Los indígenas acá en la amazonia tiene la costumbre de ir a visitar a parientes o amigos a comunidades vecinas o a comunidades lejanas, cruzando casi medio país. Estas visitas no son un "hola cómo estás" acompañado de un café, o un almuerzo, estas visitas pueden durar días o incluso semanas, y su duración no queda establecida en la llegada. La frase tan común de "hasta cuándo te quedas" o la más directa aún "cuándo te vas", serían un insulto a la cara del indígena.
Una costumbre, un ritmo de vida, que nos descuadra a los que vivimos en este mundo "occidental y moderno" donde todo se mueve más aprisa y donde el recelo por lo mío (mi tiempo, mi casa,...) se convierte en una pelea constante que nos hace olvidar la verdadera esencia de ser humanos: compartir, tener las puertas del corazón y de casa abiertas, aprender a conocerse y a reconocerse en el otro. Y para ello hace falta tiempo; de hecho, la respuesta de mucha gente seria que no tiene tiempo para ello. ¿Cómo va a dedicar una semana a conocer a sus parientes o amigos, si a penas tiene un mes de vacaciones, o 3 horas libres todos los días, o 30 minutos para comer? ¿De dónde saco el tiempo?
Por más que uno reprograma su día a día, su calendario, sigue sin encontrar tiempo, y seguirá sin encontrarlo, pues la solución no pasa por reprogramar nuestra vida, sino en reprogramarnos nosotros mismo. El tiempo es el mismo, los segundo pasan a la misma velocidad para todo el mundo, todo lo que hay que hacer es aprender a vivirlo. En una sociedad en la que cada minuto vale su precio en oro, en la que tratamos de hacer la mayor cantidad de cosas en el menor tiempo posible, ya no vivimos aprovechando el tiempo, nos hemos convertido en esclavos del tiempo.
La solución a nuestro mal del tiempo pasa por aprender a vivir sin ser esclavos del tiempo, absorbiendo las experiencias y los momentos en su totalidad sin preguntarnos cuánto duran, cuánto tiempo puedo dedicar a ello. Aprender a visitar a los amigos como lo hacen los indígenas puede ser un buen ejemplo, aunque quizá sea un ejemplo muy radical para empezar. Muy poca gente tiene la posibilidad de dejar su vida aparcada y irse a caminar y conocer gentes como en aquella película de Otar Iosseliani, Luni Matin. Aunque cada vez estoy más convencido de que los males de este mundo se curarán con cambios y decisiones radicales, reconozco que a mucha gente le hacen falta primero pequeños empujones para luego arrancar de una vez.
Un buen ejercicio en este aspecto, y uno que normalmente no aparece en las listas de ejemplos sobre "cómo aprender a vivir con lentitud", es el compartir espacio con una comunidad religiosa. A muchos les sonará esto a conversión y lavado de cerebro. Dejen sus prejuicios a parte, dejen sus creencias o no creencias a un lado. Hoy día cada vez son más los monasterios que abren su hospedería a personas que necesitan "desconectar" durante un tiempo de la ajetreada vida moderna, y que, como suele suceder no son capaces de desconectar por sí mismos. Lugares como comunidades religiosas, monasterios, centros de espiritualidad, ofrecen ese espacio para que uno descanse, se relaje, respire profundamente y comience a conocerse a si mismo. No es necesario un proceso religioso, ese proceso puede venir o no después según cada persona. Es un proceso espiritual, para volver a encontrarse con un mismo y con los demás.
"Conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses". Aprende a respirar. Aprende a dejarte cuidar. Aprende a liberarte del tiempo. Una buena medicina para ello es sin dudas dejarse atrapar por esos lugares donde el tiempo no marca las horas, donde las personas que los habitan no se han dejado esclavizar por el tiempo.
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