El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

miércoles, 25 de febrero de 2009

Viaje a Loja y Cuenca

A principios de este mes de Enero que ya acaba, Freddy, un voluntario de Loja que estuvo echando una mano por aquí el curso pasado y que se ha propuesto seguir manteniendo contacto con el colegio (nos ayuda con el mantenimiento informático), nos invitó a mi colega Alfredo y a mí a visitar su ciudad, allá en el sur de este pequeño país.
Desde la frontera con Colombia (norte, donde me encuentro) hasta la frontera con Perú (Sur), más o menos en línea recta. En el mapa no parecía mucho. Cuando preguntamos cuánto se tardaba en bus la respuesta fue ¡24 horas! 24 horas aplastando el culo contra los asientos de estos buses "ejecutivos". Evidentemente decidimos hacer alguna escala intermedia para airear nuestras sufridas posaderas. Ecuador no es muy grande, pero por su complicada orografía, clima extremo, y la necesaria infraestructura, sus carreteras son enrevesadas y a menudo no en muy buenas condiciones por las lluvias, volcanes, etc. Todo eso retrasa notablemente un viaje que de otro modo sería mucho más breve, sin olvidar que las constantes paradas de estos buses que acostumbran a coger pasajeros "al vuelo", hacen el viaje aún más lento. También hay que reconocer, que, por lo general, los buses para estos viajes de más de 5 horas, son más anchos, con asientos más cómodos, que los de España. Y además tienes baño y azafato que te regala galletitas y cola.
Pero volvamos a nuestra ruta hacia el sur. La primera parada fue en Quito, donde tuve la suerte de visitar un proyecto para niños de la calle en el barrio de la Bota, uno de los sectores más pobres de Quito. Allí las Hnas. Ursulinas sacan adelante un pequeño centro para apoyar y ayudar a niños y niñas que viven con un pié en la esperanza y otro en el umbral de la miseria y el avandono. Niños de familias marcadas en muchos casos por la prostitución, la violencia, las drogas, etc. Niños faltos de cariño, de alguien que les preste 10 minutos de su tiempo, que comparta con ellos un sencillo almuerzo, un juego, unas risas. Es increíble la energía de las criaturas que encontré ahí y sus ganas de aprender, de crecer y, en definitiva, de tener las mismas oportunidades que todo el mundo. ¿Qué culpa tienen ellos de haber nacido en un barrio marginal en lugar de un cómodo barrio de residencial de clase media-alta acomodada? ¿Qué culpa tienen ellos de que haya por ahí personas ciegas y avariciosas amasando fortunas con las drogas, el tráfico de personas, etc.? Ninguna. El destino, me diréis. Sí, pero el destino, o más bien el camino que nos lleva hacia adelante, lo vamos abriendo nosotros, y al final, alguien se cansa de ver a gente avandonada, tirada a los lados del camino, y les tiende una mano y se parte la cabeza (a veces literalmente) intentando ayudarles lo mejor que puede.
Otra vez de vuelta al bus. 5:30 de la tarde. 18 horas después, una vez recorrida la costa de este país, con lluvia, carretera en obras, mi compañero Alfredo desesperado como un perro enjaulado porque le ha tocado una ventanta atascada y no puede asomar la cabeza, llegamos a una ciudad llamada Loja, un tanto confusos y desorientados, aún sin creer que hemos puesto por fin nuestros pies en tierra firme. El orientarnos y el repornernos, por suerte sólo nos llevó unas horas. La amabilidad de la gente que nos acogió, los pequeños rincones de Loja ciudad y provincia, pronto nos hicieron olvidarnos del cansancio y nos vimos envueltos en un mar de aromas y colores nuevos. Loja es una ciudad pequeña, aunque tiene dos sendas universidades y un enorme colegio marista de fama nacional. Está estirada a lo largo de un valle en la cordillera sur, rodeada de altas montañas verdes. No deja de llamarme la atención como cambia el suelo biológico aquí. En apenas 2 horas, cambia casi radicalmente la vegetación. El paisaje de la sierra, el clima, sobre todo en el sur del país, me recuerda enormemente al del norte de España, en el Cantábrico, en las montañas de Asturas, por ejemplo. La verdad es que a ese respecto me sentía como en casa. Quizá solo faltó un poco más de frío.
Paseamos por Loja, por sus calles y plazas jalonadas de iglesias y jardines con palmeras, probamos panes y quesos típicos e hicimos varias escapadas por los alrededores para conocer Vilcabamba -un preciosos pueblecito de la sierra donde la gente supera con creces la centena de años, y que hoy día está plagado de extranjeros buscando la eterna juventud o algo similar- Malacatos y sus "bizcochuelos", Catamayo, donde probamos cezina (sabrosa carne a la parrilla con cebolla, nada que ver con lo que en España llamamos cencina) y helado tradicional y casero de coco; y Catacocha, un pueblo mágico, sentado en una roca al final de una carretera que parece no tener fin, donde disfrutamos de una increíble puesta de sol dede el Chrirpulapo, una enorme peña de poderes mágicos para los nativos -según leo en una página web, no se si será verdad- y desde donde acostumbraban a lanzarse los amantes despechados.
A penas 2 días y medio en Loja y ya tocó levar anclas. A penas teníamos una semana para viajar y día y pico se nos iba en venir y otro tanto en volver. 5 horas bus -en este caso estrecho y hasta arriba de gente, lo cual quiere decir gente botada por el piso del bus, durmiendo- y llegamos a Cuenca, donde, casi sin esperarnos ni conocernos, nos volvlieron a recibir con los brazos abiertos y nos llevaron rápidamente a conocer la ciudad. Poco o nada me acordaba yo de esta ciudad colonial, y de nuevo que encantado con sus calles limpias y cuidadas, sus iglesias, con parques tropicales, sus mercados de flores y artesanía. Bebimos vino hervido con manjares del lugar y al día siguiente nos perdimos por la sierra de esta provincia de Azuay para acabar comiendo cerdo hornado con las manos en medio del mercado y llenando nuestros ojos con joyas y artesanías preciosas en los locales de un pueblito llamado Chordeleg. Antes de irme, cuando esté ya libre de esta humedad amazónica del 87%, me compraré un poncho, un jersey, un gorro andino o algo así. Decidido.
Y de nuevo al bus. Ya de regreso a casa, al colegio, al calor tropical que ya empezamos a echar en falta, y al trabajo. El viaje aún nos guardaba alguna que otra sorpresa, como el trailer atravesado en medio de una curva en la carretera de la sierra que tuvo a los choferes de los buses 3 horas parados mientras decían como pasaban, o si daban la vuelta (otro camino por el que pasasen buses no había) o que diantres hacía, porque, evidentemente, la policía no aparecío por ningún lado. Pero la diosa fortuna nos guío, pasamos, llegamos a Quito al quite para saltar al bus que se iba a Lago Agrio y allí, corriendo por calles de cascotes, atrapamos el bus que llega al colegio, al que por primera vez agradecimos que apareciese con retraso.
No me resta más que dar las gracias a Alfredo, mi compañero de viaje, sin quien no hubiese tenido la oportunidad de perderme camino del sur (aún nos queda perdernos aún más al sur) a Freddy y los amigos y hermanos que nos acogieron en Loja, y a Julio y Mónica y su familia que tan amablemente nos dieron techo y nos acompañaron por Cuenca.
Gracias.

Fotos: De arriba a abajo: Catedral de Loja, Español loco comiendo Cuy, Hornado en el mercado de Variloche, El Chiripulapo, Catedral de Cuenca, Puesta de sol en el Chiripulapo

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