El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

martes, 22 de marzo de 2016

Y los libros siguen ardiendo

63 años. Ha pasado ya más de medio siglo desde que se publicó por primera vez la novela Fahrenheit 451 de Ray Bradbury y hoy, mientras la releo de nuevo, estas páginas lejos de volverse viejas y amarillas con paso del tiempo, hablan con una fuerza cada vez más presente. La novela que de adolescente me atrapó en su intriga, me hizo soñar, me hizo pensar y analizar el mundo, hoy me llena de miedo. Un temor profundo se apodera de mi médula y me hace detenerme casi a cada párrafo. ¿Cómo puede ser tan terrible? ¿Cómo puede ser que el futuro distópico que este hombre de Illinois imaginase en la década de 1950, a la luz de los increíbles y casi imposibles avances científicos, al ritmo frenético de la carrera espacial, bajo un mundo de guerra fría oprimido por el Macartismo, cómo puede ser que este futuro, en lugar de convertirse en un divertido cuento fantasioso del pasado, se torne en la más cruda realidad de nuestros días?

Me llena de horror pensar que estoy viviendo los albores de esa civilización de bomberos que queman libros, y aún de más horror y terror pensar que esos albores no están a siglos, ni siquiera a décadas de distancia. Mañana mismo, los bomberos de la salamandra podrían empezar a circular por nuestras calles, sin que nosotros nos hiciésemos una sola pregunta por ello, sin que mostrásemos la más mínima extrañeza en nuestro rostro.

[...] ¿Qué demonios hacen esos bombarderos ahí arriba, sin descansar un minuto? ¿Por qué nadie habla de eso? ¡Hemos iniciado y ganado dos guerras atómicas desde 1960! ¿Nos divertimos tanto en casa que nos hemos olvidado del mundo? ¿Será que somos tan ricos y el resto del mundo tan pobre y no nos importa? He oído rumores; el mundo está muriéndose de hambre, pero nosotros estamos bien nutridos. ¿Es cierto que el mundo trabaja duramente mientras nosotros jugamos? ¿Nos odiarán tanto por eso? He oído rumores acerca de ese odio también, muy de cuando en cuando. ¿Sabes tú por qué nos odian? Yo no, debo admitirlo. Quizá los libros nos saquen un poco de esta oscuridad, Quizá eviten que cometamos los mismos condenados y disparatados errores. No he oído que esos idiotas bastardos de tu sala [de tv] hablen de eso. [...]
- Ray Bradbury, Fahrenheit 451

domingo, 20 de marzo de 2016

Tras el marco de plata

Conocí al presidente. Me dio la mano. Incluso posó conmigo en la foto. Muchos guardarían este momento en un marco de plata, el recuerdo preciado en la mesa camilla o en el mueble del salón.

Yo, por azares de la vida podría estar entre ese grupo, y sin embargo, no tengo foto, no vibré con el apretón de manos, no se alteró mi vida el día del encuentro. No, no soy opositor. Tampoco partidario. Soy una persona sencilla, que por mi forma de ser, despojo a las personas de todo halo de grandeza, de riqueza, de poder, e intento quedarme con la persona que hay detrás. Quizá la diferencia con los demás, con los coleccionistas de momentos, es que no ansío llegar más arriba, no quiero ni fama ni fortuna, no busco ver mi nombre en libros de historia y la eternidad es para mi un cuento chino. Las personas son todas iguales, todas igual de importantes y necesarias, desde el conserje hasta el presidente, y todas tan ricas y dignas de ser conocidas como personas.

El presidente que yo conocí hace poco más de una semana, era una persona más, un ciudadano más de este país. De rostro cansado, sudado por culpa del clima tropical y el ajetreo, de apretón de manos firme y mente de ecónomo estadista, pero con la suficiente curiosidad y ganas de descubrir y dejarse descubrir como para preguntar los mismos pequeños detalles sobre las olvidadas culturas amazónicas que preguntan día tras día los visitantes del museo, esos que no son presidentes de nadie, y que no aparecen acompañados de todo el enjambre de esos que construyen hombres no en base a sus cualidades humanas sino en base al momento. El presidente que yo conocí tuvo la misma mirada de asombro de todos los ciudadanos al descubrirse ante un pasado olvidado y unos objetos que le decían lo que fueron, lo que podrían haber sido.

Me hubiera gustado poder haber conversado con él de arqueología, de historia. En aquella ajetreada mañana, hubiese querido que todo el séquito de cámaras, de micrófonos, de genes de anónimas que abarrotaban el museo, desapareciesen para poder hacer la guianza por el interior de las salas con el mismo detalle y cariño con que se la hago al resto de turistas día tras día. Hoy mismo, sigo pensando en él, en la posibilidad de que vuelva, ya desembarazado de toda la parafernalia que el sistema crea en torno a su cargo, y que por fin disfrute, tranquilo, de este otro mundo pasado.

Desnudar y desnudarse. Eso es lo que necesita hacer esta sociedad, este sistema. Abandonar la carrera de los puestos de carrera, despojarse de uniformes y tarjetas VIP y empezar a conocer a la gente mirándola a los ojos. Cuánto nos enseña eso. Oh, no piensen, no busco la bondad innata, pues no exite. Pero a veces la encuentro, igual que a veces me encuentro con auténticos imbéciles debajo de un traje y un cargo; no todos los que han pasado por el museo, y ya van varias eminencias, han tenido la curiosidad e intención de quedarse y aprender que el presidente mostró atrapada bajo la urna de cristal construida para su cargo por otros.

Cuánto aprenderíamos entonces, sí. Cuántos farsantes que escriben canciones sólo por dinero, que actúan sólo por la foto en la revista, que gobiernan sólo por ego y por ansias de poder y dinero aprenderíamos a detectar, y a condenar a nuestro desprecio; y cuantas gentes sencillas, con ganas de construir y ayudar aparecerían: francas, sentadas en sillones, ante mesas que empezarían a parecerse mucho a la de esa humilde casa del campesino. Entonces, el sueldo del conserje sería igual al del gerente, y ambos se saludarían y compartirían un plato en el comedor de la esquina y conversarían de sus trabajos, tan importantes ambos, tan iguales.

No hay engranaje en la sociedad que por pequeño sea menos importante que otro. Es únicamente el ego de algunos lo que los vuelve grandes, y por lo tanto falsos. Nosotros, ilusos, solemos creernos la mentira, ayudamos a inflar el globo porque en el fondo queremos subirnos a él. Abajo quedan unos pocos, cada vez menos, que no ansían convertirse en mentira. No recogerán los pedazos cuando explote el globo, no les interesa. Alguno incluso tira flechas para ayudar a desinflarlo.

sábado, 19 de marzo de 2016

Ven, asómate esta noche al jardìn

Ven, asómate esta noche al jardín
mira, las hojas se han vuelto de plata
y en las flores los pétalos frágil escarcha
hilos de telarañas de luz de luna.

Ven, abre tus ojos a un mundo sin fin
arriba, observa las luces centelleantes
nos esperan los nuevos jardines colgantes
de la nueva Babilonia colgada en las Pléyades.

Respira, descubre el olor a jazmín
en el aire liviano y breve cual suspiro
el silencio de un mundo desconocido
de un tiempo ignoto por comenzar.

Escucha, ¿no oyes mil turbinas rugir?
Los cohetes han fijado ya su rumbo
vibran esperando, anhelando nuevos mundos
desafiando el sol, el espacio, el tiempo.

¿No lo sabes? Somos libres, allí
donde quieras ir, estarás
lo que anhelamos será, y la eternidad,
sólo polvo de viejos e ilusos sueños.

Ven, asómate conmigo al jardín
esta noche sembraremos estrellas
regaremos con luz mil galaxias
y en un salto de tiempo, renaceremos.

Espejismo en la miseria

Voy rodando lentamente por una carretera estrecha, que discurre casi en línea recta por unos campos anegados, salpicados aquí y allá por manchas de un color verde intenso, como pequeños oasis en el mar de la desolación. Y entre ellos, perdidas como barcos sin rumbo, casitas sobre pilares, con frágiles escaleras de madera que de pronto conducen a un sendero que ya no es, que se pierden mirando al agua.

Me gusta el paisaje. Me atrapa. Si fuera pintor, me pasaría horas bajo los grandes samanes pintando la escena, quisiera poder detener el bus, abrir la hermética ventana y sacar mi objetivo, allá, al campo, allá donde ya no llega el aire acondicionado. Pero el espejismo es pasajero, pronto la escena se tiñe de realidad en las puertas de las casas aparecen niños semidesnudos, con rostros sucios y tristes, en un pequeño corral unos chanchos se apiñan en la parte más alta, mientras varios metros más allá, un vecino con el pantalón arremangado aparca su moto en el filo del camino, y la deja ahí, sostenida en precario equilibrio, alejándose, pensativo, preguntándose si mañana lloverá y si no que hoy es camino mañana ya no será.

Parece que puedo ver el paisaje de mañana, del mes próximo cuando la estación de lluvias haya pasado y este enigmático paraje de islas verdes y blancas se convierta en un lodazal tremendo donde se hundan y se pierdan pobreza y esperanza, donde la lucha sea una convivencia entre charcas infectadas, y baldes de plástico cultivando mosquitos, esos que traerán la última enfermedad de nombre impronunciable pero a su vez sinónimo del verdadero nombre de todas las plagas: miseria. Me siento atrapado en ese fango viscoso, rodeado de mosquitos hasta que un chorro de aire frío me golpea en la nuca y me vuelve a mi realidad, a la del bus que circula seguro, aislado herméticamente de las lluvias y los mosquitos, a mi vida, mi suerte de haber nacido en otro lugar, lejos de los campos anegados, lejos de las casas sobre pilares, lejos de esas gentes envueltas en el círculo de la miseria... y la vez tan cerca. Herméticamente aislado, sí, tal vez. O tal vez no.

Miro al televisor del bus buscando imágenes distintas a las de eso campos verdes tornados que se torna marrones lodazales en un espejismo mental, y me encuentro con una película más, llena de tiros, de sangre, de héroes invencibles. Hoy son zombies, zombies nacidos por una enfermedad sin vacuna, que contamina, contagia y se expande sin posibilidad de ser detenida. ¿Lo logrará el héroe? "¿Acaso importa?" me digo en mi interior. Sí, sí importa. Hay que dar un poco de esperanza a esta gente perdida en un mar artificial, cultivo de enfermedades, cultivo de miseria.

Zika, Chikunkunya, Dengue, Paludismo,... ¿Cuál será la próxima? ¿Que otra plaga meteremos en la sangre esos mosquitos, únicos seres en el planeta que parecen poder moverse libremente a través de las fronteras, sin necesidad de pasaportes ni salvoconductos? De pronto me parecen enfermedades perfectamente orquestadas. Un nuevo virus mutado para el que no hay cura. Un mosquito que está en todas partes del mundo, y unos campos anegados continuamente, aguas estancadas dejadas ahí, a propósito, para ser el caldo perfecto para un criadero de mosquitos a gran escala. Suena paranoico. Pensar que alguien, en algún lugar pueda unir todos los pedazos del puzzle con un fin tan maquiavélico, tan inhumano. Y sin embargo parecen encajar perfectamente: Destinemos el dinero a crear enfermedades y vacunas contra las enfermedades, y dejemos la otra enfermedad, la de la miseria ahí tal cual está: no invirtamos en casas, en carreteras, en escuelas, en planes de reordenamiento territorial, en talleres de planificación familiar, en educación. No. Todo eso tarda mucho en llegar, y no da réditos. Busquemos la vacuna. Esa que dura sólo un año, o unos meses, hasta la próxima mutación. Entonces hará falta una nueva vacuna, y luego otra, y luego otra más. El sistema se encadena y funciona. Unos fabrican miedo y vacunas para vivir cómodos, otros escarban en el barro para encontrar unas monedas para pagar por la vacuna y su desdicha, su miseria, les ata a un destino planificado.

La orquesta toca. El héroe se levanta, un viento le aparta los pelos del rostro iluminado con fuerza, como el de un Lenin o un pionero en el lejano oeste. Aún hay mucho por hacer, no podemos acabar la batalla acá, ¿cómo sería esta sociedad sin guerras ni héroes?

martes, 8 de marzo de 2016

Compañeras de lucha

Yo nunca tuve que cubrir
mi rostro con un velo,
ni ocultar mi verdadero ser
con maquillaje para poder ser
ante los ojos de otros verdadero.

Nunca sentí las puñaladas
atravesando la libertad de mi vestir,
mancillando mis pechos, piernas,
buscando a travesar mis prendas,
deseando lascivos mi sexo

Nunca escuche las palabras
groseras desafiar al viento
y mancillar mi alma y oídos;
nunca aguanté corteses indicios
de superioridad y machismo grosero.

Yo nunca mendigué un trabajo
con mi sueldo unido a mi género,
nunca me relegaron a la otra fila,
nunca me subyugaron al otro,
ni me negaron igualdad en mi credo.

Yo que nunca he conocido el dolor
que no comprenderé el valor y el coraje
que implica llevar la vida en mi interior.
Yo que nunca he sentido el ultraje
sólo por nacer marcado por mi sexo,

a vosotras, mujeres de mi vida
a los ojos que luchan bajo chubascos
en oficinas, en hogares, en esquinas
que empujan con su trabajo todos los días,
como este de hoy, 8 de marzo,

os entrego mi vida, mi abrazo
de hijo,
de amigo sincero,
de amante,
de compañero de lucha,
de hermano.