El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Casi me corto el pelo

Salgo a estirar las piernas y desempolvarme un poco bajo el fresco del atardecer. La calle, una de las tantas avenidas ruidosas de la ciudad, está todavía viva con gente caminando de acá para allá, metida en sus asuntos, mientras el tráfico se espesa poco a poco, indicando que ya es hora de salir de trabajo y regresar a casa.
Los comercios, todavía abiertos, comienzan a encender sus vistosos letreros, saturados de mil y un colores, luces de neón, mil y una palabras describiendo los mil y un artículos o servicios que ofrecen, las mil y una marcas famosas cuyos productos -en teoría- descansan en estantes esperando ser comprados.

Al pasar por delante de un enorme escaparate de cristal, una persona se me queda mirando. Dos negocios más adelante, otra persona, de indumentaria similar a la anterior se acerca lentamente a la puerta y me mira pasar. El anterior local era una peluquería. Este último también. Y más adelante veo que hay otra. Tres, cuatro, peluquerías en la misma acera, en un espacio de menos de 500 metros. Yo desfilo por delante de ellas como carnaza, como un ser extraño que no se deja atrapar. Siento como me persiguen las miradas de peluqueros armados de tijera en mano, ansiosos de echarme el guante.
Doblo la esquina y me choco con un letrero en un caballete que dice peluqueria-salón de belleza unisex. Una chica con acento cubano me dice "le ayudamos". "No gracias", y continuo mi paseo vespertino.
Decido regresar a casa por otra calle, respirar otro paisaje urbano que no esté plagado de "Eduardos Manostijera" ansiosos por tocar mi pelo con sus afiladas cuchillas. Mala suerte. Por esta otra calle también hay peluquerías. De caballeros, de señoras, de cualquier cosa que tenga pelo. Al fondo de la calle veo la sinuosa barra espiral de las típicas barberías americanas. Sí, hasta eso hay. Apuro el paso mientras el aire fresco del atardecer hace flotar mi melena y  con las manos en los bolsillos, escondo el rostro y la mirada entre las solapas de mi cazadora, intentado pasar invisible ante las miradas de los ansiosos podadores de cabezas.

Llego a casa. Mientras un té se calienta, medito sobre este barrio en el qué he venido a vivir. Hay más peluquerías por metro cuadrado que en cualquier otro lugar que yo conozca ¿a qué se deberá? ¿y por qué la mitad de los peluqueros del barrio son cubanos? ¿Y por qué, por qué, en este país tienen tanta manía a los hombres que llevan pelo largo? ¿Qué tiene de malo el pelo largo? ¿Por qué todos los hombres tienen que ir con el pelo cortado a cepillo?

El pelo crece, hasta después de muertos dicen. En algún momento, alguna persona, seguro que un calvo que aún no se había aceptado a si mismo, dijo: el pelo bien corto. Y quedó grabado con sangre. ¿Y las mujeres, me pregunto, mientras sorbo mi té, ellas porqué si pueden llevar el pelo largo? Es más, casi no conozco mujeres acá con el pelo corto. Manías y estupideces y modas sin sentido.

El vapor de mi te me empaña los cristales de las gafas mientras medito en silencio. Con un gesto de lo más común, me quito las gafas y mientras las limpio con un pañuelo, a través de la ventana en la acera de enfrente, veo las luces blancas, las elegantes fotos, la bata blanca y los sillones de cuero giratorios de ¡otra peluquería! ¡Tengo otra peluquería justo a la puerta de casa!

No podrán conmigo, no. Larga vida al pelo largo. Antes calvo que con el pelo cortado a cepillo.
Dibujo de El Bribón Bueno

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