Me han quedado muchos lugares por visitar, mucha gente a la que saludar. Dicen que esa es una razón para volver. Así será. En mi último paseo por Ecuador, decidí aceptar la invitación de irme a conocer la comunidad shuar de Taruka. Los Shuar son una étnia indígena propia del sur de Ecuador, en la parte del país que queda al este de los Andes, también en la amazonía pero me cuenta que algo distinta a como es aquí en el norte. Los Shuar son los que los conquistadores y la historiografía tradicional llamó jíbaros, los fieros guerreros reductores de cabezas que se opusieron a la dominación del Imperio Inca primero y de Imperio Español después, manteniendo su lengua, su cultura hasta la actualidad en que el llamado hombre moderno ha llegado con sus máquinas y sus leyes y poco a poco les ha ido “culturizando”. Muchos de ellos viven ahora en Perú, o en Colombia, pues las fronteras modernas, o bien han dividido su territorio atendiendo a leyes ajenas a ellos, o bien ellos mismos se han visto forzados a emigrar a otras partes, como les sucedió a los que ahora viven aquí en Sucumbíos.
Me cuentan en Taruka, la mayor de las comunidades Shuar en la provincia, con unos 80 socios jurídicos en la comuna, que la fundación de la misma se remonta a la época de las caucheras cuando estás trajeron a colonos e indígenas de otras zonas de Ecuador y Colombia para trabajar extrayendo caucho. El nombre de la comunidad, es, curiosamente Kichwa y significa venado. Los Shuaras vinieron después y la hicieron suya; el petróleo tomo el relevo a caucho y según están las cosas, parece que la minería del oro tomará el relevo al petróleo para desgracia de la selva y de las gentes sencillas y amables que, como el pueblo shuar, habitan estas zonas sacudidas por tristes enfermedades y desgracias que los reyes del oro –dorado o negro- no ven.
Para llegar a Taruka, tocó levantarse a las cinco y media de la mañana y coger 2 buses e incluso caminar un rato hasta que una camioneta nos recogió por el camino, y es que, aunque el camino a Taruka es bueno, estas comunidades siguen apartadas de las arterias principales de comunicación. Es duro llegar a ellas muchas veces, aunque ello tiene después su recompensa: en ningún lugar como en las comunidades indígenas he visto y respirado la calma y la tranquilidad que en hay en ellas. Gentes sencillas, que viven su vida tranquilamente sin importarles la hora qué es, trabajando el campo, pescando, cazando, o dedicándose a otras tareas como la enseñanza (en Taruka hay un colegio técnico intercultural bilingüe) que nos dicen que los tiempo ya han cambiado y los habitantes de estas reducidas aldeas deben adaptarse a los tiempos que corren si quieren mantener ese clima de tranquilidad y armonía entre el ser humano y la naturaleza, un clima por desgracia muy frágil y que obliga a caminar con mucho tiento en esa senda que se abre hacia el futuro. En Taruka tienen varios proyectos para ese futuro: el Colegio, turismo, artesanía… quizá incluso las malditas minas. Quién sabe cuánto habrá cambiado la comuna cuando yo regrese. De momento me quedo con el grato recuerdo de mi visita, pasada por agua, y caminando bajo la lluvia de un lado a otro acompañado de todo un séquito de alegres chiquillos que hicieron de guías improvisados de nuestra visita. Resta dar las gracias aquí a Don Segundo que me invitó a conocer su comunidad y a mi compañera voluntaria Kuri, que se animó al fin a acompañarme.
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