire de hielo que silba y corta la piel, el rumor de la olas de mar rompiendo entre silenciosos pescadores artesanales y la armonía del canto de la selva, roto y salpicado por algún altoparlente en alguna fiesta "tradicional o importada", que llega apabullando a todos con su estruendo, sacando se su meditación a la pacha mala y a los samays de estas selvas y estos páramos, desterrándolos durante unas horas -o siglos quizá-, para luego devolverles la quietud de la vida, y la armonía del silencio.

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