El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

sábado, 20 de enero de 2018

Micrococa # 8

19.30 de la noche. Estoy acabando de cocinar la cena, sumido en la cadencia de la rutina y de la música del bar de enfrente. Mi mente está pendiente del guiso de carne molida en la sartén cuando un alzar de ojos hace que me olvide de la carne burbujeante, y mirada y pensamiento se fijen en la escena que veo justo al otro lado de la calle, en la puerta del bar-asadero: un auto de policía con las luces de la sirena encendidas se detiene justo en entrada del bar, baja el vidrio de la ventanilla del acompañante y recibe un paquete blanco de parte de un tipo de peso medio y aire despreocupado que se da automáticamente media vuelta y regresa al local mientras el auto de policía se aleja.

Miro mi reloj: las 19:38. La misma hora. El mismo lugar. El mismo día. Lunes y miércoles, un carro de policía llega al asadero, recibe un paquete y se lo lleva. Y yo, reprogramado para atrasar mi hora de la merienda a las siete y media de la tarde, para observar con ojos de detective privado, como James Steward en La Ventana Indiscreta, la escena del crimen.

La primera vez fueron las luces rojas y azules entrando a través de la ventana de mi cocina y dibujando curiosas y dalinescas sombras sobre el techo enlucido de blanco. "Alguna pelea o robo en el local", pensé. "El barrio se está poniendo peligroso"; y con la adrenalina del miedo a salir me quedé observando la escena en silencio. No hubo disparos, ni gritos, ni amenazas. Nadie subió a empellones al carro de la policía. Ninguna sirena escandalosa ahuyentó a los ladrones que debían ser perseguidos y atrapados. Sólo un vidrio que se baja en silencio, un paquete que sale del bar, una mano que lo recoge en la ventanilla del auto.

He estado tentando de grabar la escena, de bajar como quien no quiere nada y entrar en el bar y pedir una coca-cola y sentarme a observar la escena desde el otro ángulo, ese que me permitiría ver la cara al policía corrupto, al que imagino con rostro de matón y lentes de sol oscuras. Nunca lo hago. Prefiero quedarme en el papel del vecino anónimo y silencioso que espera el indicio inesperado que desvele el crimen que no va a denunciar. El lunes fue una unidad móvil de la policía la que se detuvo en la puerta del bar. Se escucharon unas risas. Yo corrí a la ventana urgido por la nueva y reveladora escena, pero no saqué nada más que unos minutos de misterio: el camión de la unidad móvil de policía en la acera de enfrente, y mi cena quemándose en el sartén.

Como hoy. Un olor a carne pegada sobre teflón me saca de repente de mi novela negra y me hace volver a mi vida culinaria mientras mi boca mustia un "mierda" y mi mano comienza a mover la sartén a la vez que busco un poco de agua y salsa de tomate. Cuando termino de apagar el incendio el carro de policía ha desaparecido. Un alijo más. Anoto la hora y la fecha en el calendario planificador de la pared de la cocina, y me siento en el sofá a mirar una película satisfecho después de mi episodio semanal de "corrupción policial".

Y así, van pasando ya dos meses. Dos meses de paquetes y autos de policía que vienen los lunes y los miércoles en torno a las 19:30. Dos meses de misterio y cenas quemadas en el sartén. Me arde la lengua. Tengo que contárselo a alguien. Me rindo. Yo sólo no puedo resolver el crimen.

- Oye sabes -le digo dos días más tarde a un amigo mientras almorzamos juntos- Sucede algo realmente inquietante en el bar que hay enfrente de mi casa. En el asadero ese. Todos los días, o bueno, casi todos, para un carro de policía y alguien sale del bar y le entrega un paquete blanco al chófer. Me tiene intrigado el asunto. ¡Imagínate! ¡Contrabando y corrupción, o narcotráfico, justo enfrente de mi casa! Y dura ya dos meses.

Mi amigo sonreía mientras me escuchaba.
- Sabes -dijo con aire tranquilo- El dueño del bar ese es además ingeniero informático. Les hace el mantenimiento de equipos en la policía. Lo del asadero es un segundo empelo, un dinerito extra, pero yo no lo llamaría corrupción. Y si además tienes amistad con los policías y todos los días van a comer a tu bar, pues te va muy, muy bien.
- ¿Quieres decir que...?
- Que llevas dos meses viendo como entregan platos para llevar en cajitas de corcho blanco.
Mi cara de bobo debía ser de lo más divertido, pues mi amigo sonreía burlonamente.
- Deja de leer tanto a Agatha Christie y Raymond Chandler, oye. Que se te está yendo la pinza. - Dijo mientras seguía comiendo.

Yo no podía creerle. No quería. No, no podía ser. Tenía que ser droga, o contrabando, o... ¿Cómo se atrevía a alguien a destrozarme así, con una explicación tan lógica y aplastante mi serie de policías favorita? ¡¡Como se podía chafar así una buena historia!!
Caminé de vuelta al trabajo con aire cabizbajo, derrotado. Toda la tarde estuve pendiente de mi reloj. Las cinco y media. Hora de marcar salida e irse a casa. En dos horas daría comienzo mi serie favorita. Sin cables, sin comerciales. Sólo sintonizando mi ventana.

1 comentario:

José Miguel Morán González dijo...

jajajaja
Muy divertido ese cuento... negro o chamuscado NO MÁS?