La sangre que salpicaba ayer la pantalla de mi televisor, las ciudades convertidas en escombros, los hijos de padres asesinados, la estrella azul de cinco puntas cortantes e hirientes, la rabia la impotencia interior.
La explicación, justificación histórica o religiosa. ¿Pero es que puede haber justificación alguna? Lloro en mi interior todos los días por el Holocausto y pido que nunca más se vuelva a cometer tal barbarie, y compadezco a los que lo padecieron en carne propia y genética, y luego me seco mis lágrimas con rabia al darme cuenta de que ¡ellos mismos, que condenan, que sufrieron en carne propia el exterminio, el asesinato en masa sin justificación alguna, ellos mismos hacen de esa práctica su día a día!.
¿Qué tiene ese pedazo de tierra de 22.000 km2 que tanto atrae, que tanto anhelo, pasión, lucha hasta la muerte despierta en tanta gente? Por alguna razón nunca entenderé eso, en algún sitio dejé el hatillo, las llaves de casa, y manché mis pies de tantos barros que ya no me conformo con uno solo y mis pies no saben estar parados. Pero, pensando en ello, en esa tierra prometida y en esa terrible diáspora, señores, creo que encontré la solución a su problema:
HAGAN LAS MALETAS. Salgan todos ustedes, hijos e hijas de Abraham, de Asia, de América, de Europa y África, de las islas del pacífico y el índico, y regresen a su tierra prometida. Se la dejamos toda para ustedes sólos. Váyanse y no jodan más. Nosotros, los que aún nos reconocemos los unos a los otros como hermanos a pesar de pensar, de creer diferente, a pesar de nuestro diferente color piel, de nuestros diferentes idiomas, nosotros, que aún sabemos el verdadero significado de la palabra amor y de la palabra prójimo, nosotros, compartiremos el resto de este mundo.
No vamos a pelear más. Si por mandato divino creen que no deben amar, que no deben compartir, que deben condenarse a sí mismos al ostracismo, encerrándose en 20.000 kilómetros cuadrados de puro desierto rodeados de fríos y yermos muros de hormigón armado, sigan su mandato divino, háganlo. En su encierro de soledad, el verdadero dios, no ese que ustedes se han inventado, les dirá qué sólos están, qué ciegos están; y quizá entonces recordarán que una vez fuero repudiados, sí, que una vez fueron expulsados, sí, que una vez fueron perseguidos, sí; pero también una vez fueron acogidos, fueron consolados, fueron socorridos, fueron amados por personas que como ustedes también fueron en algún momento repudiados, excluidos, perseguidos, asesinados.
Nadie tiene las manos limpias de sangre en esta tierra, y ninguna mancha de sangre está justificada. La sangre no germinará el desierto, no tornará realidades deseos y promesas, no calmará la sed de ningún dios. Sólo dejará esta tierra yerma y vacía.
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