El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

sábado, 8 de abril de 2017

Los nuevos conquistadores

El oriente está de nuevo en el mapa. Una extensa mancha verde se extiende al este de los andes, ocupando planos y mapas en despachos, y creando expectativas en los rostros serios que observan parados el mapa sobre la mesa, mientras miran de reojo el contrato que tienen en su mano. Han salido de las universidades, prestigiosas o no, cargados de conocimientos, seguros en si mismos y en  la certeza y validez absoluta, validez incluso irrefutable, de todo aquello que han aprendido.

Y descienden los andes. En autos, o en buses sintiendo la adrenalina del viaje, ajenos al conglomerado social que les rodea en el bus, su mente se divide entre la señal intermitente del celular y el internet, el último libro-teórico que todos deben leer, y esa espesura verde que se va dibujando cuando los primeros rayos del sol devuelven al negro de la selva nocturna sus colores y tamices. Bajan entonces del bus, en una ciudad que se despierta y los mira con cierta resignación. En el polvo de las calles sin terminar dejan su huella, una huella estandarizada que no habla de ellos sino de una sociedad de consumo y producción fordiana. Las mismas rayas, los mismos signos, en todas las pisadas, en todos los rostros, en todas las firmas sobre papeles indispensables para teorizar sobre el mundo real.

Desde el inicio, marcan un muro entre ellos y el mundo real: esa realidad del país que gota a gota, a través de décadas ha ido migrando obligada o fortuitamente al oriente, esa realidad desarraigada obligada a echar raíces en una tierra inhóspita, en una mentira vendida por ministerios neocoloniales, en esa tierra que no ser de nadie, sino de "los otros", los excluidos del estado, que poco a poco se fueron mezclando en ese crisol social.

No, para ellos esa realidad es la página de geografía humana y económica que se negaron a leer en la universidad, que arrancaron y quemaron, ese país que no les gusta porque no brilla: no es atractivo, no es exótico. Ellos buscan la fama y el éxito dibujados en selvas prístinas, el indígenas puros arquetipos de un antropólogo, en esas otras maravillas exóticas venidas de más allá de Atlántico o del muro infranqueable del norte.

Caminan por las calles a golpe de espuela como jóvenes John Wayne dispuestos a dejar su marca en la ciudad, a entrar en los bares, poner orden con un brazo y conquistar a la chica con el otro. No lo quieren reconocer, pues está mal visto en estos tiempos más modernos, pero siguen predicando el ejemplo del macho conquistador, seductor, el que siempre lleva la voz cantante y la batuta en las conversaciones, siempre compitiendo entre sí para conquistarle a ella, a la chica o a la ciudad, pues son lo mismo: algo que abandonarán cuando se sientan victoriosos y pueda irse, llevando en su currículum una firma, una foto, que certifique su hazaña allá en la selva y les conceda una pieza de oro más para alcanzar su ansiado título de señor, de experto conocedor de todas las materias y experticias.

La ciudad, la selva, las empresas, las mujeres u hombres dibujados por ellos, por su imaginario, y al lado, la verdadera selva, los verdaderos rostros, las verdaderas historias, la vida: tal cual, sin tapujos. Esa vida que ellos se niegan a aceptar y con ello a vivir. Esa que repudian, como repudian esta tierra en la que lo último que harán es echar raíces. Tierra que criticarán una y mil veces, viviéndola desde despachos sitos en alturas quiteñas, o desde proyectos de desarrollo y cooperación que vendrán a implantar y vender como recetas mágicas contra el atraso, la insalubridad, la falta de emprendimientos económicos. La selva sufre su paso una y otra vez: 10, 20, 200 proyectos destinados a ayudar a una realidad sin comprender esa realidad, queriendo cambiar esa realidad bajo presupuestos académicos y formales, pero ninguno de ellos anclado a esa realidad. Al final, sólo recetas para satisfacer el ego de unos nuevos conquistadores, formatos para canalizar fondos que permitan vivir a otros, perpetuándose en su continuo académico y profesional, bajo la justificación de un "pequeño cambio" en las vidas de los otros, esos que queda a un lado, lejos, fuera de cualquier planificación o interacción social más allá de la del espectador que debe apreciar, aplaudir y consumir las buenas virtudes que trae aquel que desciende desde las universitarias y tecnocráticas alturas andinas, trazando mapas en el aire, creando realidades que se tornarán poco a poco irrealidades, bebiendo de nuevas aguas sin saborearlas, y despareciendo, si decir adiós, cargado de supuestos logros, logros que otros ojos no ven, pues serán tan efímeros como su paso por estas tierras.

Amazonía. Tierra de experimentos, tierra virgen para proyectos y pozo sin fondo de riqueza finita. Conquistadores con cota de malla primero, con traje tecnológico ahora. Segundones entonces, técnicos con postgrado ahora. Amazonía. Tierra también donde unos pocos han echado raíces, donde luchan por convivir con aquellos pueblos -verdadera amazonía- que aún escuchan la selva, siempre luchando, siempre vistos con desconfianza por aquellos que, por traer dádivas y saberes de afuera, son lo que deben y pueden mostrar el camino de un verdadero progreso, siempre excluidos de esa construcción del progreso.

Amazonía. Tierra también de quijotes. De conquistadores que se atrevieron a despojarse de sus ropas y mezclarse con el limo social de la tierra, a saborear sus aguas y gredas y echar raíces. Quijotes...  los otros olvidados, los excluidos de esta nueva conquista, los nombres a borrar, que los sueños y locuras son peligrosos para ese sistema forjado a golpe de despacho y cátedra universitaria, que peligroso es el hombre que aprende a hablar lenguas desconocidas, que sabe mirar con esos otros ojos, los del rostro de piel canela, los del rostro ajado por mil días intentado arrancarle algo a una tierra dura, los del rostro curtido por el sol y el polvo y el humo de petróleo en la puerta de alguna casa en alguna ciudad lavada por mil lluvias tropicales y secada mil veces por mil soles.

Quijotes... el pueblo-crisol, y el tiempo. Desfilando ante los ojos de los que miden el tiempo científicamente, sin llegar a saber qué es lo que acontece realmente ese tiempo.

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