El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

miércoles, 26 de enero de 2011

Al otro lado del muro

Hay quien dice que la tierra está mal repartida, que a unos les tocó más que a otros y que nadie tiene la cupa, porque nadie elige donde nace. Osea, que el niñito que nació en África no tiene la culpa de sus desgracias, y tampoco la tengo yo. Y por eso me quedo en mi casa, cómodamente en el sillón, mirando una pantalla plana que, cuando muestra imágenes que perturban mi conciencia, apago tranquilamente o cambio a otra función de batidora de cerebro para borrar ese incómodo sentimiento de mi conciencia.
Y cuando me canso de mirar ala pantalla, me levanto, compruebo que la puerta esté bien cerrada, con la llave echada y todos los cerrojos corridos, me cepillo los dientes y me voy a domir tranquilo, con todos los miedos bien guardados bajo llave.

¿Realmente estamos tan seguros de estar libres de culpa? ¿Realmente vivimos seguros y sin temores? En el fondo de nuestro ser, sabemos que no. Sabemos que tenemos parte de la culpa en la situación del niñito de África o de Sudamérica, por acercarnos un poco más a casa. Sabemos porqué él no tiene, y sabemos qué podemos hacer para que tenga, pero nos da miedo actuar porque tememos perder algo de lo que tenemos. Y tenemos miedo de que, por no actuar, alguien venga a quitarnos por la fuerza lo que tenemos, y por eso construimos puertas de seguridad con 10 cerrojos y muros con alambradas electrificadas.

Lo más triste es que esos muros que vemos a diario, no son los únicos que hemos edificado, ni son tampoco los más difíciles de atravesar. Hay otros muros, unos invisibles, que hemos venido construyendo a lo largo de décadas, los cuales son casi totalmente infranqueables: la pobreza, la falta de solidaridad, el egoismo.

Fíjense. Vivo en un colegio internado, a las afueras de una ciudad en la selva amazónica. Desde el punto de vista del 90% de las personas que puedan tener la suficiencia económica como para tener internet y leer este blog, mi forma de vida, es poco menos que inaceptable: rodeado de mosquitos, tengo que usar mosquitero todas las noches, no tengo agua caliente, no puedo permitirme otra forma de alimento que la comida de batallón del colegio, cada dos por tres se va la luz... La verdad es que yo mismo me quejaba de ciertas incomodidades, como la falta de señal de celular o de internet.
En la misma carretera en la que está el colegio, hay diseminadas cada cierto espacio casitas de madera, pintorescas, cuando se las ve por fuera. Pero entren dentro: a penas 50 metros del colegio, se encuentra uno con que la gente vive en casas de 2 cuartos, sin internet, sin mosquitero, sin tela o menos aún cristal en las ventanas, sin cuarto de baño o siquiera letrina, comiendo cuando hay y ayunando cuando no hay, cocinando con gas cuando hay o con leña cuando no hay gas... Y no son desheredados, excluídos, no. Son gente que nació así, que no ha conocido otra cosa, y que con resignación y cierta tranquilidad vive al día con lo poco que tiene. Gente sin con pocas -casi ninguna- oportunidad de promoción social. ¿Por qué? Porque los otros, "los que tienen" no invierten o hacen que se invierta en educación, en sanidad, en bienestar social en estas áreas, que sería la solucción única para que la vida de las futuras generaciones cambie, mejore, o tenga al menos la posibilidad de elegir cómo quiere vivir. Mientras no llegue esa voluntad de los que tiene, por promover el cambio, la historia de estas personas seguirá siendo plana y lineal: campesinos pobres eran, campesinos pobres son, y campesinos pobres seran.


Y los muros de la exclusión, que nosotros mismos hemos creado, seguirán en pie. Separándonos los unos a los otros, en dos mundos unidos sobre la tierra, pero que rara vez se cruzan en ese delicado equilibro que son las vidas de las personas. Y mientras unos vivimos temerosos encerrados en cajas con diez cerrojos, poco dados al compartir, al prestar, al acojer al extraño, los otros viven sin puerta en sus casas, sin comida en sus despensas, pero siempre con algo que ofrecer al que se presenta, ya se un jugo, una conversación, o algo de sinceridad y verdadero calor humano.

No necesitamos llaves y cerrojos, para encerrar nuestros miedos, sino puertas y manos abiertas, para hacerlos desaparecer.

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