El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

domingo, 31 de diciembre de 2017

El sendero

Desembarcan a diario. Bajan de un avión, nerviosos, expectantes; curiosos y maravillados también. Ya antes de bajar del avión exclaman sus "¡oh!" y sus "¡ah!" mientras miran por la ventana señalando la exuberancia verde allá abajo, tomándose a escondidas la selfie con su compañero o compañera.

El sol o quizá la lluvia tropical les da la bienvenida. Bajan de avión rápido, buscando el código adecuado entre la gente que espera en el terminal mientras sienten como su ropa se humedece y se pega al cuerpo. Ha comenzado realmente el juego. Es como uno de esos reallity shows: baje del avión, coja su maleta, rápido, localice al guía y súbase a la buseta. Primera etapa superada. La buseta cierra sus puestas con precisión y se lanza a gran velocidad por las calles de tráfico desordenadas de una ciudad tropical que ellos apenas alcanzan a vislumbrar. Cuando se detiene, están ya en el parqueadero de un hotel, alguien les indica dónde pueden dejar el equipaje y dónde les espera un pequeño refrigerio antes de seguir viaje. Dejan la maleta en el lugar adecuado, la palpan, aseguran los cierres de cordón de la mochila, la funda protectora impermeable, abren uno o dos bolsillos laterales para comprobar que todo lo que estaba en la lista está ahí. Luego, toman el sánduche y el vaso de jugo y se pasean tranquilamente por la sala de espera del hotel unos repasan el folleto con las instrucciones, ese que tiene varias líneas que comienzan siempre don "Don't touch" o "Be aware". Otros miran hacia el paso que lleva al embarcadero, donde unos destellos anuncian el río y la aventura a punto de comenzar. Ansiosos, se dan la vuelta y miran en la otra dirección: allá a través del cristal de la puerta del hotel, en la acera de enfrente de la calle adoquinada, una mujer gorda, de aspecto no muy aseado, atiende su carrito multicolor vendiendo algo a los paseantes. Será el único contacto con la ciudad y la vida. Saben que no pueden cruzar hasta allí, la calle es esa línea de seguridad donde el really show termina y comienza ese otro terreno demasiado real, donde ningún guía, ni ningún seguro, ninguna agencia deviajes les cubre ni garantiza nada. Ella atiende su carrito tranquila. Sabe de ellos dentro del hotel, pero no son ni serán sus clientes, y lo sabe también.

El guía aparece de nuevo, pidiéndoles que saquen únicamente las cámara de fotos, ponchos de agua, protectores solares y contra insecto y algún otro objeto personal pequeño que crean necesario para la travesía: el resto del equipaje será embarcado ahora mismo y no lo podrán abrir hasta su llegada al Lodge. Apuran los sáncuches y el jugo, repasan los bolsillos de su chaleco de explorador y su pantalón safari, se cuelgan al cuello cámaras de fotos y se aplican nuevas y apuradas bases de protector en el rostro. Les llevan con paso ligero pero precavido hasta el muelle, donde les entregan chalecos salvavidas y les sientan ordenadamente en el bote. Sueltan a amarras, y sobre el equilibrio del agua, se van lentamente río abajo, selva adentro.

Antes de que el bote acelere su marcha y el ruido del motor fuera-borda ensordezca las palabras del guía, éste les da una nueva bienvenida y les explica la travesía, lo que van a ver, las paradas que se harán para que puedan observar los detalles y disfrutar de la aventura, a continuación, les lee de nuevo la lista de "Don't touch" y "Be aware". Ellos se inclinan hacia un lado y otro del bote, mirando su reflejo en el agua del río, temerosos a sacar las manos y desobedecer las indicaciones precisas del guía. Parecen los expedicionarios de aquel viaje por la selva jurásica, caminando sin poder salirse del sendero artificial trazado para ellos, sin poder tocar nada, expectantes ante la caza del dinosaurio, en aquel cuento de Ray Badbury: si tocan algo podría suceder la peor de las catástrofes.

Ellos seguirán así toda la semana. Caminando sin salirse del sendero, temerosos a tocar o pisar algo y ser responsables de un daño irremediable a la selva, al mundo, totalmente ausentes a la acción depredadora del hombre, esa que más allá de la selva cuidada como jardín que rodea su Lodge, devasta bosques, abre caminos, saca madera, extrae petróleo y deja un rastro desértico y muerto tras de si. La industria y el llamado progreso es el asustado cazador de dinosaurios que se salió del camino y pisó la mariposa, y no ellos, pero nadie se lo dirá. Es mejor mantener el reallity. Atrás queda también la ciudad, esa que vive entre bocanadas de aire puro de la selva y bocanadas de humo negro de los mecheros gigantes que queman el gas del petróleo como ejemplo viviente de las llamas de infierno presentes en los confines del mundo y cada vez más dentro de él.

La ciudad. Una ciudad que fue un campamento, una hacienda, un pedazo arrebatado al tiempo y a la cordura, construido con el miedo de quien no quiere reconocer que se salió del sendero y decidió tapar este y sus errores con otro sendero que no sabe bien dónde le conducirá. Después de 50 años se ha dado se ha dado cuenta de su error y trata de enmendarlo: hay que volver a pintar el verde en la orilla. Basta de charcos negros de crudo, basta de aceites y hierros oxidados, de caminos de lodo como trampas pegajosas, de gentes con la casa siempre a cuestas, de casas prefabricadas y provisionales. Hay que echar raíces acá. Hay que lograr esa necesaria simbiosis con la naturaleza: ella nos salvará.

Quizá es ilusión. Quizá se han dado cuenta demasiado tarde y ya no se pueden curar las heridas echas hace décadas. Pero lo intentan. No están dispuestos a irse, a cortar el miembro para parar la gangrena, porque ahora saben que el miembro no es un árbol sino una parte de su propio cuerpo humano. Siembran nuevos árboles. Lo hacen con palabras sobre el papel: turismo, turismo sostenible, ecología, naturaleza, buen vivir. De pronto las calles se adoquinan, los árboles de todos los parque se visten de luces y colores aunque no sea fiesta ni navidad, y por doquier aparecen carpas de ferias donde vender las maravillas de esta tierra: su gastronomía, sus hermosos parajes, su historia, las bondades de su clima. De pronto, cascadas, playas de río, aves de colores, vasijas precolombinas, todo tiene precio, todo se vende, todo tiene un potencial turístico-económico. La mesa está servida y las puertas abiertas. El mesero espera con la bandeja y la servilleta en en un brazo y la máquina para tarjetas de crédito en la otra. Todos esperan ver llegar los nuevos petrodólares, ahora más verdes que nunca, convertidos en turísticos ecodólares que salvarán a la ciudad de su fin. Y los turistas llegan, sí llegan agitando su banderines verdes y desaparecen como la anaconda aguas abajo en el sinuoso río, en la ciudad poco o nada deja su breve presencia. Pasan de largo, mirando de lejos los puestos artesanías, inquietos, nerviosos esperando en el barco que les saque de esa escala forzosa.

En las paredes pintadas hace mucho de algún edificio oficial, tiene lugar la enésima reunión para analizar el problema y atraer de una vez al turista. Tiene que venir y quedarse en la ciudad, así sea por obligación. Hagamos una ley, un nuevo impuesto. Carpetazo y resolución en trámite. El mesero, impasible en la puerta de hotel otea el viento y acaba dejando la bandeja y echando la persiana metálica del restaurante para desaparecer por las calles desiertas de la ciudad. Un sábado o un domingo, la ciudad está desierta. Sus ciudadanos se han ido a algún río, alguna finca, o están encerrados en sus casas sudando frente al televisor o el estéreo, dormitando sobre su propio día a día, disfrutando de su sagrado fin de semana. ¿Y los turistas? Los turistas siguen huyendo de una ciudad fantasma que sigue sin reconocer que primero debe ser ciudad para poder atraer al extranjero, que sus restaurantes arreglados y bien puestos, que su malecón limpio, sus museos, parques recreativos, cines y teatros, barcos para pasear por el río y cantos tradicionales deben ser primero para quienes viven en la ciudad, que es necesario quererse y querer vivir bien para que otros les quieran. La ciudad no se vende. No ha aprendido a venderse. Sigue vendiendo un producto prefabricado a los posibles turistas, sigue debatiéndose entre el cambio y la continuidad de un estilo de vida de pueblo, donde el tiempo pasa y las tradiciones se arraigan y la oficina de turismo cierra los fines de semana y festivos.

Los turistas siguen circulando por el sendero. Un sendero que no comienza en la espesura de la selva y sus sinuosos ríos. El discurre también dentro de la misma ciudad, en forma de buseta, se sala de espera, para no salirse, para no perturbar el sueño eterno de una ciudad que nunca fue y no es, a orillas de un río que se pregunta si el ruido ganará a la armonía de la selva, o si el silencio total y el olvido apagará el ruido.

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