El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

martes, 28 de octubre de 2014

Un marciano en marte

Un almuerzo o un café ocasional con algún compatriota en este país sirve para que la conversación acabe, una vez más, pasando lista a esa cantidad interminable de "cosas mal hechas en el país", a todas esas estampas del vivir cotidiano de esta gente que les acoge que les llaman la atención y que los que vienen de afuera creen erróneas, incorrectas, infantiles, y que, con espíritu crítico intentan remediar en unos casos o evitar en otros: el menú del día, las calles maltrechas, la incompetencia de la burocracia, los discursos rimbombantes y vacíos de contenido, y un largo y enorme etcétera. En la confidencia de un café entre iguales, y sin alzar mucho la voz, todo cabe y todo vale, y surge un espacio de deshago de ese vivir cosas chuecas a diario.

Yo al cabo de unos minutos no puedo sino observarles con una sonrisa de cariño, como se mira a esos niños pequeños que no saben lo que hacen. Claro que, al final del café, y según camino a casa me dio cuenta de que no son tan niños y me pregunto una vez más: cuándo aprenderán. Siento cierta rabia y vergüenza por estos compatriotas míos que viene acá todavía con la mirada del ser superior, de ese que piensa que él es el único dueño de lo que está bien, y que, mira tú por dónde, tiene que convivir con el desorden de unos pobrecitos que no espabilan.
Quizá por eso rehuyo el reunirme con mis queridos compatriotas, sobre todo con los recién aterrizados.

La vida aquí no es mejor ni peor, no está más ni menos desorganizada. Simplemente es distinta. La gente tiene distintas maneras de vivir. El habla coloquial es distinta, al igual que el vestir, el comer, o la forma y el lugar en que se establecen las relaciones sociales, y es todo ello lo que le da identidad, riqueza y gracia única a una sociedad. Aquel que no es capaz de ver esto, está ciego, y acabará una y otra vez tropezando por culpa de su autoinfringida ceguera.

Donde fueres haz lo que vieres. Cuán a menudo se olvidan de eso. Aprende a mirar a través de los ojos del otro, déjate guiar por él, empápate de su vida y su cultura. ¿Tan difícil es? Parece que sí, y sin embargo, no lo puedo afirmar rotundamente: yo absorbo cultura popular por los poros de la piel, lo necesito, lo hago involuntariamente, casi por simbiosis. No he sido condenado a vivir en un lugar que no entiendo, he llegado a ese lugar por voluntad propia, para enseñar y dejarme enseñar a su vez, para conocer otras vidas y crecer en ese conocer. Sé que nunca seré totalmente parte de esta sociedad, pero no huyo de ella buscando restaurantes de comida europea, locales con "buena música", o placenteros y anodinos viajes en avión. Todo lo contrario, me dejo llevar por ella: camino por sus calles, me mojo con la lluvia de su clima y su gente, sonrío a los vendedores, rebusco y me pierdo por los mercados, cambio mi jersey por un saco de esos que sólo se ponen los indígenas y los gringos para la foto, me subo a atestados buses urbanos con música a todo volumen, me lanzo a los caminos en ranchera, como el menú del día y algún que otro plato "exótico", dejo de está aquí para estar acá.

"Pero, ¿no hechas de menos lo tuyo, no te vuelve loco este desorden?" "¿Qué desorden?", les contesto yo. "¿Acaso este desorden es peor que el nuestro?" No hay desorden alguno, hay un orden distinto. No lo voy a negar: no dejo ni dejaré de ser nunca una persona crítica, pero mi crítica es la misma a los dos lados del charco: critico a una inepta burocracia, a unos políticos que olvidan al pueblo, un vendedor de comidas que no cumplen las mínimas normas de higiene, un conductor o peatón que no respeta las más mínimas normas de seguridad vial. Problemas, que por el bien común creo que hay que corregir, y problemas todos ellos de los que no se libra ninguna sociedad, por desgracia.  Los otros asuntos, los "propios del lugar" no son problemas, es como ya he dicho, el colorido de la vida que nos empapa, y aquel que se niega a dejarse empapar acaba viendo una aburrida y monótona vida en blanco y negro, perdiéndose todo el sabor y la gracia del vivir.

Vivir atrapado en al nostalgia es malo. Uno no se olvida de dónde viene, pero añorar el sabor del plato de casa todos los días, es una enfermedad terrible que nos impide disfrutar del día a día. Yo prefiero saborear estos nuevos manjares y dejar el sabor del plato casero para cuando vaya a casa. Prefiero sentirme parte del mundo, con sus penas y alegrías a pasar rozando por él.

El día en que aprendamos a ver a través de los ojos del otro, aprenderemos de una vez que en realidad somos muy parecidos y borraremos la palabra "distinto" del diccionario.

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