A la 6 de la mañana rompe el alba. Mi despertado suena como un frenético grillo y mi brazo como un resorte lo atrapa y lo apaga, no se si para no negar que estoy despierto o para no despertar al vecindario: hace ya unos minutos que escucho en duermevela los rezos de cuaresma de las vecinas.
Me miro en el espejo mientras abro el grifo de la ducha y espero a que el agua se enfríe: la ducha eléctrica se ha propuesto desde hace un tiempo poner el agua a hervir. Hoy no me toca afeitarme así que puedo pasar más tiempo bajo el chorro de la ducha. Duchado y vestido, el espejo rebela una mancha en mi camisa recién puesta ¡No puede ser!
Después me 5 minutos frotando frenéticamente con un poco de saliva, me doy cuenta de que la mancha está en el espejo. "Bien, bien, hoy estamos bien despiertos ¿eh?"
El desayuno, aunque me proponga llegar antes y hacerlo más tranquilo, tiene lugar a cien por hora y casi sin conversa. Mochila al hombro, parto hacia la carrera de obstáculos de la mañana. Hoy no llueve, pero ha llovido toda la noche y lloverá en cualquier momento, la calle, en obras sempiternas, es un charco enorme de aguas sucias, rodeado salpicado de pequeñas islas y rodeado de veredas irregulares y desechas. Las vecinas de la entrada comienzan a colocar en la poca acera que aún está sana sus carritos con la colada, o el café o el desayuno recalentado del día de hoy para aquellos (aparentemente el 90% de la población) que prefieren desayunar de pié en una calle de barro con ruido de excavadoras y tránsito de camionetas y personas, en lugar de hacerlo tranquilamente en casa.
En la esquina no hay como pasar. El hueco de la tubería, ese que taparon ayer, hoy es aún más grande. Alguien se equivocó ayer. El charco en la acera también es más grande, intento no caer en él, pero no hay remedio: el frío del agua en mi sandalia me recuerda que estoy en medio de la selva, en una ciudad de esas construidas siempre a medias, donde la gente, por no haberlo conocido nunca, no parece tener amor a disfrutar de una ciudad limpia, ordenada y bien traza. El inculcar ese amor propio es parte de mis propósitos aquí.
Mientras pienso en cosas quizá irrealizables, camino raudo esquivando personas y charcos. Desde hoy no se puede ir por la calle del centro, se ha sumado a la larga lista de calles cortadas por obras. Por la izquierda está la tela de araña de cuerdas tendidas de farola a farola preparadas para colgar unos horribles plásticos negros que protejan de sol y lluvia a los vendedores, o para cortar la cabeza a los que medimos más de 1,70 y caminamos despistados. Me voy dando un rodeo por el parque. Los comercios empiezan a abrir, descargan mercancías, sacan de su interior los mil y un tereques que guardaron a presión la tarde anterior y los colocan de nuevo en ese anexo de la tienda que es la acera. Salto entre los coches, los camiones, los perros y los cajones repletos de frutas, de materiales de ferretería, y de mil y una cosas más, En la puerta del colegio se apelotonan varias docenas de madres acompañando a sus hijos a la escuela un día más. Hoy por lo menos está el municipal desafiando el tráfico de la calle peatonal para que no haya desgracias. Dos cuadras más y llego al trabajo. Prefiero no mirar la hora del reloj.
El barro de ayer es hoy un chocolate espeso mezclado con arena a la puerta del trabajo. Hoy parece que los obreros se han dormido, aún no tiembla la calle con el pasar de las máquinas. Sin pensarlo, dos veces, cruzo por donde puedo y me cuelo por la puerta lateral del edificio donde voy a pasar las próximas cinco horas. El guardia sonríe y me alcanza la hoja para firmar y fichar. Con un buenos días hecho y garabato y suspiro. Mientras subo las escaleras hacia el segundo piso, miro por la cristalera hacia esta ciudad de cielo gris encapotado. "En unos meses lucirá más elegante" pienso. Me viene a la mente aquella llegada a Lago Agrio, ciudad gemela de ésta, un día de tremendo sol, saliendo de un bus para caminar por unas polvorientas calles a medio arreglar, las obras, las interminables obras de aquel primer año, las carreras de obstáculos, los charcos...
Sí, los charcos. Aquí siempre hay charcos cuando llueve, y llueve casi todos los días. Al otro lado del río, en la orilla verde, la lluvia no deja charcos, los niños descalzos corren por trochas, por caminos de tierra y lodo, para llegar a la escuela, mientras los autos de los petroleros avanzan impasibles hacia el interior de la selva, ajenos al espectáculo del nuevo día, ese que de nuevo, sigue siendo gris, salpicado de verde.
Voy a pintar un poco más de verde hoy, a ver que pasa. Y mañana también. Y pasado mañana. Voy a seguir esquivando obstáculos contracorriente, sonriendo al estúpido progreso, diciéndole con una mirada pícara "a ver si me atrapas".
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