El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

domingo, 22 de diciembre de 2013

Valores y senderos en la vida

Desde niño nos formamos de acuerdo a una serie de valores éticos y morales, de actitudes y aptitudes que vamos absorbiendo poco a poco de la familia y la sociedad, y de la escuela. Sobre todo de la escuela. Ya se que en educación está más que demostrado que los actores del proceso de educación no se reducen a la escuela, sino que involucran a todos aquellos actores que componen el contexto sociocultural que rodea al educando, pero creo que de todos ellos, la escuela ejerce un papel primordial como tamizador, como selector, como coordinador. En todas las organizaciones tiene que haber un director de orquesta, y en ésta tan importante que es la de la educación de los jóvenes y niños que mañana serán adultos, el director de orquesta es la escuela.

La escuela es la encargada de elegir, dirigir, potenciar, rescatar incluso si fuese necesario los valores y aptitudes de los jóvenes, decantándose muchas veces por unos valores que no son los dominantes en el momento y contexto histórico-social que se vive. Es la escuela la que poco a poco abre las mentes de los jóvenes y les muestra otra sociedad, una que existió, una que existe quizá en otros lugares, otra que podría existir, y lo hace tanto con el afán de llevar a cabo un proyecto social que es ése en el que esa comunidad educativa cree,  o en el que la sociedad en su conjunto cree; y también con el afán de enseñar a los jóvenes a pensar, a soñar, y a edificar en el futuro un proyecto social que quizá la sociedad actual no alcanza a ver hoy día.

Qué postura, qué valores, qué aptitudes potenciar en los jóvenes, depende de los deseos de cada comunidad educativa, dirigida y coordinada desde la escuela. Cada una, en su proyecto educativo, definirá sus líneas de acción, de crecimiento; su caminar. Si tenemos esas líneas -o lineamientos- bien claros, nuestra comunidad educativa tendrá éxito: a pesar de los vientos que soplen desde el mundo circundante, nuestros jóvenes al final del proceso de educación llevarán consigo y harán uso de, en mayor o menor medida, unos valores y aptitudes determinados por nuestra comunidad.

El problema surge cuando la comunidad educativa no tiene bien claros esos valores y aptutdes que quiere para sus educandos, no tiene bien claro su caminar, no tiene bien clara su Identidad, en una sola palabra. Entonces surge una comunidad autómata que toma copiados formatos y clichés de otras comunidades, que reproduce valores tomados de otros contextos, sin tamizarlos y adaptarlos a su realidad particular, que olvida las características propias de su población y, acaba por ende, fabricando sujetos estándar, en el sentido de que son jóvenes que han crecido, se han formado académicamente, tienen unos valores y rasgos que podríamos catalogar de universales en el mundo actual, pero que ya no pertenecen a ningún grupo particular. Esta comunidad es una comunidad exitosa aparentemente, funciona, está bien organizada, pero es una comunidad hueca.

En este mundo global que vivimos, es tan importante buscar caminos comunes que nos unan y nos ayuden a todos como tener una identidad propia. La persona que no tiene su propia identidad, su propia pertinencia a un grupo social determinado, desaparece y se pierde en este mundo global: no crece, no prospera, no es reconocida y se reconoce a sí misma porque no tiene nada propio que aportar a esa gran construcción que es la llamada aldea global de nuestros días.

Por eso creo que es tan importante buscar nuestras raíces, reconociéndonos en ellas y reafirmando nuestra identidad como personas pertenecientes a un grupo determinado, con una cultura determinada. Por eso creo que es tan importante crecer críticamente, reconociéndonos herederos de un pasado, que aceptamos con todos sus defectos -de los que aprendemos porque los reconocemos- y virtudes, uniendo ambos, haciendo de ellos la argamasa con la que construimos nuestro personal aporte a esta aldea global.

Estos días, en que vuelvo de visita a un “pedacito” de esta amazonía, un pedacito en el que luché, por rescatar en unos jóvenes unos valores que primero tuve que aprender a reconocer y valorar en ellos yo mismo, me entristezco al admitir lo que ven mis ojos: aunque mi visita es fugaz, tengo la sensación de que estos jóvenes están perdiendo su identidad, su cultura.
Podríamos echar la culpa a la sociedad actual, a los medios de comunicación, a los otros grupos sociales más numerosos y con una actitud dominante (e impositora, en muchos casos de manera subliminal), al desinterés de las familias, del estado o del gobierno actual, sin embargo, los principales culpables somos nosotros: la comunidad educativa, y en ella la escuela como eje central de la misma que es.

Por muy utópico que nos parezca, defender una cultura, unos valores que aparentemente no tienen ya repercusión en la sociedad, pero que identifican de manera muy especial a nuestros educandos, es nuestra misión. Nosotros decidimos qué tipo de personas formamos para el mañana. Hoy, al ver como la cultura kichwa, cofán, shuar, siona, secoya, va perdiendo fuerza y color en los propósitos de un proyecto educativo, abandonando la médula y los huesos para quedarse en unas pequeñas manchas de color en esos rostros pintados, en esas ropas de colores y algún breve discurso en otro idioma, como el folklor de color exótico al carnaval, no puedo sino preguntarme ¿qué aportarán que sea suyo propio a la sociedad global estos jóvenes kichwas, shuaras, cofanes, secoyas, sionas?

Ya no se trata de recoger una cultura milenaria, ésta está ya y seguirá recogida en libros que leerán unos pocos, no se trata de mantener viva esta cultura milenaria contra viento y marea en unos tiempos que han cambiado irremediablemente, en un contexto geográfico que han cambiado -que está cambiando- irremediablemente, sino de que estos jóvenes reconozcan en sí mismos una identidad cultural que les dé razón de ser y presencia en la aldea global.

jueves, 19 de diciembre de 2013

El Carpintero

Porque Él dijo que no
a la injusticia y la opresión,
a las diferencias sociales,
a la división de clases,
a un mundo sin color,

porque Él no dudó
en alzar la mano y la voz
contra el tirano cruel,
el falso dios y la falsa ley,
y los combatió sin temor,

porque Él combatió
la codicia y sinrazón
hasta entregar su vida
por la razón de la vida;
su única arma el amor,

porque Él apostó
por el tullido y el ciego,
por las mujeres y niños,
por hombres sencillos,
y compartió su canción:

en las manos amigas
de quien parte los panes
entregando espreanza
al sin techo y con hambre,
en los pies decididos
del que marcha en las calles
reclamando a los sordos,
sin miedo gritando verdades,

en quien Le reconoce
como Hermano y no rey,
con un abrazo Le recibe
y no se inclina ante Él;
en corazones humanos
clamando justicia repletos de fe,
Él vuelve a a nacer.


que la lucha 
y esperanza en el Amor por un mundo nuevo, 
nos mantenga unidos                       
               
       ... feliz navidad...   

lunes, 16 de diciembre de 2013

Dulces sueños

Las grietas en la vereda de cemento semejaban una rayuela caprichosa y enredada. Vestida con el calentador y la sudadera gris, con la mochila del colegio a sus espaldas, saltaba intentando completar el intrincado juego de la vereda, sin saltarse ninguna de las reglas que la maestra les había enseñado en la mañana.

Se escuchó un chirrido acompañado del sonido de unas puertas hidráulicas al abrirse. De pronto, una luz blanca iluminó la vereda y la marquesina de la parada del bus.
-¡Apúrese!

Azorada, interrumpió su juego y subió al bus siguiendo a su madre. Se sentó en la carcasa de la caja de cambios, cerca del conductor y dirigió una mirada perdida al interior del bus mientras su madre comenzaba el discurso de todas las tardes, de todas las noches, de todos los días y a continuación pasaba por los asientos ofreciendo su producto, recogiendo algunas monedas.
Para ella era ya algo normal: cargar su lunchera todos los días, almorzar la fría comida a la salida del colegio sentada en las gradas de la cancha cubierta, mientras decía adiós a sus compañeros y esperaba a que llegase el bus. Mamá aparecía entonces, gritando uno de sus "apúrese", cogiéndola de un brazo y ayudándola a recoger rápidamente su lunchera y coger su mochila. Ella apuraba el último bocado mientras esperaban a que llegase el siguiente bus. Transcurría entonces en un viaje frenético y lento a la vez a través de distintas calles de la ciudad, acompañando a mamá,  a veces ayudándola a cargar la funda de las agujas y los hilos de coser de colores, o a recoger las monedas entre la gente, cuando el bus estaba lleno y había suerte con las ventas. Subirse a un bus, hacer la venta, recoger monedas, bajar en la siguiente parada, o en una buena esquina, y esperar, escuchar a mamá conversar las mismas frases sobre lo poco que se vende con los mismos vendedores, y subirse de nuevo a otro bus, y bajarse de nuevo unas manzanas más lejos, recorriendo la ciudad intentando ganar la carrera al sol, hasta que una vez más caía la noche y, perdida un día más la carrera, arañaban las monedas de los últimos buses camino de casa.

Así eran todas y cada una de las tardes de su semana, de lunes a viernes, a veces también el fin de semana, cuando papá hacía horas extra o su hermano mayor había quedado con sus amigos y se iba toda la tarde. Ella fruncía el ceño entonces, y aceptaba a regañadientes las palabras de su madre:
- Ya sabe que no puede quedarse sola en casa, no es seguro. Vamos, apúrese.

No se lo reprochaba a su hermano. Había días -era imposible saber cuáles-, en los que su hermano salía antes del trabajo, y pasaba por el colegio, y con una sonrisa en la cara decía "hola enana", le cogía de la mano y se echaba su mochila al hombro o se la intentaba poner mientras ella le pegaba con cariño y le gritaba "¡que me la rompes, bruto!", y juntos de la mano corrían hasta el parque, subían a los columpios, se tumbaban un rato a observar las nubes moverse, las hojas en los árboles bailando sobre ellos, hasta que el decía ¡vamos! y comenzaba una carrera hasta la esquina donde para el bus. Algunos días, si había suerte y sobraba alguna moneda, compartían un choclo con queso, sentados en el bus, camino de casa, donde su hermano se sentaría con ella, ayudándola a hacer los deberes, con un ojo en el cuaderno y otro en la pantalla del televisor, mirando una de esas estúpidas películas de peleas que ella no entendía.

Pero hoy no había sido uno de esos días mágicos con sorpresa a la salida del colegio. Hoy era un día más, común y corriente. Un brusco frenazo la saco de sus pensamientos.
-¡Apúrese hijita!

Mamá bajaba del bus jalándola de un brazo. En la parada, junto a ellas bajan o subían personas que vestían elegante, con traje, con hermosas faldas y chaquetas, bien vestidas y arregladas, conversando por sus celulares, soltando alguna que otra palabra rápida entre sí, algún adiós o hasta mañana pronunciado casi al viento. La enorme plaza estaba desierta, flanqueada por altos e imponentes edificios a un costado y por dos amplias avenidas a los otros, a través de las cuales desfilaba un frenético mar de luces de autos, perdiéndose en la inmensa oscuridad de la ciudad que se extendía a lo lejos. El cielo negro de la ciudad nunca dejaba ver las estrellas, que ella sólo conocía por los libros del colegio, y la luz amarilla de las farolas impregnaba de cierto aire especial la plaza.
"¿Será así la luz de las estrellas, centelleante y diáfana, amarilla y fría como la de las farolas?", se preguntaba mientras giraba sobre si misma dando vueltas por la plaza, con los brazos abiertos intentando atrapar la luz y las sombras de las farolas.
Mamá se había sentado bajo la marquesina del bus y conversaba con otro vendedor mientras la observaba de reojo. Mareada pero divertida por su mareo, se dejó caer suavemente contra el poste de una de las farolas y dejó que la suave brisa le apartase el pelo de la cara. Respiró hondo y dejó salir el aire sin ganas. Aquella era la última parada. El próximo bus les llevaría a casa, subiendo el cerro, dando tumbos por las calles mal adoquinas de un barrio que nadie planificó, que era ciudad sin serlo.

Aunque estaba cansada de su trajín de buses y vendedores, y pasajeros empujándose, subiendo, bajando, siempre parada, agarrada de una fría barra de metal toda la tarde, el pensamiento del pronto retorno a casa tampoco la descansaba y animaba. Poco la esperaba en casa: algo de cena, y el cansancio, el cansancio de todos los días.
No conocía otras vidas, no sabía cómo vivirían sus compañeras de colegio, pero no podía preguntarse porqué ellas no acompañaban a su madre en el bus todas las tardes, y se iban directos a casa; o quizá sí lo hacían, sí acompañaban a sus padres y madres en sus trabajos, quizá... Quizá en algún lugar la vida sí era como en los libros del colegio, sí debía ser así. O como en los cuentos que leía en el colegio o en alguna de esas películas sin peleas que su hermano traía a casa cuando se acordaba de ella.

Observaba desde lejos a esas gentes bien vestidas esperando el bus, desapareciendo en el interior de buses iluminados por resplandecientes luces blancas. Sí seguro que ellos vivían como vivía la gente en los libros del colegio y en la televisión, en casa con paredes pintadas de lindos colores, de suaves suelos con alfombras o brillantes baldosas, en grandes y cómodas y mullidas camas, arropados con suaves cobijas, dulcemente, sin temor de que el viento se colase por las rendijas de la venta o por algún vidrio roto trayendo sueños de gripe.
 Quería verse en los ojos y en la piel de esa gente, cambiar su vida por la de ellos quizá, sí, o no. Siempre dudaba. Si observaba detenidamente las caras de esas personas, debajo de las risas, del maquillaje, de los relucientes celulares, podía ver la misma cara de cansancio y de desánimo que tenía ella misma todos los días. ¿Cómo podía ser?

Con la rabia de la incomprensión alzó su cara al aire, y desafiante al viento y al mundo, echó a correr por la plaza, atrapando luces y sombras, persiguiendo vívidas polillas y centelleantes luciérnagas que rodeándola, la hacía mezclarse con las rápidas luces de los autos, que brillaban ahora como las estrellas de la vía láctea, aún con más fuerza que en los libros, y ella, envuelta en polvo de estrellas y hadas, con alas suaves y frágiles de polilla, volaba alto, bien alto, más alto que las luces de las farolas, más alto que los edificios de la ciudad, y atravesaba el negro cielo, hacía un lugar donde no había cuestas pedregosas en las calles, no había charcos ni frías lluvias de invierno, donde las casas eran todas sencillas, pequeñas y sencillas, pero la comida siempre sabrosa y siempre caliente, y donde las mamás llevaban a sus hijas al parque, donde no había gentes elegantes y tristes esperando el bus, y en el cielo siempre brillaba una enorme luna rodeada de estrellas.

Camino de casa se quedó adormecida en el traqueteo del bus. Somnolienta y cansada, comió sin ganas la cena y se sentó en la mesa, iluminada por un diáfano foco y la luz del televisor al fondo, a hacer los deberes. Los números del cuaderno de matemáticas se le hacían hoy más fríos e incomprensibles que nunca. Su mano comenzó a dibujar mágicas polillas que caían desde las divisiones de dos cifras, centelleando en un mundo distinto, en el que no importan los números y todo se multiplica como los panes y los peces.
Mamá la encontró dormida sobre la mesa. Con una mirada tierna y triste a la vez, le sacó con suavidad el lápiz de entre los dedos, cerró el cuaderno de matemáticas y la llevó a la cama, arropándola bien y dejándole la sudadera del chándal puesta: esta noche iba a hacer frío.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Yo no tengo novia

Así dice una canción de Sergió Makaroff, aunque en mi caso no me desespero sin saber qué hacer como le pasa a Sergio. Pero mi situación de vida tranquila sin compromiso es causa de más de una incomprensión que yo no logro comprender.

Aquí en Ecuador cuando uno llega y se presenta ante algún grupo de gente, a los pocos minutos, cuando aún está cogiendo confianza, le someten a un curioso interrogatorio:
-¿Está usted casado?
-No.
-Pero tiene novia, ¿no?
-No, tampoco tengo novia.
-Ah, bueno es usted cura, o religioso...
-No, no soy cura.
-¡¿Oiga, no será usted...?!
-No, tampoco.

El interrogatorio concluye en silencio, con miradas de reojo e incomprensión ante unas respuestas que no convencen, que no parecen tener cabida en los esquemas sociales y mentales de común denominador de personas en esta sociedad. Pero, ¿por qué no puede ser uno simplemente soltero sin más? No es algo tan raro, al menos no me lo parece a mí. En cierto modo supongo que es parte de esa herencia indígena no reconocida en los genes -y bagaje cultural- del 90% de los ecuatorianos: entre los indígenas un hombre sin mujer es un ser incompleto. Le falta la mitad de su ser. Y sin embargo, cuando miro un poco fuera de este país me encuentro con situaciones similares. Es simpático que, como hombre, si tengo amigos, nadie opine nada más fuera de una sana amistad, pero, si tengo amigas la concepción cambia totalmente: ya no son simples amistades y yo soy un "hombre" más buscando algo más, ya sea una relación afectiva o sexo.
-Quedé con mi amiga Z a tomar un café.
-¿A sí?
Y comienzan las miradas y preguntas con retintín.

Si intentas explicar que no es más que tu simple amiga, si encima, como para evitar cualquier otra idea explicas que tu amiga ya tiene su novio o su rollo pasajero con otro, o que está casada y tiene hijos, entonces complicas aún más el asunto y te miran con un bicho raro, o al menos como diciéndote: "cuidado donde te metes". Será que aquí está tan a la orden del día cambiar de novia cada segunda de turno, están tan mal vistos los rollos de una noche, y es tan común el adulterio, que, aún reconociendo esas situaciones, al sociedad sigue sin asumirlo e intenta desviar de tan deshonrosos caminos a las personas si corregir sus propios defectos.

Una interesante labor, diría yo, aunque no la comparto totalmente.

Así que es mejor no dar explicaciones. De nada sirve. La soltería parece el mayor de los pecados. Es mejor pasarse las noches de cama en cama, o ponerle los cuernos a alguien. Puedes ser cura, puedes ser gay, puedes ser lo que quieras, pero no puedes ser simplemente soltero. Eso no.

De verdad que no lo entiendo. Que mi abuela pensase así, ella que se crió en el siglo pasado, todavía con unas ideas y normas sociales que eran inclusive de un siglo anterior a ella, lo acepto y lo entiendo; pero que en la sociedad actual sigan intentando buscarle pareja a uno o psiconoanalizándole con las más perversas técnicas freudianas por no tenerla, señores, no lo entiendo. Debo ser de Marte. O ni siquiera eso, porque seguro que los marcianos también estaban locos por casarse y tener hijos y poblar el vasto y soltero universo.

Nadie conoce las vueltas que da el destino, seguramente un día encontraré a mi "media naranja" en el recodo más inesperado del camino, y seguramente me dedicaré a esa maravillosa labor de criar a nuestros propios hijos; o quizá nunca suceda eso y muera feliz y soltero contento de una vida plena y realizada igualmente. Pero, desesperarse por lo uno o lo otro, no, eso no.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Cuatro estaciones en un día

El día amaneció completamente primaveral. El cielo, casi completamente despejado, mostraba un sol radiante, con unos rayos rejuvenecidos que calentaban agradablemente la mañana. Las flores del jardín parecían sonreír llenas de alegría ante el nuevo sol, pájaros cantando desde los árboles daban los buenos días y revoloteaban por doquier. La chaqueta quedaba abandonada encima de la cama, y con una camisa fresca, sin nada más sobre los hombros, salía de casa contento, sintiendo ese frescor de mayo en el pecho mientra el cálido sol le calentaba los huesos.

A las 11 de la mañana el frescor de la mañana se había evaporado completamente, derrotado ante un sol de cien fuegos que convertía el asfalto de la ciudad en una verdadera parrilla, aumentando aún más la sensación térmica. La marquesina de hierro y cinc de la parada del bus restallaba sobre las cabezas de los viajeros que intentaban esconderse del sol justiciero del recién llegado mes de agosto, indecisos a la hora de subirse a un bus que se les antojaba como un horno en dirección al infierno, buscando en la infinitud de la larga avenida ese viento fresco o la singular estampa del sudoroso vendedor de agua y colas heladas.

Unas horas más tarde, hacia las 2 de la tarde, unas negras nubes, asomándose en el horizonte, amenazaban con poner un rápido fin al breve verano. La profecía no se equivocó. Como si se avecinase un apocalipsis, la ciudad se oscureció de pronto bajo un cielo negro y un viento enfurecido comenzó a soplar, arrancando las perennes hojas de los árboles, acallando pájaros e insectos, y enloqueciendo el tráfico y haciendo a la gente correr por las calles intentando llegar a salvo a casa o a algún lugar resguardado.
En pocos minutos, una fría y despiadada lluvia caía sobre la ciudad, arañando la piel de los desprevenidos, golpeando como si se tratase de metralla los techos de cinc y las azoteas de las casas, formando rápidos turbiones en las calles que arrastraban papeles y hojas y basuras hacia alcantarillas anegadas.

La tempestad a penas duró 2 horas. Pasado el aguacero, la ciudad permanecía en silencio, temerosa de retomar ritmo de su latir diario, entumecida bajo un cielo gris, recorrida por un aire frío, viendo caer frías gotas de agua de lluvia desde las hojas de los pocos árboles, desde las cornisas y los carcomidos canalones, al mismo tiempo que caía la noche, como un apagón programado, sumiendo a la ciudad en una fría y repentina oscuridad de invierno. La gente, salía de sus trabajos escondiendo el rostro entre las solapas de unas chaquetas que apenas lograban engañar al frío, caminando presurosa hacia el calor de un bus o de su cercano hogar, pensando en un té caliente, deseosos de volver a sentir sobre su cuerpo el suave calor de un jersey de lana de alpaca.

Así de loco es el clima a 2.800 metros de altura, en el norte de esta ciudad de Quito, un mes de diciembre.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Tragicomedia nocturna

La noche se ha adueñado de La Mariscal en Quito. El bus se aleja lentamente por unas calles que poco a poco se han quedado desiertas. Los comerciantes bajan las persianas metálicas de sus locales y presurosos, esconden la cara del viento fresco y caminan hacia sus casas. En algunos lugares se aprecia el bullicio y el humo de un bar o discoteca, imágenes mudas de una fiesta cuyo ruido es apagado por los cristales de las ventanas y el ruido del motor de bus.

En las esquinas, aparentemente inadvertidas, aparecen otras figuras nocturnas. Actrices de una una triste película que pasan todas y cada una de las noches del año, en las mismas calles, a la misma hora. La historia es siempre la misma, el final, el mismo triste final de todas las noches. Rostros pálidos, con demasiado carmín y sombra de ojos. Ropa que quiere estar a la moda sin estarlo, que quiere enseñar unos cuerpos marcados sin enseñarlos, unas miradas diáfanas como la luz amarillenta de las farolas.

El bus continúa avanzando lentamente por esas calles cuyo paisaje urbano ha cambiado completamente con la llegada de la noche. Otra ciudad se revela. Unos secretos íntimos gritados a voces se pasean mudos por las calles o esperan en las esquinas. Intento retener esos rostros en mi mente, intento ver más allá de los sucios cristales del bus, más allá de esos ojos enmarcados en sucio rímel. ¿Cómo puede una vida llegar a esos extremos? ¿Qué sentirán esa vidas, esas almas que un día soñaron, como todas, una vida tranquila, un lugar cálido, y que en algún recodo del camino lo perdieron, lo vieron desvanecerse en un sucio charco?

Atrapadas, ahora en el frío vientre, rudo y cruel de una gran ciudad, sus ojos perdidos me hablan de una resignación medio aceptada: el bus se va. Ellas no tienen billete, lo perdieron hace mucho en el arriesgado juego de dados del destino. Una vez más, una noche más, lanzan los dados al aire e interpretan la tragedia, esperando un final distinto que nunca llega.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Una rancia lección de historia

Esta tarde me he dejado caer por encuentro de juventudes de izquierda, comunistas, revolucionarios,... Me dejé arrastrar por una querida amiga, por mi propia curiosidad, por cierto interés quizá, de encontrar palabras gemelas en las que recargar las baterías. Pero a mi regreso a casa, a parte de un puñado de panfletos y pasquines, lo que me he traído a sido pena y desilusión.

Durante el tiempo que estuve ahí, tuve la sensación de vivir un flashback, me trasladado en el tiempo hasta el bloque comunista de los años 70: la terminología, las publicaciones, incluso la estética, me hacía recordar esta época. El conferenciante no paraba de referirse a sus iguales como camaradas, palabras como "capitalismo", "patriarcal", "verdadera democracia", "pueblo", "dialéctica", engrosaban el discurso por todas partes; las fotos de Fidel, de Chávez, del Ché, de Lenin y de Bolívar, las viejas copias amarillentas de El Capital,... el hombre gordo que estaba sentado a la izquierda del conferenciante me recordaba incluso al comunista gordo de "Uno, dos, tres", sí, el del zapato... Impotente y no queriendo ver lo que se vía, buscaba la manera de que terminase ese rancio y polvoriento viaje por un periodo histórico que ya sabía perfectamente cómo iba a terminar. No quería, y no quiero hoy, volver a leer esos años finales.

Y sin embargo, parece que se empeñan en reescribirlos.

Que nadie me malinterprete, por favor, creo que si han leído alguna vez este blog, ya saben más o menos en qué dirección van mis ideales y creencias, pero eso no es excusa para que uno sea crítico; de la crítica surge la luz. Y si me han leído sabrán que algo que defiendo siempre es no olvidarse de la historia, sí la historia, nuestro pasado. Un buen análisis histórico nos ayudaría y mucho a encauzar mucho mejor nuestra vida presente. Nadie quiere hacerlo, o nadie que no sea un historiador de biblioteca quiere hacerlo, eso sí, o siquiera leerlo, porque posiblemente trastocará muchas de sus creencias, y le hará dudar de sus acciones, cuestionará mucho de lo que vive y de cómo lo vive. Pero la realidad está ahí, escrita en las páginas de la historia, que sin ser ciencia exacta e infalible (¿alguna lo es?) nos cuenta por lo menos que tampoco somos ni hemos sido nosotros exactos e infalibles.

Entre los muchos que no quieren releer y analizar la historia están muchos de esos "camaradas" de esta tarde, y por eso me lleno de tristeza y cierta rabia cubierta de impotencia. ¿Cómo se puede seguir repitiendo un discurso en los mismos y exactos términos de hace 40 o 50 años si no más? Me dirán que muchas cosas todavía siguen si hacerse, que muchas reivindicaciones siguen vigentes hoy día, y estoy de acuerdo, pero también hubo muchos equívocos, muchos caminos tomados que no fueron los adecuados. No puedo sino evitar pensar que uno de los problemas del régimen soviético fue que no quiso "ponerse al día y modernizarse" cuando era necesario. Pienso en aquella primavera de Praga, en Hungría y las imágenes de los tanques rodando por las calles de Budapest. Y pienso también en las imágenes que un profesor de historia nos narraba de una visita que hizo a la Unión Soviética a finales de la década de los años ochenta, y cuánto se parecen, desgraciadamente, a las que me contaba una persona que estuvo estas semanas pasadas en Venezuela. Me entristezco y tiemblo al pensar lo que puede pasar otra vez, y sobre todo, porque se que por ciegos "nos lo hemos buscado otra vez".

Las revoluciones deben ser un cambio radical con respecto a la realidad que se vive, al menos en el sentido literal del término, y un cambio en muchos sentidos innovador. Repetir un esquema que ya fue "revolucionario" en un pasado, sin corregirlo y enmendarlo, no me parece ni muy inteligente ni muy revolucionario. Reconozco también que no creo mucho en las revoluciones. No tengo ningún reparo y soy de los primeros en alzar la voz y salir a la calle reivindicar y seguir después en la oficina, trabajado, mientras muchos compañeros de manifestación se van a casa después de la fiesta, para que esa reivindicación camine y no se quede en una manifestación sin pasado ni futuro; pero creo que muchos logros se consiguen con otras "revoluciones lentas y silenciosas": la educación, la formación popular, son procesos que no deben detenerse nunca y que harán posible cambios que perduren en el tiempo, soplen los vientos que soplen, ese lento proceso, esos pequeños grupos que trabajan en su barrio, que "piensan globalmente y actúan localmente" son los verdaderos revolucionarios, y su trabajo dejará marcas más profundas que las de cualquier revolución de dos días.
Por poner un simple ejemplo aislado, en una de las charlas defendía y discutían la necesidad de lograr que se despenalice el aborto y exista una ley que defienda la libertad reproductiva y sexual de las mujeres en una sociedad "capitalista y patriarcal". No digo que no ha esa ley y esa lucha, pero ¿no sería mejor empezar por la educación de las personas? En el momento que las mujeres de este país dejen de pensar que lo mejor que pueden hacer con sus vidas es casarse y tener hijos, y que deben hacerlo cuanto antes, que su función es cuidar del marido como si fuera un jeque en un harén, en el momento que no tengan miedo a hablar de sexo en público, en el momento en que no repudien otras opciones de vida -social y sexual-, llegado ese momento, iniciativas como la que hoy se planteaba en lo referente al aborto dejarán ser necesarias o serán aceptadas y abrazadas sin ningún escándalo. Es un camino largo y duro el que hay que seguir para lograr que llegue es día, y desde luego, no se va llegar hasta ahí con un ley. La educación, entendida como verdadera liberación del individuo es un proceso mucho más lento y discurre por otros cauces, normalmente más lentos y calmos, al menos superficialmente.

La esperanza me queda, sí, por suerte, aquí en este país. A pesar de que la palabra "revolución" está por doquier en la propaganda del gobierno, parece que aquí sí han sabido leer la historia y trazar una revolución, un futuro socialista que reconoce sus errores pasados y busca y crece por ende en nuevos caminos de futuro. Esperemos que sigan caminando con paso firme y decido, pero con tiento y sentido histórico también, y no se dejen llevar por rancias rebanadas de historia pasada: hay que saber jalar de las orejas y azuzar al dormido -o al demasiado vivo y despierto- ciudadano pero sin caer en totalitarismos, que igual de nefastos son todos los totalitarismos, sean del signo que sean.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Dignidad, humana dignidad

Cuatro cuartos pequeños con una puerta y una ventana con barrotes. Una pila de colchones mugrientos en el suelo. Humedad brotando del techo y de las paredes sucias y llenas de grafitis obscenos. En el fondo, un sucio muro de mediana altura, deja ver asomar lo que en su día fue la cabeza de una ducha, hoy reducido a un oxidado y roto tubo de metal; el piso bajo la ducha, un agujero por que que se va el agua, los orines, las heces.
Nadie acude a hacer la limpieza diaria, nadie acude con el almuerzo diario, ni siquiera con agua. Sus ocupantes, tratados como desechos, se convierten en eso mismo: un desecho, mimetizándose poco a poco con la suciedad y la inmundicia de la jaula donde están encerrados. Pierden poco a poco la poca dignidad que alguna vez tuvieron.

Esa es la imagen de una cárcel en este país. De un pequeño centro penitenciario de provincias. Uno no sabe, cuando entra sin estar dentro, donde ocultar la mirada ante tanta vergüenza ajena que siente. Uno quiere entender y una vez más no entiende. Su mirada se aparta de los ojos de aquellos que están adentro sin poder salir, evita también las miradas de aquellos que vigilan a los que están adentro, y que poca o ninguna culpa tienen de tener dicho empelo, y acaba buscando un atisbo de humanidad entre unos edificios viejos, destartalados, insalubres, caminando por un patio que no es más que un montón de lastre mal asentando, con restos de materiales de una obra "para mejorar la infraestructura" que nunca llega a su fin, mientras la lluvia, a pesar del calor tropical, cae cada vez más fría calando los huesos y el alma.

¿Dónde quedó la dignidad humana? La de los presos, sí, y sobre todo nuestra dignidad humana. ¿Dónde la hemos dejado? Alguien comentó "a estos pobres hombres se les ha despojado de toda dignidad humana" y es cierto, nadie se merece vivir así: ¿donde está el perdón, la redención, de qué sirve el castigo, dónde queda la enseñanza? Todo el mundo debe tener la oportunidad de regresar al buen camino, de cargar con sus pecados, y, con la espalda doblada por el peso de años de equívocos, volver a caminar, humilde y digno.

Medito esas palabras y quiero encontrar la manera de reivindicar un trato más digno a estas personas, pero de pronto se me hace un nudo en la garganta y el estómago. No son esos presos los que han perdido su dignidad. Somos nosotros, sus captores y el resto de la sociedad. Nosotros hemos perdido la dignidad. Si no somos capaces de reconocer a un ser humano, a nuestro igual, hemos dejado de ser humanos. Si a pesar de las muchas equivocaciones que haya cometido, no somos capaces de reconocerle su dignidad como ser humano durante todo su largo y duro proceso de pagar por sus crímenes y pecados, entonces tampoco nosotros somos dignos.

En los charcos del sucio patio de la cárcel, mientras caen las gotas de lluvia, la mañana del domingo, veo mi reflejo difuminado contra un cielo gris.
Reflejo gris de una sociedad que se auto excluye, una sociedad que mira al individuo, y desde un yo que no la representa, olvidándose que ella son y no es, se cree más justa, más inteligente, ¿más digna?

fotografía

Me encontré con ella ayer,
rostro serio, bien peinada
seria y fija su mirada
sin hablar me recordaba
lo que oculto de mi ser.

No hubo el sabor de un café
solo el tiempo y la distancia,
en el rostro reflejadas
marcas de vidas pasadas,
promesas dejadas en papel.

Cuantas veces deseé
poder decir esa palabra
sin esconder la mirada
sin el rubor en la cara
y dejé todo en un "tal vez".

Desnudado ante mi ser
por una foto guardada
que quiso ser olvidada,
en el fondo de mi alma
que te extraño, hoy lo sé.

Siguiendo los pasos, recorriendo un pasado

Escrito el martes, 26 de noviembre, en Puerto Libre, Sucumbíos, mientras caía la tarde. Transcrito a máquina ahora que vuelvo al ruido de la ciudad y de las redes virtuales.

Anoche en la espesura de la niebla que se pegaba a los edificios del norte de Quito, me embarqué una vez más en un bus rumbo al oriente. La fría y oscura noche ocultaba de mi vista la tortuosa carretera, los pueblos dormidos, casi muertos, a altas horas de la madrugada, los fríos páramos que cruzaría para amanecer en la verde amazonía.
Un viaje para mi ya rutinario, y s in embargo cargado de nuevo de cierto misterio, magia, misticismo, y esa adrenalina que infunde la aventura.

Mi compañero de viaje esta vez fue el libro Viaje al Río Napo (CICAME/ Fundación Alejandro Labaka, 2009)  del misionero capuchino Juan Santos Ortiz de Villalba, unas páginas cargadas de nostalgia refundida con la magia del poeta: unos recuerdos de una selva que fue, que ya no es, que de algún modo sigue siendo.
Según pasaba las páginas del libro y acompañaba a sus dos protagonistas en su periplo hacia el oriente hace décadas, yo mismo me veía protagonista de esos mismos paisajes y gentes, y, según discurría por esos mismos parajes, la magia del del relato y de la noche hacía que perdiesen su coetaniedad y se formaran ante mis ojos tal y como eran cuando, hace 50 años, dos jóvenes misioneros arriesgaban sus vidas cruzando los andes, por imposibles carreteras y en imposibles condiciones para llegar a esa amazonía, entonces llena de misterio, entonces aún desconocida en casi su totalidad por los ojos del hombre blanco.

Es sin duda la magia del relato lo que le ha dado de nuevo ese algo misterioso y especial a el viaje de anoche, y es ese relato el que me ha hecho redescubrir en lo común y cotidiano de esta verde selva que hoy en día cada vez pare menos selva y cada vez pierde más su misterio y aventura, la magia, la vida de lucha y de sufrimiento de sus gentes de hoy, que tanto tienen que ver con las de antes: los comedores, los vendedores, las paupérrimas casas de los campesinos, la desesperanza y las ganas incansables de luchar y de vivir de estas gentes desarraigadas trabajando en un pulso eterno con una tierra, una naturaleza que no entienden. Y los rostros, sí, sobre todo los rostros de esos niños: hoy con uniforme, regresando de la escuela, cargando sueños de niños, desvaneciéndose ene sas casas, ese paisaje selvático-humano, esas vidas que les ha tocado vivir que en el fondo tan poco han cambiado en todos estos años; esa mirada, ingenua, cariñosa, llena de esperanza, anhelo de un mundo distinto que quizá nunca sea.

Unos rostros tostados por el sol, unos ojos vivos de brillante negro azabache, un rostro nuevo aún, vivo aún, esperanzado aún, en un mar de verde selva, aún.

martes, 3 de diciembre de 2013

Los papeles

Tres años, sí, se dice pronto, tres años.
O por lo menos, tres o cuatro intentos. Ya perdí la cuenta.

Ese ha sido el tiempo que me ha tomado lograr la visa de residente acá en Ecuador. No voy relatar acá todo el proceso, no es algo apasionante, más bien desesperante a ratos diría yo, y la demora se debe seguro a una parte de mala suerte y otra parte de sorna burocrática: cambio de leyes, cambio de encargados, papeles que faltan, papeles que no están en los requisitos pero deben estar entre la documentación presentada, papeles que se pierden, días hábiles que no son tan hábiles... Todo un maremagnum, un torbellino de papeles, de idas y venidas, muchas veces sin saber si por fin se había fijado un rumbo definitivo.

Ahora, después de haber conseguido llegar al final, y de ver mi visa plasmada en el pasaporte y la cédula en la billetera, sonrío con cierto alivio y echo la vista atrás intentando recordar todos los vericuetos de este laberinto que por fin tuvo salida.

Debo reconocer, no obstante, que nunca me sentí perdido, o desamparado, o desesperado. Nunca me he sentido emigrante, extraño fuera de mi país. Yo tuve la suerte de venirme "porque me dio la gana", no me echó ninguna crisis, ninguna guerra, ninguna situación angustiosa, de esas que no deberían existir, que obligan a tantas y tantas personas a abandonar su país y comenzar de nuevo la vida en una tierra lejana que no conocen. Aún así, aunque como misionero siempre he tenido la suerte de sentirme arropado, seguro, acompañado, siempre con la familia cercana y presente, con amigos cerca y lejos, y aunque la gente anónima de este país siempre ha sido muy amable, no puedo sino solidarizarme y pensar en toda la pobre gente, acá y allá, en Ecuador, antes -y quizá todavía- en España, en los inmigrantes con y sobre todo sin papeles que lo arriesgan todo, expulsados por la vida, rechazados por esa otra nueva vida, intentando encontrar un lugar donde sembrar sus añoranzas y penas, intentado obtener ese papel que les diga quién son y dónde pueden estar, aunque en su fuero interno lo sepan muy bien, y como muchos no entienda qué es eso de las fronteras en un mundo que tan pronto se hace tan pequeño y hermano como a la vez inabarcable e inhóspito.
 ¡Qué duro tener que depender de un papel para poder ser!

Hoy más que nunca, miro a través de mi ventana, dejo a mi mente volar más allá de los edificios de esta enorme ciudad, busco a esos ojos que buscan amparo y prometo, con fuerza, en el fondo de mi corazón, no cerrar nunca la puerta de mi casa, de mi alma al desamparado.
No hará falta nunca un papel para entrar en mi casa. Y juntos, de la mano, juntaremos todos los papeles, en un collage que dará color y forma a nuestras vidas, vidas lejanas, vidas de hermanos y hermanas, sin pasaporte, sin sellos, sin fronteras.