El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

martes, 28 de enero de 2014

A mi vieja tierra parda

TO MY OLD BROWN EARTH
Pete Seeger
(3 de mayo de 1919 - 27 de Enero de 2014)

To my old brown earth
and to my old blue sky
I now send this last few molecules of "I"

And you who sing,
and you who stand nearby,
I do charge you not to cry.

Guard well our human chain,
watch well you keep it strong
as long as sun will shine.

And this our home
keep pure and sweet and green
for now I'm yours
and you are also mine.

(A mi vieja tierra parda, y a mi viejo cielo azul, envío ahora éstas últimas moléculas de mi ser. Y a vosotros que cantáis, y a vosotros que permanecéis a mi lado, os ruego que no lloréis. Vigilad nuestra cadena humana, cuidad de mantenerla fuerte mientras brille el sol. Y ésta nuestra casa, mantenedla pura y dulce y verde, pues ahora yo soy vuestro y vosotros sois también míos)

miércoles, 22 de enero de 2014

CROZ

Eran mis tiempos de instituto. Ajeno a lo que sonase en la radio, yo descubría por primera vez la música de los 60 y 70, y empezaba a sentir especial afición por el folk-rock y la música "acústica", de "raíz" como le dicen algunos. Había descubierto a Crosby, Stills, & Nash viendo la película de Woodstock y recuerdo que el album So Far pasaba literalmente las horas y horas dando vueltas en mi reproductor de CDs, una y otra vez, aquellas voces.

Necesitaba más. Como no sonaba mucho esa música en la radio, y el internet todavía sonaba a ciencia ficción, lo mejor era descubrir discos a tientas o en el mejor de los casos dejarse aconsejar por el sabio dueño de la tienda de discos. No se bien porqué, pero poco después de haber escuchado So Far mil veces, fui a la tienda de discos y le dije al dueño -mi amigo Luis- "pídeme If I Could Only Remember My Name... de David Crosby". Luis me miró, sonrió y tomo nota. 15 días después pasaba a recoger el disco. Luis, que siempre me comentaba y recomendaba discos, volvió a sonreír con cierto aire enigmático y diciéndome, "mira ya llegó tu disco." Sabía perfectamente lo que me iba a pasar, y como buen amigo, no me dijo nada, dejó que hiciese el viaje solo.

Tranquilamente, en casa, me senté en el sofá, metí el CD en el discman, me puse los casos, y pocos minutos después mi cerebro se hizo añicos. ¡¿Que diablos era eso?! ¡Ese disco era más raro que un perro verde! ¡No había por donde cogerlo! Y sin embargo, a pesar de la decepción inicial, algo en él me atraía. Lo volví a escuchar varias veces los días siguientes y poco a poco mi cerebro se fue reprogramando adaptándose a nuevos mundos sonoros, creciendo, abriéndose a nuevas escalas musicales. Desde entonces, éste disco, y la música particular de David Crosby, forman parte intrínseca de mi ADN. Hay algo en ella que me hace vibrar como ninguna otra.

Nadie, nadie escribe canciones como David Crosby. Su música al principio provoca cierto shock. Él no escribe canciones pegadizas, éxitos que te atrapan de una y que tarareas todo el día. Su música requiere escucharla con tranquilidad, penetra poco a poco por los poros de la piel, y cuando te das cuenta, te embriaga y no dejas de escucharla: el éxito pegadizo por muy bueno que sea se convierte en algo demasiado simple, te gusta pero te cansa, mientras que ese extraño tapiz musical creado por David Crosby sigue sonando infinitamente en tu interior, como un río, un océano de música constante. Su música es especial y única, y aunque como casi todos se ha dejado llevar por modas temporales, sus sonido es característico, muy personal y difícil de clasificar y definir. Solo sirve escuchar y dejarse llevar.

No sé bien qué azar del destino me hizo fijarme en la música de este hombre en vez de seguir la de alguno de sus contemporáneos, sin duda mucho más accesible. Quizá fuese el hecho de que él tocaba en dos de mis bandas favoritas, The Byrds y Crosby, Stills & Nash", quizá fueran aquellas evocadoras imágenes al inicio del Woodstock con Long Time Gone como música de fondo. No lo puedo decir. Y sigo sin saber porqué su música me hace palpitar como lo hace. Creo que la música es parte del lenguaje del alma, parte del misterio que nos hace humanos, ese que nunca desvelaremos por más que lo intentemos porque en el fondo no es necesario desvelarlo.

Estos días, David Crosby publica disco nuevo. Por una vez, por internet hablan de su música, de su arte y no de su azarosa vida personal. El mismo Crosby dice que ha grabado el disco "porque tenía esta música dentro de mi y tenía que dejarla salir". Dice que no le importa si nadie lo escucha, si no vende ni un solo ejemplar, lo ha grabado por que quiere, por amor al arte, sin más. Lo ha grabado sin apoyo de ninguna gran discográfica, arañando tiempo y dinero de acá y allá, a lo largo de 3 años, y lo ha publicado en Blue Castle Rercoords, el sello discográfico que él y su amigo Graham Nash creasen hace un par de años para poder grabar discos a su antojo sin presiones estúpidas de mercado, indiferentes a si venden un millón de discos o solo media docena.

Pero basta ya de tanta palabra. Mejor escuchen. Prueben. Déjense llevar. Quizá les atrape como a mí y les ayude a soñar, arropados por extraños acordes en la noche.
El disco sale a la venta a finales de mes. Estoy más que seguro de que algún bicho raro lo acabará comprando y romperá la estadística de Crosby que dice que no aspira a vender más de una docena. Mientras tanto, totalmente contracorriente, se puede escuchar el disco ENTERO y TOTALMENTE GRATIS en internet. Y en este caso no hay nada ilegal en ello. Hagan clic, abran los oídos y los poros de la piel y déjense llevar.

"Croz", de David Crosby (clic para escuchar)

viernes, 17 de enero de 2014

Sacha wawa

Unos ojos curiosos me miran
unas manos inquietas me jalan
de los cordones de mi camisa.
Soltando en mi una sonrisa,
¡estoy aquí! en silencio gritas;

y en tus ojos abiertos que brillan
veo una vida nueva que sueña
que nos infunde nuevo valor
para seguir defiendo el amor
la fe y la esperanza en la vida.
Ama manchay, llakishka sachawawa,
kuyllurkunaka hawapachaman kanpak achikyan,
tukuy puncha kawsaykaman puriy,
tukuy puncha kawsaymanta upiy;
Pachayaya kanwan wiñay tiyanka.

lunes, 13 de enero de 2014

Generación Woodstock

Llevo toda la tarde escuchando discos de Country Joe McDonald que algún alma de corazón puro y pétalos de flores ha subido a youtube. Y he vuelto a viajar, sin necesidad de ningún otro tipo de droga. Sólo música.

Hay algo especial en algunos de estos músicos que se subieron a aquel escenario de Woodstock un mes de agosto de 1969. Para muchos, todo el movimiento hippie no fue más que drogas y pelo largo y jóvenes desaliñados. Para otros, la imagen y la gloria de los "grandes del rock": Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, que murieron jóvenes y se convirtieron en leyenda. Sin embargo, para mí, la verdadera esencia, la magia perenne de esa generación de los sesenta estaba por debajo del pelo largo, de las drogas y las luces psicodélicas, y estaba en gran medida fuera de las listas de éxitos. La voz del cambio, del movimiento hippie para mi fueron los Grateful Dead con Jerry García a la cabeza, Crosby, Stills & Nash, Country Joe, Arlo Guthrie, Richie Havens, Jefferson Airplane, John B. Sebastian, y algunos más. No son seguramente los más conocidos, no estarán entre los nombres más citados de "ejemplos de la música de los 60 y la revolución cultural de esa década", ni tampoco coparon los puestos de los más vendidos, y sin embargo, en ellos está la magia, el mensaje.

La mejor prueba de ello es que décadas después de todo aquel florecer, seguían ahí, tocando, escribiendo canciones, manteniendo vivo el mensaje, ajenos a modas, a listas de éxitos, como una voz perenne. Hay algo sencillo y universal en la música de todos ellos. A algunos los excesos les pasaron factura y ya no están con nosotros, otros nos van dejando poco a poco según avanzan los años y la vida llega a su punto final. Pero otros siguen, como viejos trovadores cargando sus guitarras acústicas y cantando sus sueños.

El mercado acabó por plastificar y vender el mundo hippie, como un movimiento contracultural que hizo de oro a unos y dejó en el infierno de las drogas y los excesos a otros, pero mientras el dinero y los altares del rock hacían a sus ídolos, aquellos que sentían y vivían con el mensaje en su corazón se bajaron de los escenarios, de los clubes de la fama y echaron a cantar por los caminos, ajenos a lo que dictasen otros.

Escuchar la música que décadas después de Woodstock continuaron haciendo músicos como Arlo Gutrhie, o Country Joe, o Richie Havens, reafirma creo, que el movimiento hippie fue algo más que un movimiento puntual. El mensaje es eterno y universal, y mientras existan voces egoístas que lo quieran hacer callar, existirán estas otras voces.

Dejo como ejemplo y metáfora la letra de uno de los últimos temas que nos dejó Richie Havens, casi 40 años después de aquel Woodstock:

The Key (La llave) 

En algún lugar hay una llave,
descansa detrás del camino dorado
para abrirme incluso a mí, 
para que brillen los últimos fuegos.
En algún lugar hay una puerta
está cerrada para siempre,
a todas las pequeñas cosas a las que juramos lealtad.
entre tú y yo.

Aquí cerca hay un lugar
donde el corazón se encuentra cara a cara
con toda la raza humana
antes de la caída de las sombras.
En algún lugar ya no hay tiempo
nuestro suelo común descansa en tierras
que abriremos para encontrar
la línea que separa el ser del no ser.
Entre tú y yo.

En algún lugar está la oportunidad
para escapar de la danza tribal;
nadie rompe el trance común de la mirada global
en el plato de la libertad.
En algún lugar no hay mentiras,
la verdad y la belleza aún sobreviven
y todos los días de nuestras vidas
el sol sale para enseñarnos el camino.
Entre tú y yo.

(perdón por la traducción casera, si alguien la puede mejorar, bienvenida)

The Key - Richie Havens:

Soneto bribón

Me pregunto que le pasará al bribón
estos últimos meses está mudo,
quizá tenga en la garganta un nudo
¿habrá muerto su musa, su inspiración?

A lo mejor es un mal del corazón
tristeza bajo un cielo gris oscuro,
sin escala para subir al muro
y junto al loco beber y reír sin son.

Sea cual sea el misterio en cuestión
que el bribón haya muerto yo lo dudo,
preparo mi pluma y me pongo en acción:

escribiendo un soneto tintas sudo
y acabándolo lo dejo en su buzón:
firma tu amigo el loco, siempre tuyo.

domingo, 5 de enero de 2014

5 de enero

A mis padres, con cariño.

Recuerdo aquel zapato
de niño una vez al año
en la puerta de casa
nervioso esperaba
un amanecer de regalos.

Difícil conciliar el sueño
aquella noche de enero
de reyes y padres,
de dulces verdades,
de amor y misterio.

Ahora aquel zapato
camina ya resuelto
los senderos de la vida
repartiendo con alegría
aquel amor de enero,

amor que formó su horma,
amor que colmó sus sueños
y que hoy retorna volando
para llenar otros zapatos
con un poema y un beso.

Navidad sobre ruedas

Es un viernes 20 de diciembre, son las 10 y media de la noche cuando un taxi me deja en una estrecha y concurrida calle de Quito. El taxista me desea feliz viaje mientras salgo del taxi cargando mis mochilas, haciendo equilibrio esquivando a otras personas, entre taxis y buses.

El terminal de buses está más concurrido que nunca. Varios buses salen en la franja horaria que va desde las 10 hasta las 11 de la noche, la mayoría en dirección a la costa, otros, entre ellos el mío, la verde selva. La noche es fresca y una ligera niebla se pega a los edificios del norte de Quito. Echo una vistazo rápido a través de los ventanales del terminal de buses de Transportes Esmeraldas: como esperaba, no hay ni un sólo asiento libre en el hall que hace de sala de espera. Me apoyo contra el vidrio, me abrocho mi cazadora y, observo tranquilo a los otros pasajeros, que como yo, esperan parados a que el cacofónico altavoz anuncie su bus. Todo el mundo parece más nerviosos y vivo que nunca. Hay familias enteras, algunos hablan con su familia por el celular, a pesar del intempestivo horario nocturno. Todo el mundo carga multitud de bultos, paquetes, maletas, cartones que guardan regalos que serán abiertos unos pocos días más tarde a cientos de kilómetros de Quito. Es mi primer encuentro con la navidad este año: un mar de personas nerviosas y felices, reyes magos sin camello, echados a la fortuna de la vida, arañando unos días en el calendario para escapar de una fría ciudad, atravesar la oscura noche, y amanecer sonrientes, cargados de presentes en alguna tierra y alguna casa que aun más pobre es sin embargo más cálida.

A las 11 pasadas, típica puntualidad ecuatoriana, sale mi bus. Dos gringos y yo mismo somos las únicas alteraciones en el pasaje navideño nacional. La navidad no es época de turismo, es época de retornos y solamente los jóvenes veinteañeros rebotados de tanta fiesta familiar, aún a varios años de volver a reecontrarse con esa magia de la fiesta en familia, se lanza y cogen sus mochilas y caras ropas de expedición -que de poco les servirán- y se disponen a pasar las navidades en algún tour selvático.
A mi me mueve y me espanta la pereza del viaje una invitación a pasar unos días con mi otra familia del oriente.

El viaje transcurre sin anécdotas especiales, con una sóla parada intempestiva para que unos policías bajo la fría lluvia de la cordillera revisen desinteresadamente nuestro equipaje. Una hora después del amanecer, el bus llega a Lago Agrio, casi inadvertido: es el último de los buses en llegar y el terminal terrestre está vacío, ni siquiera hay taxis en la puerta esperando al pasaje. Pero como todas las noticias que mueven plata corren con el viento, con el primer taxi que se va, comienza a aparecer un fluido reguero de autos amarillos dispuestos a regatear con el cliente el costo de la carrera. Soy ya perro viejo en esos lares y el taxista lo capta a la primera de turno y no intenta cobrarme de más. Sigo sin saber qué tenemos en la cara los misioneros que nos separa automáticamente del resto de los extranjeros. ¿Alguna gracia divina?

Paso los dos días siguientes en el colegio-internado, saludando y riendo con amigos y antiguos alumnos, de los realmente antiguos, esos que ya se graduaron y emprendieron vuelo, apenas se asoma a la fiesta una docena. Algo me dice que falta bastante que trabajar. La fiesta, se me antoja ajena y descolorida: ya no pertenezco al lugar y la magia indígena se ha perdido para quedar sustituida por el triste gris armónico de cualquier colegio. Me entristece ese colorido: cuántas esperanzas, cuantos sueños, cuanto sudor se ha enterrado en ese lugar y de pronto todo diluido por el aplastante devenir de una sociedad monótona y estandarizada y unas personas indiferentes a las diferencias del lugar. No pierdo la esperanza, no pierdo la fe en el despertar y renacer, pero esta noche de navidad adelantada no me siento con ganas ni con fuerzas de pelear, quizá porque éste ya no es mi lugar de lucha. Mato el tiempo haciendo bromas, riendo, charlando, disfrutando de viejos amigos, que son los que le dan la vida y alegría a la vida, el motivo verdadero de mi viaje y la razón de estar, y 48 horas más tarde me subo a otro bus en otra fresca noche, ésta tropical, rumbo al otro extremo del país. Hay quien que tengo ganas de martirio por aventurarme a aguantar 14 horas de bus, pero para mi es todo un vivo espectáculo humano que no me canso de revivir, una interminable película de Fellini, rodando, desfilando fresca y viva ante mis retinas.

Mi cuerpo está cansado por las noches sin dormir bien después de tanto viaje y fiesta, y tras el control militar caigo rendido en mi asiento. Cuando despierto, el bus desfila por las curvas de una carretera de montaña, bajado de Quito a Santo Domingo de los Tsáchilas. El paisaje es impresionante, me deleito viendo los precipicios, la vegetación, los pueblos anclados en la ladera, mirando a una carretera cuya construcción debió costar sudor y vidas. ¡Por fin veo este paisaje después de varios años viajando de noche por estos parajes! Este último pensamiento rompe mi ensoñación y me hace darme cuenta de que vamos con casi dos horas de retraso. Mi compañero de asiento, al verme despierto mirando con rostro interrogante mi reloj, me comenta:
-¡No se enteró usted! Anoche estuvimos dos horas parados en Baeza, por lo visto se abrió el maletero del bus y varias maletas se han perdido. Yo que usted, al llegar a Santo Domingo bajaría a chequear si su maleta es una de ellas.

De pronto se perfila en mi mente la imagen del bus de noche, tomando curvas en una carretera de montaña con el maletero abierto, regando los campos de maletas y cajas de cartón, y entre ellas una pequeña y ajada mochila roja, rebotando por los campos de los andes. No siento en gran medida la pérdida, tampoco me de duele un sentimiento de resignación. Sonrío ante la fotografía mental de mi maleta volando por los campos y la cara del campesino que la encuentre y saque de ella ropa interior, unos pantalones demasiado largos y estrechos, y un libro de cosmovisión naporuna que le sonará a chino.

Al llegar a Santo Domingo, bajo a estirar las piernas y me paseo, como que no quiere la cosa, por el costado del bus, estirando el cuello por encima del corrillo de personas que se ha congregado en torno al chofer y el oficial y les reclaman el equipaje perdido. En una de las bodegas del bus, coronando una montaña de maletas desordenadas está mi vieja y pequeña maleta roja. Sonrío divertido. Algo no funciona. Si mi maleta, que seguramente hubiese sido la primera en marchar a tomar por saco montaña abajo, está ahí, algo me huele a chamusquina.

De vuelta al bus me entero de que sólo faltan cinco maletas, y cinco que contenían dinero u objetos de valor. Un pasajero se queja diciendo quién le va devolver los 300 dólares que llevaba en su maleta perdida. Varias personas le intentan consolar, aunque realmente piensan lo que pensamos todos “y a ti morugo, cómo se te ocurre meter la plata en esa maleta”. El clima de impotencia y enfado es considerable, sobre todo enfado por la cara dura del conductor y el cobrador del bus. Mientras rodamos entre Santo Domingo y Quevedo alguien tiene la feliz idea de hacer uso del nuevo sistema de seguridad ciudadana implementado por el Estado y llama al 911. Después de varias llamadas explicando con precisos detalles en que lugar está el bus (acabamos de pasar el comedor Doña Rosita, ya pasamos una bomba de la Petro, ahora en un sitio con palmeras) un retén policial detiene el bus al más puro estilo Hollywood: una camioneta de policía con las sirenas, 12 policías uniformados, firmes e impolutos, ordenes, carreras, todo el mundo a bajo del bus.

Después de una hora de discusiones, los únicos que parecen haber sacado algo en claro son los vendedores de colas y chifles y empanadas calientes que salieron de la nada y empezaron a hacer su agosto. Los policías se miran las brillantes botas negras, patean las llantas del bus como si fueran trabajadores de vulcanizadoras en lugar de agentes de la ley, uno de ellos resopla sudoroso después de varias carreras a una fotocopiadora cercana llevando y trayendo cédulas de identidad, resguardos de equipaje y licencias del bus (parece parte del trabajo diario el no llevar todo de una vez para dar así varios paseos), y el capitán de policía se rasca la cabeza para acabar diciendo:
-¡Miren señores, yo no puedo hacer nada aquí! Cuando lleguen a Guayaquil pongan el reclamo y denuncia a la cooperativa de transporte.

Un jarro de agua fría a caído sobre todo el pasaje del bus. Pocos son los comentarios mientras continuamos la marcha hacia Guayaquil. El bus comienza a detenerse cada dos por tres para dejar subir a vendedores ambulantes. Al cabo de una hora, ya he perdido la cuenta de cuántas colas, aguas heladas, chifles, cocadas, empanadas de verde y queso y chocolates han subido a vender. La gente, no obstante, más por genética que por aburrimiento o desesperación, compra a este y aquel y bebe y come y come y bebe, y luego le pide fundas de plástico al cobrador del bus para arrojar aquello que su maraqueado estómago se niega a digerir. En la fila de mi derecha, un hombre se estira hasta el punto de poner sus pies sobre el respaldo del asiento vacío delante suyo, la niña del "papito me compras" tiene en su pelo un revuelto de empanada con queso y chocolate salpicado de migas de galletas, otra persona se intenta limpiar la cola que en una curva se regó por encima de su blusa, en la que ya no se distinguen los estampados de fábrica de las manchas. Mi compañero de asiento, saca una biblia de su funda y se pone a leer ajeno al espectáculo circense que gira a su alrededor. ¡He pasado 12 horas sentado al lado de un evangélico y no ha intentado darme la brasa! Eso si que es raro. Río para mis adentros. Pienso en imitarle y sacar mi libro, pero acaban de poner una estúpida película americana y el ruido del televisor me distrae hasta llegar a Guayaquil.

He perdido la cuenta de cuántas horas ha durado el viaje. Tampoco me importa, no me siento cansado, ni siquiera siento hambre. Las múltiples viandas amébicas que durante el camino pasaban ante mis ojos me han quitado el apetito. Al bajar del bus, dejo a mis espaldas de nuevo a un corrillo de gente reclamando su equipaje perdido y salgo del terminal para encontrarme con una cuidad tórrida, enloquecida por la cercanía de las fiestas de navidad, atestada de carros, todos quietos, todos pitando, todos gritándose improperios los unos a los otros, rodeando a un guardia de tránsito que ha obtenido un título de especialista en espantar moscas con los brazos. Después de un buen rato, consigo un taxi que a su vez consigue sacarme del monumental atasco y me lleva sano y salvo a casa.

Tras semejante periplo, alguno pensaría que repetirlo sería toda una osadía, pero ni corto ni perezoso, varios días después con el sabor de la familia y la navidad todavía en mis labios, oídos y corazón, vuelvo a embarcarme en un bus rumbo de nuevo a la verde selva, para quemar el año, quemando minutos y kilómetros y más kilómetros. Es casi 31 de diciembre y el terminal de buses de Guayaquil parece un hormiguero. Yo llego con las justas, y con mi reloj europeo todavía marcando mi vida, corro hasta la dársena número 51. No hay ningún bus. Pregunto al vigilante, temeroso de haberme equivocado. No, no señor, estoy bien, de aquí sale el bus a Lago Agrio. Como he llegado demasiado pronto para la hora ecuatoriana, me dedico a pasear por el andén, compro unas colas y unas papas fritas para el camino (no se porqué, me pregunto, pues seguro que alguien subirá a vendérmelas más tarde) y espero. El calor del anden con el rodar de buses y buses es sofocante. Con media hora del retraso, aparece el bus, con el conductor y el oficial todo apurados echándonos la culpa de su retraso. Una fresca lluvia comienza a caer al poco de comenzar el camino, como para relajarnos y hacer bajar los humos al personal.

A las dos horas nos para la policía para el consabido registro. Media hora más tarde paramos en una gasolinera con comedor a merendar. Una hora después volvemos a parar en otra gasolinera para repostar combustible (no me pregunte porqué no repostamos en la primera, es uno de los misterios sin resolver de este país) Creo que paramos una o dos veces más después de la última gasolinera, pero ya no estoy seguro, nunca había hecho tanto ejercicio bajando y subiendo de un bus. Pero, como todo tiene su lado bueno, tanta parada nos retrasa lo suficiente como para que sea de día en mi parada, Lumbaqui, provincia de Sucumbíos. Llego justo a tiempo de bajarme y coger sin problemas en siguiente bus que, una hora después, está llegando a mi destino final, Pto. Lbre. Eso se llama suerte.
-¡Señores, los que gusten desayunar...!

Mierda. Sólo faltaban unos dos kilómetros para que me dejase justo en la puerta de casa. Aquí uno grita gracias en estos buses diurnos -por suerte y por mandato policial en los nocturnos ya no funciona el grito- y le dejan a uno donde le de la real gana. Estando tan cerca me niego a esperar a que la gente desayune, me cargo el equipaje al hombro y echo a caminar. El bus me pasa justo en la curva anterior a mi destino. Si no llego a ir cargado, seguro que no me alcanza.

Después de arder con el año viejo -algún día escribiré sobre esta pintoresca costumbre ecuatoriana- Descanso obligado dos días. Acá el 31 y el 1 no se mueve nadie. No circula nadie. Todo el mundo está durmiendo o está borracho. El 2 de enero la gente empieza despertar poco a poco, empiezan a circular los primeros buses, atestados de pasajeros peleándose por lograr un boleto o un hueco "más que sea paraditos" en el bus.

El 3 de enero, ya con la circulación descongestionada, cargando a mis espaldas mil y un momentos entrañables con mi extensa familia ecuatoriana, cargando mil y un anécdotas del camino, me lanzo de nuevo a la carretera, rumbo ahora de regreso a Quito, al trabajo, saltando de un bus a otro, rodando, siempre rodando, bajando y subiendo montañas, disfrutando del paisaje, de los ricos, variados y únicos parajes de la geografía ecuatoriana, y de su aún más rico y único paisaje humano.