Esta mañana, ayudo a dar una nueva mano de pintura a la iglesia, acá en el Cañón de los Monos, donde paso unos días con la familia carmelitana -mis tres tíos, carnales o no-, echando de paso una mano a lo que haga falta, hasta que me llegue el turno de empezar mi nuevo trabajo.
Mientras pinto la iglesia, las voces de los alumnos y los profesores de la escuela primaria del otro lado de la tranquila calle resuenan en mi oídos. "A, B, C, D, E," o "Azuay, capital: ¡¡Cuenca!!" Durante una hora, repaso en voz alta el abecedario, las provincias y capitales del Ecuador, las tablas de multiplicar... Y mientras la brocha sube y baja por la pared, me pregunto si lo que hay a mis espaldas es una escuela o un campeonato por ver quién grita más alto.
Tengo la sensación de que el niño que repite a todo pulmón las letras de alfabeto compite con su compañero del salón vecino que aprende las tablas de multiplicar, guiados ambos por la batuta de un inusual director de orquesta de saberes a gritos. Al final todo se mezcla en una cacofonía en la que las letras del alfabeto contestan a los nombres de las provincias que se multiplican por 3.
No voy a repetir otra vez lo de "lo eficaces que resultan las técnicas de repetición" ya lo expliqué en otro momento en este blog y bastante peleé el año pasado para intentar cambiar tan antediluviana y atroz técnica de enseñanza. La "m" con la "i": mi... Quizás hay que ir más despacio pedir primero a los maestros que, por favor, dejen de gritar y hacer gritar a todo el mundo. Esto no es un concurso de gritos. Al final, uno acaba por no saber si está escuchando a un maestro al albañil de la obra de enfrente que grita a todo pulmón: "¡Manolo, pásame la mezcla!" y recibe su consiguiente y mecánico "¡Ya va!"
Vivimos a gritos, nos crían a gritos, nos comunicamos a gritos. "¡Acabaraste la sopa, carajo!, le grita la mamá al bebe, al tiempo que este rompe a llorar lo más fuerte que puede. Luego en la escuela aprende la tabla de multiplicar repitiéndola a pleno pulmón, para después acabar gritando desde la puerta del bus "¡A Quito, a Quito, a Quito!" o hablar a voces por el celular por culpa de la maldita mala señal, mientras escucha al político de turno da su discurso berreando cada vez más fuerte como si el volumen de las palabras sirviese para convencer a más gente.
El único momento de la vida en que no gritamos y todo está en silencio es cuando nos entierran, aunque quizás no tarden mucho en gritar "¡Al hoyo!" mientras bajan el ataúd. Esperemos que nunca se llegue a tal extremo.
Mamá, guarde la zapatilla. Señores profesores, bajen la voz. Comencemos a conversar, dialogar y crecer sin gritos. Verán que la comunicación y el aprendizaje mejoran.
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