El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

jueves, 15 de diciembre de 2016

Viaje a Esmeraldas

Martes de 1 de noviembre. Martes de todos los Santos, de cementerios y fiestas que anuncian otoños. Y martes de tormenta para mí. A pesar del radiante sol y del calor sofocante de todo el día, el martes se tejió negro desde mañana y amenazó con descargar sobre mi en el momento menos pensado. Se contuvo al fin, y yo pude escapar y dejar mis nubes atrás.

Eterno día martes que parecía nunca acabar, yo queriendo cerrar las puertas del museo y escapar, repitiéndome por qué había comprado boleto para el penúltimo bus de la noche, por qué me había impuesto tan larga espera.
Fueron finalmente las nueve cuando a la carrera logré escaparme del museo y tras una ducha rápida, un sándwich aún más rápido, preparé rápidamente la mochila y eché un último vistazo a la casa antes de cerrar las puertas y volar a la esquina a tomar un taxi. Al final mi penúltimo bus, después de los avatares del día, parecía que iba a irse sin mi. Apareció por suerte un taxi que contagiado de mi prisa me llevó directo al terminal de buses donde un amigo guardia de seguridad me gritaba "buen viaje licen" mientras yo saltaba casi del taxi al anden y de ahí al bus que esperaba ya con casi todo su pasaje a bordo.
El bus arrancó. No recuerdo mucho más de esa noche. Por unos instantes me quedé pensativo intentando chequear mi equipaje mentalmente. Si algo falta, ya no tenía remedio. Tampoco me importaba. Estaba dispuesto a vivir con lo puesto cinco días y dejarme llevar por la vida. Me despertó la sed y el ruido del bus al detenerse en una gasolinera el tiempo necesario para revisar la refrigeradora de la tienda y comprar lo único bebible que resultó ser una descafeinada Coca-Cola cero que acabé dejando macerar como caldo intragable día y medio. Horas después, desperté de nuevo, más descansado, justo para ver amanecer Quito en sus barrios del sur, barrios obreros de cemento gris muerto a esas horas de la madrugada, de casas de obreros y aire seco de afueras de ciudad de hierro y hormigón y plásticos, rodeando un sintético terminal de buses, pedido en el desierto de las afueras como un oasis donde todos los viajeros de paso se refugiaban unas horas.

Quitumbe era un verdadero hormiguero. 6:30 y ya no había donde sentarse. Yo me dediqué a pasear para estirar mis entumecidos huesos, hasta que el cansancio de una noche de bus me hizo sentarme apoyado contra una barandilla de frío metal esperando a mi compañera de viaje.La Dani contestó pronto a mi mensaje de "ya llegué" con un "me visto y bajo". Su bajada casi se me hizo eterna. Intenté recordar dónde estaba la casa de la Dani pero el mapa urbano del sur de Quito se había borrado de mi mente. Hacía años que no estaba en ese sector. Mi amiga apareció con una sonrisa y abrazo, vistiendo un simpático forro polar que me hizo recordar por primera vez que entre mi calurosa amazonía y la costa que era nuestro destino, estaban los valles de los andes, donde siempre hacía algo de fresco, donde Quito amanecía entumecida por el frío de sus 2900 metros de altitud todos los días del año. Recién sentí el frío Quiteño. Daniela me arrastro a un abarrotado patio de comidas donde el desayuno estándar, café más sándwich me fue servido por dos vendedores distintos, uno el café, el otro el sándwich, calentando mi estómago y dejándome con la duda de a cuál de los dos debía pagar por el desayuno.
De pronto alguien nos apuraba para que dejásemos libre la mesa del abarrotado comedor. Eran ya las 9 de la mañana y el terminal estaba aún más lleno de gente. De alguna manera había que escapar de esa marea humana de quietas figuras que espera, figuras que rebuscan y negocian y ruegan por conseguir un boleto de bus que les saque del interminable estado de tránsito.
Salimos del abarrotado patio de comidas. Nos perdimos y reencontramos entre la marea humana y cruzamos a los andenes donde nuestro bus esperaba ya tranquilamente a sus pasajeros. El auto empezó a rodar lentamente. Las casas de bloques cemento del sur de Quito, los barrios de calles estrechas, calles en cuesta, calles desiertas de gente pobladas hoy por lentos autos y buses poblados de gente, empezaron a desfilar por los vidrios del autobús. El camino hacia la cosa norte se hacía eterno. Intenté dormir el cansancio de la anterior noche sobre ruedas pero no lograba conciliar el sueño. La batalla por combatir las horas de viaje se fue tiñendo de película sangrienta a todo volumen, conversaciones esporádicas con mi compañera de viaje, y el frío: un frío penetrante que parecía llevarnos al invierno austral y que restaba fuerza a los rayos del sol tropical que brilla afuera de los vidrios del bus. Por algún motivo, el chofer había decidido conservarnos como carne de tercena y llevarnos bien fresquitos hasta la costa.

Los intentos por que el chofer apagase el gélido aire acondicionado fueron todos en vano. La televisión por lo menos sí dejó de vomitar sangre y arrear golpes a diestro y siniestro. Con la leve chompa puesta, capucha incluida, y envueltos en una toalla de playa, desfilamos lentamente hacia Esmeraldas. El paisaje no se me hacía especialmente atractivo, y la lentitud del viaje lo hacía menos atractivo aún. La Dani me miró sonriente despertando de su gélido sueño. En alguna parte de mi rostro vio mi angustia interna y externa y empezó a jalar de ovillo. Aún no se bien cómo lo hace, pero esa capacidad suya para leer en mi mente y hacer que le cuente aquello que no me atrevo a contar a nadie, a expresarle mis miedos y enfados, para luego recibir una dosis de cariños y bofetadas cariñosas para hacerme reaccionar y ver y aceptar la vida y enfrentarla, es algo único en ella, algo por lo que nunca pararé de darle las gracias. No podría decir que todo mi año de tensiones, sentimientos personales atrapados, sentimientos encontrados, miedos, pesares conmigo mismo, se curasen en aquellas 8 horas rodando hacia la costa, pero sí se rompieron las compuertas que los mantenían atrapados y entró un aire fresco, dispuesto a hacer las heridas empezaran a escocer lo suficiente como para empezar a sanar.

El bus hizo su primera parada en Esmeraldas casi 8 horas después. A pesar del color de su nombre, la ciudad se aparece en el horizonte como un secarral polvoriento donde es mejor no bajarse: sol, polvo y la refinería, muda en aquellas horas de la tarde. Para mi sorpresa, casi todo el pasaje del bus baja allí. Nosotros seguimos unos minutos más tarde rodando hasta Atacames, por unas carreteras más tranquilas pobladas de letreros con nombres de lugares que se me antojan palabras de un pasado olvidado: Súa, Tonsupa, Atacames.

Atacames. Parada obligada. Nuestro destino es Mompiche, pero a estas horas ya ha salido el último bus hacia ese pequeño pueblo pesquero. Atacames nos recibe con una noche fresa y el bullicio de los miles de turistas. Deambulamos varias horas buscando un hotel. Yo camino perdido entre las calles y edificios. Mi imagen mental de Atacames era otra: la de aquella playa paradisiaca bordeada de palmeras y con cuatro o cinco casas de caña o madera. Nada queda de eso ya: Atacames es una pequeña ciudad de provincias, que se esconde tras una muralla de altos edificios de hoteles bordeando una playa cuyo malecón son una serie de bares-discoteca y comedores populares que se asemejan a un peaje obligatorio para poder pasar a pisar la arena de la playa. ¿Cuántas veces, me pregunto, verán y pisarán la playa los mismos vecinos del pueblo, esos que parece haber sido echados atrás por los gigantes hoteles, expulsados al otro lado de ese contaminado río de aguas verdosas que parece separar dos mundos, el de los habitantes de la ciudad y el de los turistas?

Cansados decidimos comer. Los comedores también están repletos. La crisis, el miedo al terremoto en la costa, parecen haberse olvidado "Todo Quito está acá" me dice la Daniela mientras cenamos, como si quisiera excluirse de sus vecinos. La miro y sonrío. En cierto modo es verdad: solíamos ser de los que se quedan los feriados en casa y salen de viaje cuando todo el mundo trabaja. Por una vez, nos hemos unido al barullo y la multitud.

El ruido, la música y las luces de la ciudad me siguen aturdiendo. No consigo saber dónde estoy, o si estoy donde quería ir. Necesito ver el mar para respirar tranquilo y arrastro a mi cansada amiga a la playa, que en su oscuridad plagada de algunas botellas vacías y los últimos paseantes del día, nos devuelve a la realidad eterna de las olas con el constante murmullo del mar, que lucha contra las discotecas y bares de música pasada de decibelios para hacerse escuchar.

Hubiera preferido quedarme dormido en la playa, pero me dicen que no es seguro. A la mañana siguiente, me escapo temprano del hotel y bajo a la playa quiero caminarla unas horas, antes de seguir ruta hacia Mompiche y antes de que se llene de turistas y vendedores ambulantes. La playa es enorme. Intento imaginármela con las palmeras y las casas de caña de hace 30 años pero no consigo sacarme los edificios y el concreto de la linea de costa. No quiero sentir iras por el progreso. He venido a playa a olvidarme de todas mis tensiones, del trabajo, de las pelas, de los amores... Prefiero mirar al mar. Es el mejor lugar para olvidar, para llorar, para limpiar la mente y ampliar el horizonte y sanar heridas.
"¿Dónde andas bicho?".
"En la playa pues. Caminando hacia el sur"
"Y dónde es eso".

Tres mensajes. Daniela se ha despertado. Supongo que nadie contesta a estas horas con puntos cardinales, y me doy media vuelta, rumbo al norte, para encontrarme con ella. Al paso me salen también varios camareros-publicistas de algún puesto de comida a pie de playa ofreciéndome platos de mariscos y pescado para desayunar. Nunca me acostumbraré a esa costumbre de almorzar desayunando tan extendida acá en Ecuador.
- ¿Quieres un poco? - Me dice la Dani con ojos vivos mientras sorbo tranquilo mi café y miro con curiosidad su ceviche de concha. Sonrío, pagamos la cuenta y vamos en búsqueda del bus que nos lleve a Mompiche. Todo el mundo nos pregunta si tenemos carro. Cuando contestamos que no, las indicaciones de dónde paran los buses se vuelven de lo mas vagas. Por suerte, media hora después estamos viajando parados en un bus que dice ir a Mompiche. La Daniela es más viva y enseguida consigue puesto. Yo sigo haciéndome el gringo, aguantando parado hasta que alguien más se baja del bus y la Dani me da un tirón del brazo y me sienta junto a ella.
- ¿Has escuchado alguna vez a Marta Gómez?
Me pongo los audífonos de la Dani y el resto del viaje al Mompiche se puebla de las canciones de esta cantautora colombiana de la voz de Daniela hablándome de las canciones y la historia de la cantante y del paisaje de la costa esmeraldeña, que por fin se viste de verde recordándome con su bosque tropical los bosques de esa amazonía mía que me tiene atrapado desde hace años. ¡Cómo pueden parecerse tanto! Ecuador es un verdadero país de contrastes.

Mompiche es un pequeño pueblo de pescadores en la costa de Esmeraldas. Hace unos años comenzaron a llegar turistas de paso y desde entonces el pueblo parece vivir más de ellos que de la pesca, pero todavía no es una zona masificada y por el tipo de turistas que llega: extranjeros, jóvenes la mayoría, y familias sencillas con hijos, todos con la misma expresión en su rostro de disfrutar de naturaleza y aire tranquilo, no creo que llegue a desaparecer nunca conquistado por el cemento y el consumo como Atacames. De nuevo tengo ganas de correr a la playa y olvidarme de todo, pero hay que buscar hotel. Como la noche anterior, sólo nos ofrecen cuartos matrimoniales. Eso que me causaba tanta gracia anoche, ahora me empieza a molestar, hasta que finalmente miro a la Dani y le pregunto "¿A ti te importa compartir cuarto...?"
Por supuesto que no le importa. Sigo haciendo preguntas estúpidas y la Daniela con su paciencia de psicóloga sigue dirigiendo el viaje. Conozco a la Dani ya muchos años y ella me conoce bien a mi. Tiene esa habilidad de leerme como un libro abierto aunque yo no quiera, y yo tengo la, no se si suerte o habilidad, de poder leer dentro de ella cuando ella abre un resquicio de alguna de sus puertas. Ella que siempre está ahí cuando necesito un abrazo, o una buena bofetada, ella que es maestra en desamores, que lleva también su tormenta por dentro pero hoy se ha guardado sus nubes y ha abierto su rostro para que mi tormenta personal descargue y se lleve todo eso que guardo y me pesa.

La tranquilidad y sencillez del pueblo nos atrapa. Pasamos la tarde paseando por la playa y los acantilados, visitando una pequeña cala vecina y observando al regreso al pueblo como las gentes del pueblo descargan la pesca del día. Yo intento escribir algo en mi cuaderno sentado en la orilla mientras la Dani se baña, pero no me sale más que un poema forzado. ¿Dónde esta mi musa? Supongo que todavía tiene que hacer la fotosíntesis de todo lo que está pasando antes de volver a florecer.

La noche de Mompiche es igual de tranquila que el día. Las calles de arena y tierra se pueblan de luces, de gente sencilla paseando tranquilamente y comiendo algo en los puestos de la calle y los restaurantes de caña y adornos sencillos. Seguimos siendo polos opuestos. Mientras mi amiga devora un pincho de carne en una esquina, yo me muero de ganas por una pizza y una cerveza. No es ninguna maravilla culinaria, pero por unas horas, la pizza, la cerveza, la conversación, el lugar me hacen desconectar y respirar. Siento un peso que se va yendo y aunque sigo con rostro pensativo, empiezo a sentir el aire de nuevo. Quisiera quedarme allá en Mompiche un día más, o dos, o tres, pero se que mañana toca retomar el camino de vuelta, y que la segunda parte de la terapia pasa por aceptar y enfrentar todo lo que he dejado a más de 600 kilómetros de distancia en el otro extremo del país.

Los viajes en un feriado de tres días son así de relámpago. La dosis justa de descanso y tranquilidad para volver a estrés diario del lunes al viernes interminable, quizá con mejor cara o cuerpo para sobrevivir a la realidad de nuestras vidas. Esa que hemos creado y aceptado para martirizarnos, olvidando que podríamos vivir de otra manera. El regreso a esa realidad pasa por Atacames y su ruido y una espera larga que nos lleva de nuevo a buscar la paz de la orilla del mar donde sentados, esperamos a que anochezca, donde la Dani me sacude una vez más y me hace despertar de mi sueño de años y prometer no volver a él, y prometer no huir tampoco, y no hablar de más y seguir siendo una persona tranquila y sonriente. Sé que tiene razón, pero prefiero perder mi vista en la arena a falta de un mar que ya se ha escondido en la noche. Siempre me ha constado reconocerme por dentro, mirarme ante el espejo. Quizá por eso esta crónica del viaje ha tardado más de un mes en escribirse.

El regreso a Quito se hace mucho más rápido que la huida del mismo. El bus atraviesa raudo la noche y nos deja en el frío amanecer Quiteño. Daniela se despide con un fuerte abrazo y yo comienzo a cruzar la ciudad desierta hasta casa de otra amiga dispuesta a acoger por unas horas a un viajero en peregrinaje interior, rumbo de nuevo a su selva. Disfruto de Quito día y medio, de sus gentes, de sus comidas, de las risas y las cervezas; un Quito vacío pues atrás han quedado los miles de serranos arañando las últimas horas de playa, pero que aún conserva sus gentes y su crisol de capital andina para entretener y enredar a las gentes de paso: cuando me quiero dar cuenta, estoy corriendo hacia un bus que me llevará de regreso al oriente a la selva, al día a día. No voy ya con resignación. No me pesa el equipaje ni me pesa tampoco el viaje que me espera. Casi sin querer, cuando cae otra noche más -la última- estoy abriendo la puerta de casa, dejando cansado el equipaje, sacándome mis ropas de arenas y salitre y preparando algo de cenar.

Sentado bajo el calor de la selva, abro después mi computador y comienzo a ordenar el misterio de todas las arenas: las que cargo conmigo siempre, las que he dejado en la playa y las que me he traído. Quiero escribir de paisajes y de gentes, de comidas, de olores y sabores exquisitos, que Mompiche y Esmeraldas aparezcan sobre estas páginas del blog como una fotografía viva de la costa ecuatoriana, pero se que no voy a escribir sobre eso, que ellos no han sido los protagonistas ni la razón de mi viaje, por eso cierro la tapa de computador y me voy a dormir, esperando a que las letras que deben bailar, bailen.

Hoy han acabado el baile. Más de un mes después, 10.000 kilómetros lejos de las verdes cosas de esmeraldas y varios grados por debajo del calor tropical. Mi pincel acaba la crónica que empezó hace un mes, y sabe que esta sólo puede acabar con dos palabras: gracias, bicho.

No hay comentarios: