El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

viernes, 28 de abril de 2017

Final y comienzo

La luz del escenario se apagó con un ruido sordo. Ella bajo al patio de butacas y caminó suavemente sobe el piso enmoquetado hasta la el centro de la sala, donde él esperaba con una mano en el mentón atento a una película que aún no se había terminado. Ella se sentó en sus rodillas y se levantó la chistera sacando de ella una sonrisa que iluminó su rostro y reflejó esa luz especial en esos otros ojos que la observaban sin perder un detalle de la escena. El pelo de su flequillo bailo desordenadamente mientras ella sonreía mirándole. Lentamente, él dibujó una caricia en la comisura de aquellos labios rojos y suaves, mientras ella se acercaba y se fundían en un beso.

Cuando abrieron los ojos el patio de butacas estaba completamente a oscuras. Salieron aprisa del teatro, cogidos de la mano, tropezando y riéndose como dos adolescentes, haciendo sonar las puertas abatibles tras de ellos y despidiéndose del conserje que les miró salir con la misma expresión de alegría y complicidad con que había visto salir a tantas parejas durante tantos años. Afuera del teatro los envolvió un inesperado y huracanado aguacero. Ella se volvió contra el, aferrándose a las solapas de su chaqueta y apretando su rostro contra su pecho mientras sentía el viento y el agua en la espalda. Él le levantó el rostro y observó como las gotas de lluvia lavaban su cara y el daban un brillo especial a aquellos ojos y aquellos labios. La tomó de la mando derecha, y en la izquierda abrió un ficticio paraguas. Juntos, saltaron entre los charcos de la calle, bailando entre las gotas de lluvia, el Gene Kelly, ella una nueva canción para una tarde de lluvia.

El café de la esquina estaba abarrotado cuando llegaron. A la entrada el paragüero se había transformado en un colorido ramo de flores cubiertas de rocío, y el local hablaba en veinte idiomas a la vez, todos embriagados por el mismo aroma de pan caliente, café y té. Su mesa estaba ocupada. Se miraron con resignación al tiempo que el camarero, mirándoles de reojo, tapaba dos cafés para llevar, uno solo, el otro con crema, y los metía en una funda de papel con tres panes dulces recién horneados. La caja registradora sonó al tiempo que ella cogía la funda y regresaban cogidos de la cintura a la calle. La lluvia había amainado algo. Ella guardó la funda de papel con los panes y los cafés bajo su abrigo y juntos apresuraron el portal número cinco de la calle. La puerta se cerró justo delante de ellos. Con un rápido ademán, el sacó las llaves y abrió y se precipitaron por las escaleras del vestíbulo hacia el ascensor, que con un chasquido metálico y una luz amarilla se elevaba justo en esos momentos. Un con maldición y una sonrisa escrita en sus labios, se quedaron mirándose con los dedos entrelazados en la reja metálica del ascensor. Las sonrisas se tornaron poco a poco en un beso que acabó en otra sonrisa y otra sonrisa pícara después cuando ella se soltó de pronto y echó a correr escaleras arriba. Él la siguió sabiendo que no podía ganar. Cuando llegó al descanso del 7º, ella le esperaba sonriente, la espalda apoyada contra la puerta del paramento y los brazos cruzados sobre su pecho al tiempo que decía que no con la cabeza y sonreía. Él caminó con fingida fatiga hasta ella,buscando en sus bolsillos las llaves de la puerta. Cuando las encontró, ella estiró sus brazos impidiéndole encontrar la cerradura, atrapando entre sus manos las manos y las llaves de él, hasta que el juego se volvió otro beso y la puerta se abrió tras ellos.

En el departamento se sentía la tranquilidad de una tarde de lluvia sin prisas. La lluvia golpeaba los cristales de la cocina cuando él dejaba la funda con los panes y los cafés y preparaba una sencilla mesa: dos manteles individuales, dos cucharillas para café, dos servilletas y un azucarero en medio de la mesa, una sencilla cestita de mimbre con los panes recién horneados. Ella pareció justo cuando él acaba de colocar los panes y los cafés, cada uno en su puesto. Se había quitado el abrigo y arreglado el cabello, el jersey blanco de cuello alto marcaba sensualmente las figura de su talle y sus pechos mientras caminaba con aire inteligente hacia la mesa. Sin disimulo tomó uno de los cafés y lo situó junto al otro en el mismo mantel individual, y le tomó de la mano haciéndole sentarse en la silla junto a la ventana, dejando justo el sitio preciso para que ella se sentase ahí junto él, una silla y dos cafés, mirándose a los ojos que se cerraban una vez más mientras la lluvia lavaba por fuera los cristales. El siguiente beso supo a café, los labios cálidos tenían la textura del pan recién horneado y cada beso se fue convirtiendo en el más dulce bocado de una tarde de lluvia, de una noche de lluvia, y una madrugada para secar las ropas bajo los rayos argénteos de la luna.

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